38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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me gustaría verla de todas formas.

—Ya… Pues le advierto que está muy malamente… —Me lo imagino.

—Sí, pero la verdad es que no hemos conseguido sacarla con piernas… —Eso me da igual. Soy médico, trabajo en un hospital. Le aseguro que he visto cosas peores.

—Si usted lo dice… –el guardia, que parecía más asustado que él, se inclinó sobre el cadáver de Charo y lo destapó con la cabezavuelta hacia fuera, mirando hacia otro lado.

Juan se acuclilló en el suelo, y trató de estudiar su cuerpo como lo habría hecho un forense, mientras comprobaba con el rabillo del ojo que el guardia había decidido ahorrarse una nueva sesión de aquel espectáculo. Aquella mujer, unos treinta y cinco años, ciento setenta centímetros de estatura, sesenta y cinco kilos de peso, cabello y ojos oscuros, raza blanca mediterránea, había muerto efectivamente por causa del desgarro de la arteria femoral. Su muslo derecho presentaba un corte limpio. Y nada más. Su muslo izquierdo había permanecido unido al resto del cuerpo hasta unos diez centímetros por encima de la rodilla. Su muslo derecho. Su muslo izquierdo. Sus piernas del color de las tartas de yema tostada. Astillas de hueso triturado, pulpa de carne ensangrentada, tiras de piel arrancadas de dos ligas de metal. Sus muslos.

Sus rodillas ausentes. Sus rodillas. Juan se llevó instintivamente dos dedos al cuello, pero no encontró de dónde tirar. Llevaba abiertos los primeros botones de la camisa, pero le faltaba el aire.

El tronco y la cabeza estaban en buenas condiciones. Sobre el rostro palidísimo y reseco de la mujer desangrada, blanco levemente teñido de malva, los labios pintados de un rojo muy oscuro, más que granate, casi marrón, adquirían una relevancia obscena. Juan Olmedo abrió su propia boca y empezó a tragar el aire a bocanadas, mientras desviaba la mirada hacia los ojos de la mujer muerta. La raya negra que no debería haber sobrepasado la línea interior de cada ojo, se había corrido para sombrear dos ojeras artificiales bajo los párpados inferiores. El rímel, seco, se había desprendido ya del borde de las pestañas, sembrando los pómulos de diminutas partículas negras. Charo se había vuelto a pintar cuidadosamente los labios, desentendiéndose del resto de su maquillaje, antesde salir de Madrid, como había hecho siempre justo después de vestirse, cada vez que abandonaba la casa de su cuñado para volver a la suya. Juan reconoció el color, tan distinto del rosa pálido, fronterizo con el beige, de sus labios de las comidas familiares, sucumbió a su significado, y sintió por última vez las piernas de Charo, esas piernas que ya no existían, alrededor de su cuello. Entonces, sin mover los hombros ni adelantar su cuerpo hacia el cadáver, para que nadie situado a su espalda pudiera advertir lo que estaba haciendo, alargó los brazos y desabrochó deprisa dos botones de la blusa color burdeos para descubrir el escote de un sujetador de encaje del mismo tono, y no quiso verlo, porque cerró los ojos, pero dejó caer su cabeza para apoyar la frente durante un instante sobre aquel pecho inerte, la piel insoportablemente fría. —¡Eh, oiga! –un segundo después escuchó una voz ronca, que no era la del joven

guardia que le había dejado antes a solas con ella, y el eco de unos pasos que se

acercaban–. ¿Pero qué está haciendo? ¿Quién es usted? No se pueden tocar los

cadáveres. El juez no ha llegado todavía…

—Lo siento –dijo Juan en voz alta, abrochando a toda prisa los botones que había

desabrochado antes–. No lo sabía.

Se levantó enseguida y no se detuvo a apreciar la furiosa expresión del guardia

veterano, que le increpaba aún mientras volvía a cubrir con mantas el cuerpo de

Charo. Ya había decidido lo que iba a hacer a continuación, y la proximidad de

Nicanor, que había abandonado momentáneamente a su amigo junto al coche y

caminaba como si pretendiera reunirse con él, quizás porque lo había visto todo,

quizás porque no había visto nada y pretendía enterarse de lo que había ocurrido,

no le pareció un motivo suficiente para cambiar de planes. Se dirigió directamen–te al equipo del Samur, habló con un médico, se identificó, y le pidió algún

calmante para su hermano.

Después regresó al coche. Nicanor había vuelto al lado de Damián, que miraba al

vacío con los brazos flojos, caídos a los lados, y el aspecto penoso, inservible, de

un globo arrugado y sucio justo después de desinflarse.

—Toma –entregó al policía un envase plateado con dos píldoras–.

Son calmantes. Si vuelve a dar señales de que los necesita, dale una, pero sólo

una. Le vendrá bien. Llévatelo a casa y quédate con él. Yo iré enseguida. Tengo

que pasar por el hospital, a ver cómo está aquello y a recoger algunas cosas.

Estaba de guardia cuando…

—Ya –le interrumpió Nicanor, asintiendo con la cabeza–. De acuerdo.

Juan les miró un momento, y se asombró una vez más de cuánto se parecían.

Damián era más bajo que él, más ancho y corpulento, tenía el pelo crespo,

ondulado, y el cuello muy grueso. Siempre se había parecido a su madre. No

sabía a quién se parecía Nicanor, pero estaba seguro de que cualquiera de los

extraños que les rodeaban en aquel momento no habría vacilado en señalarles a

ellos dos si alguien les hubiera pedido que adivinaran cuáles de aquellos tres

hombres eran hermanos. Juan, que siempre se había parecido a su padre, se dijo

que habrían acertado. Nicanor no le gustaba. Damián tampoco. Ni siquiera en

aquel momento se sintió culpable por llevar diez años acostándose con su mujer.

La mujer de su hermano. Su mujer. La efímera amante de un desconocido. Y sin

embargo, dio un paso hacia delante y abrazó al único viudo oficial de Charo.

—Lo siento, Damián.

—Yo no.

Después, siempre que recordara aquella escena, se preguntaría cómo logró

contenerse, gobernarse, estarse quieto otra vez, retrocederalgunos metros para

mirar un coche rojo que se alejaba y girar sobre sus talones para entrar en el bar

pequeño, tranquilo, que aquel domingo había abierto sus puertas con una

urgencia insólita al borde de una carretera tan poco transitada.

Pero eso fue lo que hizo, en lugar de matar a su hermano. Aunque él siempre

bebía whisky, pidió dos dosis de coñac en una sola copa, y se la llevó al patio

trasero, un inhóspito recinto de suelo de cemento con tres sillas metálicas, dos