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—¿Qué, os habéis divertido?
–mientras Alfonso se abalanzaba sobre él, para abrazarle, ella le miró a los ojos.
—Mucho –dijo Tatuara–. Y el hotel era muy chulo, ¿sabes?
—¿Te ha gustado Madrid, Andrés? –pero seguía mirándole, dejándole adivinar
que estaba de su parte.
—Sí. Mucho, muchísimo… Te he traído un regalo.
—Y yo otro –dijo Maribel–.
Pero está en la maleta.
—¡Qué bien! –Sara sonreía, sin apartar los ojos de los suyos–, así da gusto, ya os
podíais ir de viaje todas las semanas.
—Maribel… –Juan se volvió hacia ella–. ¿Te importaría ir a casa con Alfonso y con
los niños, darles algo de merendar, ocuparte de que se bañen y quedarte con
ellos un rato? Tengo que hablar con Sara. Luego podemos cenar todos juntos, si
queréis, y se lo contamos todo.
Ella sabía que pasaba algo.
Por eso se los llevó a todos enseguida, sin hacer preguntas ni dar a ninguno de
ellos la oportunidad de hacerlas. Sara y Juan los vieron cruzar la calle, abrir la
verja de la casa número 37, entrar en el jardín.
—¿Qué tal le ha ido a Maribel? –preguntó ella entonces, antes de entrar con él en
su propia casa–. ¿Os lo habéis pasado bien?
Juan asintió con la cabeza mientras ella le señalaba la puerta del salón.
—Vamos a sentarnos ahí. ¿Quieres una copa?
Él volvió a asentir, y se sentó solo en un sofá mientras Sara iba a la cocina a
buscar hielo. Cuando regresó, parecía muy tranquila, y le sonrió antes de sentarse
a su lado.
—Verás, Sara… –él llenó el vaso de hielos, los cubrió con whisky hasta la mitad,
bebió un trago, volvió a dejarlo en la mesa, y la miró a su vez–. Nicanor cree que
yo maté a mi hermano Damián, el padre de Tamara… Bueno, en realidad, no era
su padre, era su tío, porque Tam es hija mía. Pero yo no maté a mi hermano. Es
una historia muy larga de contar.
—Lo supongo –y volvió a sonreírle, como si nada, ni siquiera la noticia de su
paternidad, pudiera sorprenderla ya–. Yo también podría contarte una historia
larga.
Larguísima, no te lo puedes ni figurar. Algún día lo haré, seguramente. Podemos
quedar con tiempo y contamos nuestras vidas, pero ahora eso no importa.
Juan Olmedo miró a los ojos de aquella mujer, que a veces eran pardos, y a veces
eran verdes, y siempre del color de las tormentas, y en la mirada que le
devolvieron leyó que el único camino posible es avanzar, seguir adelante, recorrer
las vías de hierro hasta donde empiezan a florecer las amapolas, imaginar un
lugar al que no llegan los trenes, y encontrarlo, y detenerse al borde del océano
para aprender que si sopla por la derecha es poniente, y si sopla por la izquierda
es levante, y si viene de frente es sur, pero que todos borran el camino de vuelta.
Había mucha vida en aquellos ojos, una historia muy larga, y el futuro.
—De todas formas… –continuó, dejando su copa sobre la mesa para inclinarse
hacia él, y cogerle de la mano, y apretársela un momento antes de seguir
hablando– me alegro de que te hayas quedado, porque quería comentarte una
cosa.
El otro día, en el supermercado, tuve una idea, ¿sabes? Era uno de diciembre,
pero ya habían colocado todas las cosas de Navidad, desde los turrones hasta los