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ruido y se quedaba sentado en una silla, leyendo un tebeo con un cochecito de
juguete o un robot en miniatura encerrado en el puño, hasta que Sara, que se
encariñó muy deprisa con él, le animaba a salir a jugar al Jardín o se ofrecía a
llevarlo con ella a la playa.
Por otra parte, y desmintiendo de un plumazo todas las leyes de la herencia, su
madre era incapaz de estar callada. Maribel hablaba como si en cada pausa se
diera cuerda a sí misma, pero el apretado chorro de palabras que brotaba de su
boca mientras sus manos sordas permanecían impasibles, estrechamente
concentradas en el trabajo,representaba la mejor fuente de información de la que
su patrona, una vez relajada su efímera amistad con el vendedor Martínez,
disponía para enterarse de cómo se vivía en aquel pueblo, qué cosas ocurrían, y
qué clase de gente lo habitaba.
Fue también Maribel quien, el primer día laborable después del puente de agosto,
le contó a Sara que los recién llegados se apellidaban Olmedo.
—¡Ay, perdóneme, que ya sé que llego un poco tarde! –proclamó, como todo
saludo, al entrar taconeando en la cocina y encontrar a la dueña de la casa
sentada en una de aquellas sillas plateadas, tan raras, a las que no acababa de
acostumbrarse–. Es que vengo de casa del doctor Olmedo, ya sabe, ¿no?
—No, no sé –respondió Sara, y prestó más atención a la huidiza silueta del niño,
al que acababa de distinguir en el filo de la puerta, asomado sólo a medias–. Ven,
Andrés, pasa… Siéntate conmigo, aquí… Muy bien. ¿Has desayunado ya? –Él
afirmó con la cabeza–.
¿Seguro? ¿No te apetece tomar nada? –Él volvió a responder sin palabras,
negando esta vez, y Sara le cogió de la mano por encima de la mesa y la apretó
un momento entre sus dedos, mientras se preparaba para escuchar una historia
de médicos–. ¿No estará malo el niño, verdad?
—¿Qué niño?
—Pues tu hijo, Maribel, ¿qué niño va a ser?
Ella frunció el ceño para demostrar que esa última aclaración había acabado de
confundirla, y preguntó de nuevo.
—¿Y por qué iba a estar éste malo?
—Pues… –Sara resopló un momento, como si no pudiera seguir forcejeando con
tanto aire en el cuerpo, una sensación que solía acompañar al asombro cada vez
que aquella mujer inculta, pero de inteligencia despierta, se quedaba atascada en
una de sus profundaslagunas de incomprensión–, porque me acabas de decir que
venís de la casa de un médico.
—¡Ah, por eso! Ya me había asustado, y todo… Pero no, qué va –prosiguió ella,
mientras desembarazaba sus pies con cierta dificultad de las escarpadas sandalias
de tiras finísimas que imprimían un sonrosado relieve de líneas cruzadas sobre sus
empeines y alrededor de cada tobillo, para calzarse unas alpargatas muy viejas,
con el esparto deshilachado en el talón–, el doctor Olmedo es el dueño del
número 37, que acaba de llegar…
Anoche me llamó Jero para decírmelo, que el señor le había preguntado si conocía
a alguna mujer que pudiera ir a limpiarle, y yo…
Pues como loca, figúrese, después de haberla encontrado a usted, colocarme en
otra casa, aquí mismo, al lado, y tan cerca de la mía…
Voy a cambiarme.
Aquel día se había puesto su mejor ropa, la más nueva, un vestido rojo, ajustado,
de esa licra barata de mercadillo que pierde elasticidad en cada lavado, pero no