38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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–en ese punto, Nicanor hizo una pausa, encendió un cigarrillo, y posó la mano

izquierda en el cuello de su amigo, como el máximo esbozo de ternura que podía

consentirse a sí mismo, antes de terminar su discurso en un susurro–. Lo siento

mucho, Damián, y lo siento todo, que Charo esté muerta, que se haya matado

así…—¿Quién era él?

—Eso da igual, Damián, no pienses ahora en eso.

—No, no da igual –y miró a su amigo como si no pudiera creer que se hubiera

atrevido a sostener lo contrario–. A mí no me da igual.

¿Quién era?

Mientras hojeaba de nuevo su agenda, Nicanor apretó las mandíbulas en una

mueca que expresaba un dolor casi físico, como si ninguna de las noticias que le

había dado a su amigo hasta entonces le doliera tanto como aquélla.

José Ignacio Ruiz Perell9 –dijo por fin, después de carraspear un par de veces–,

cuarenta y un años, valenciano de nacimiento, vecino de Madrid, del Parque del

Conde de Orgaz. Estaba casado con una tía de muy buena familia, con mucha

pasta, y era ingeniero de caminos, un alto cargo del MOPU. Los de ese bar de ahí

lo conocían. Su mujer tiene un chalet de la hostia un par de kilómetros más allá,

una de esas casas de veraneo antiguas, con un jardín muy grande, prácticamente

una finca.

Debían de ir allí cuando se mataron. Ella no tenía ni idea, claro, se ha quedado de

plástico. El tal Perell9 le había dicho que se iba a Lisboa porque tenía que estar

presente en la inauguración de una presa conjunta hispano–portuguesa en el río

Tajo, o algo por el estilo… Ha llegado antes que vosotros, es esa rubia teñida que

está ahí, la del visón.

Entonces se hizo un silencio largo y hondo, espeso, cargado de recuerdos

amargos y de presagios peores, otra breve cadena de segundos eternos que

Damián rompió sin palabras, descargando el puño cerrado contra el techo del

coche.

—¡Puta! –murmuró luego, manteniendo el brazo levantado en el aire–. ¡Puta,

puta! –repitió, estrellando el puño una y otra vez y elevando el volumen de su voz

en cada golpe, mientras se echaba por fin a llorar–. ¡Puta, puta, puta¡Juan

encogía los hombros en cada chillido. Los gritos de su hermano, como otras

tantas agujas largas y afiladas, encontraron el mejor camino para perforarle el

cerebro limpiamente, abriendo un orificio en línea recta que amenazaba ya con

comunicar para siempre sus oídos cuando decidió que no podía aguantar ni un

segundo más.

—Voy a verla –le dijo en un susurro a Nicanor, que fumaba en silencio y le

respondió con un movimiento de la cabeza, sin apartar los ojos de la furia de

Damián, preparado para recogerle cuando se viniera abajo.

Juan se alejó de aquella voz tan deprisa como pudo. Un guardia civil de tráfico le

salió al paso cuando llegó a la altura de los cadáveres.

—¿Qué desea? –dentro del uniforme había un chico muy joven, de unos veintitrés

años, veinticuatro como máximo, con aire de cadete recién licenciado y todavía

escrupulosamente adicto a todos los reglamentos, pero sin mucha experiencia en

la misión de imponérselos a los demás.

—Quiero ver a la mujer.

—¿Es usted familiar?

—Sí, soy su cuñado. Mi hermano no puede verla. Está completamente deshecho.

Es ese de ahí, el que aporrea el coche… –el guardia levantó las cejas y frunció los

labios en una mueca de asombro casi cómica–. Ya sé que la han identificado, pero