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sabes, y hasta me pone de mala leche, ésa es la verdad.
De pequeña lo pasaba muy mal, porque nunca sabía en qué casa me iba a tocar
cenar cada año, y si iba a la de mis padres, los dos se ponían tristes al verme, y si
me quedaba en la de mi madrina, me ponía triste yo, total, que la odiaba, y nunca
la he celebrado. He vivido casi siempre en casas ajenas, la de mi madrina
primero, la de mis padres después, la de mi madrina luego, otra vez. Hasta que
no me vine a vivir a Rota, nunca había tenido una casa propia, para mí sola, y por
eso… El otro día me acordé de la Navidad del año pasado, la primera que pasé
aquí. Me llamó mucho la atención cómo preparaban los pavos, ¿sabes?, porque
estaban todos encima de un mostrador, muy limpios, cada uno en una cesta de
mimbre cubierta de celofán, con una cinta de colores rematada con una moña y
todo, como si fueran un regalo. Nunca los había visto así.
Yo creo que es una costumbre americana, del Día de Acción de Gracias, y que los
arreglan tanto por lo de la base. Y entonces me di cuenta que, con todo lo que
me gusta a mí cocinar, yo nunca he cocinado en Navidad, nunca he preparado
una cena de Nochebuena. Y me dije que a lo mejor podía hacerlo este año,
invitaros a todos, a Maribel y a Andrés, a Tamara, a Alfonso, y a ti, comprar uno
de esos pavos tan bonitos, y rellenarlo, y asarlo, y que nos lo comiéramos entre
todos. Ya sé que es una tontería, pero de repente me hace ilusión. ¿Qué te
parece?
Entonces fue Juan quien cogió la mano de Sara, y mientras la apretaba entre sus
dedos, se preguntó si había llegado a estar igual de conmovido alguna vez, y no
le resultó fácil encontrar una respuesta.
—¿Me estás salvando la vida?
–le preguntó luego, y ella se echó a reír.
—Bueno… De momento, te estoy invitando a cenar.
Juan cerró los ojos, asintió con la cabeza, volvió a mirarla, Sara le sonreía, él le
devolvió la sonrisa.
—Muy bien –los dos se levantaron a la vez, se abrazaron con la misma intensidad,
mantuvieron su abrazo durante el mismo tiempo–.
Yo traeré el vino.
—Estupendo –aprobó ella–. Eso es lo que se espera que hagan los hombres.
Le dijo que se adelantara, que Maribel estaría inquieta y los niños preguntándose
dónde se habrían metido, que ella iría enseguida pero que quería arreglarse un
poco antes de salir. Sin embargo, cuando se quedó sola, abrió todas las ventanas
del salón, y salió al jardín. El levante entró en su casa con el ímpetu de un
enamorado impaciente. Agitó las cortinas, acarició las hojas de las plantas,
levantó las esquinas del periódico de aquella mañana, se coló por todas las
rendijas y entre las aspas del ventilador, pero no trajo consigo recelo, ni
inquietud, ni la desconcertante amenaza del desorden. Nada se rompió, nada se
perdió, ningún papel se estrelló contra la pared del fondo con la docilidad sumisa
y desarticulada de las víctimas. Aquel levante era sólo alegría. Todo se mantuvo
en su sitio porque aquélla era también su casa, porque su dueña ya había
aprendido que no podía vivir sin él.
Sara aferró la barandilla del porche con las dos manos, cerró los ojos y se
abandonó a la voluntad del viento que barre los suelos, que seca las sábanas, que
limpia el aire, que airea la sangre estancada en el mohoso abrigo de la humedad,
esa tristeza pantanosa y sucia de los días más cortos. El levante azotaba su cara,
desflecaba su pelo, bailaba dentro de su cabeza e inundaba sus pulmones con el