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Cuando todo terminó, se sintió vacío, y eso al menos fue una forma de volver a sentirse dentro de su cuerpo. Sólo entonces, al levantar la cabeza, vio a aquella mujer rubia teñida, envuelta en un abrigo de visón, a la que Nicanor había señalado antes. Estaba de pie, al lado del guardia civil más joven. Juan les miró con sorpresa, incapaz de creer que el estruendo de su ruido interior le hubiera impedido detectar la presencia de esos dos desconocidos que nunca deberíanhaberle visto llorar, y ellos le devolvieron una mirada equitativamente asombrada, como si no encontraran la fórmula precisa para relacionar aquel estallido con la figura sobria, serena, rigurosa, del médico que se había hecho cargo de la situación ante el desmoronamiento de su hermano viudo. —Buenos días –Juan Olmedo saludó a la mujer rubia con un débil rastro de su verdadera voz, y encendió un cigarrillo.
Ella, tan pálida y exhausta como Charo no estaría ya jamás, con ojeras muy marcadas y los labios temblones, tenía el aspecto casi tradicional de esas mujeres de mediana edad que parecen capaces de taponar cualquier desgarro interno con una convicción, la necesidad de responder a una etiqueta que afirma «es toda una señora» en cualquier circunstancia. Juan, a quien muchos años de hospital habían convertido a la fuerza en un sagaz observador del sufrimiento ajeno, se dio cuenta de que sin embargo estaba agotando ya sus últimos recursos, y no se sorprendió al verla avanzar hacia él, andando despacio. —¿Me da uno? –le preguntó, señalando el humo–. Se me han acabado… Encendió el cigarrillo con su propio mechero, dio una calada larga y profunda y miró a su alrededor, como si estuviera perdida en un espacio tan desnudo, tan pequeño. Después, eligió una de las dos sillas pintadas de azul y la cogió por el respaldo para acercarla a la silla pintada de verde. —¿Le importa que me siente aquí, con usted? —Claro que no.
En ese momento el guardia civil pronunció una frase inaudible a modo de despedida y les dejó solos.
Los dos fumaron en silencio, apurando los cigarrillos hasta el filtro, y aplastaron las colillas contra el suelo casi al mismo tiempo. Luego, ella se volvió hacia Juan.
—Soy la mujer de… –los músculos de su cuello se tensaronmientras sus labios,
contraídos hasta el límite, sostenían una mueca inequívoca, en el umbral del
llanto, y sin embargo todavía pudo decir algo más–. Bueno, usted seguramente…
ya…
El sol de las ocho de la mañana no calentaba aún, pero empezaba a brillar con
fuerza. Juan Olmedo agradeció la luz, el inmaculado reflejo de los rayos que
rebotaban en los cristales sucios del bar, en las hileras de botellas vacías
acumuladas en una esquina del patio, en los adornos metálicos del bolso de piel
tirado sobre el suelo de cemento, mientras asistía a la tristeza de la mujer que
lloraba, abrazándola mecánicamente, el brazo derecho firme alrededor de sus
hombros, como hacía con las madres de los chicos que se mataban en moto
durante las guardias de los fines de semana.
—Es que éramos muy felices, ¿sabe? –murmuraba ella de vez en cuando–. Yo
creía que éramos muy felices…
Juan no despegó los labios, pero la acompañó hasta que una mujer que se le
parecía mucho, también rubia teñida, también envuelta en pieles, entró a
buscarla. Luego pagó su copa, cogió el coche y condujo hasta la casa de su
hermano.
Aquel día no fue peor que el siguiente, y éste tampoco resultó peor que el día que
vino después y, sin embargo, durante las silenciosas reuniones familiares que
presidió la ira de Damián, ante el infinito desconcierto y la desesperación que
guiaron los confusos paseos de Alfonso por la escalera, mientras dejaba pasar las
horas con Tamara en brazos, la televisión encendida en vano y la niña llorando
muy bajito, sin fuerzas todavía para hacer preguntas, e incluso en el instante más
atroz de todos los entierros, la caja de madera hundiéndose en su estuche de
tierra, despojándole de Charo para siempre, no dejó de pensar en aquella mujer
sola, doblemente abandonada.Por eso no le sorprendió encontrársela una mañana
en el pasillo del hospital, cuando él mismo todavía no era capaz de pensar
ninguna cosa sin ver al mismo tiempo la silueta informe y gris de un cuerpo
cubierto con una manta.
—Hola, ¿se acuerda de mí?
No habían pasado más de tres semanas desde que se conocieron, pero en ese
plazo había adelgazado mucho, demasiado incluso teniendo en cuenta su
situación, siete kilos, calculó Juan, quizás ocho.
Tal vez no había vuelto a tomar una comida completa desde aquel día, y
seguramente tampoco había vuelto a dormir ni seis horas seguidas, porque sus
ojeras maceradas, inflamadas, violáceas, revelaban algo más que una noche de
insomnio. La viuda del último amante de Charo no parecía ya una mujer triste, ni
siquiera desolada, sino una enferma, un rostro demacrado de puro cansancio
sobre un cuerpo apenas capaz de sostener sus propios huecos.
—Claro –respondió Juan, y aunque sólo mirarla dolía, le dirigió por costumbre la
protocolaria pregunta con la que saludaba a todos sus pacientes–. ¿Cómo está?
—Mal –ella le dedicó una sonrisa melancólica, que no pretendía matizar la
contundencia de su respuesta–. Muy mal, la verdad. Por eso he venido. Me
gustaría hablar un momento con usted, si no le importa. —Desde luego. Si puede esperarme un cuarto de hora, podemos tomar un café. Pero ella ni siquiera aceptó eso. Se conformó con un botellín de agua mineral y jugueteó un buen rato con el precinto de plástico del tapón antes de atreverse a empezar a hablar.