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enseguida, y la ansiedad adiestró a sus dedos torpes para que lograran abrirlo en
un instante.
—Le encanta el chocolate, ¿sabe? –sólo en aquel momento, Nicanor Martos se
volvió hacia Sara, que seguía estando de pie, detrás de él, y asintió lentamente
con la cabeza, para dejar claro que eso sí lo sabía–. Desde que era un crío,
siempre le ha gustado…
Alfonso se comió tres bombones muy deprisa, pero rasgó un lado del envoltorio
con los dedos para escoger el cuarto con más cuidado.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien. Ahora vivo aquí, vivo aquí, no puedes hacerme nada, no puedes…
El policía acogió esas palabras con una sonrisa franca, comprensiva, y Sara se dio
cuenta de que se la estaba dirigiendo a ella, aunque no la estuviera mirando.
—Claro que no te voy a hacer nada. Nunca te he hecho nada.
—Sí –Alfonso movía la cabeza para afirmar con vehemencia–.
Pruebas. Esos hombres me hacen pruebas, no me gustan las pruebas, las odio,
las odio.
—Pero esos hombres viven en Madrid.
—Sí.
—No han venido conmigo, no están aquí, ¿ves?
—Tú te enfadas –entonces volvió a mirar a Sara, y ella empezó a tener miedo de
verdad–. Te enfadas conmigo. Mucho, te enfadas.
Yo lo vi, yo lo vi, y lo cuento, y no te gusta, reanimarle, reanimarle…
El policía echó la espalda hacia atrás, rebuscó en sus bolsillos hasta dar con un
paquete de tabaco, y entonces sí se volvió hacia la dueña de la casa.
—¿Le molesta que fume? –le preguntó con una sonrisa.
—Evidentemente no –contestó ella, con una hostilidad que pretendía disuadir a su
interlocutor de que persistiera en el intento de ganársela con buenos modales–.
A su lado hay un cenicero lleno de colillas. Eso significa que yo fumo. Y por lo
tanto, no me molesta que fume.
Encendió un cigarrillo y esperó. Alfonso, que se había quedado quieto, el brazo
derecho congelado en el ademán de llevarse un bombón a la boca, completó al fin
ese movimiento, y masticó el chocolate muy despacio.
—¿Le importaría dejarnos solos un momento? –Sara llevaba un rato esperando
esa pregunta, y buscando una respuesta que todavía no había encontrado–. Le
prometo que será sólo un momento. Quiero preguntarle una cosa, y no me la va a
decir si está usted delante.
—No tengo la impresión de que a él le guste mucho la idea de quedarse solo con
usted.
—Es… un asunto importante.
Muy importante. Le aseguro que usted misma lo comprenderá cuando se entere.
Quiero que le cuente lo mismo que a mí, necesito que coopere conmigo. Van a
ser sólo diez minutos, quince como mucho, se lo prometo.
Sara miró el reloj, luego al policía, después otra vez el reloj, por fin a Alfonso, y
sintió que sus ojos se habían agrandado tanto que podría perderse en ellos. Y sin
embargo, tenía la misma impresión que antes, la sensación de que no podía
negarse, oponerse a aquel hombre, impedirle que hiciera lo que había venido a
hacer.
—Voy un momento a la cocina, Alfonso, a hacer palomitas –dijo, e
inmediatamente después se arrepintió de haber elegido esa excusa, porque él