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—Pero a… a… ella, Rosario, ¿no?, pues sí la conocía…
Juan asintió con la cabeza y la señora Ruiz bajó la voz para afirmar lo que sólo podía ser una sospecha–. Y mucho. Juan volvió a asentir–. No me atrevo a ir a hablar con su hermano, no tiene sentido, le vi un momento el día del accidente y me dio la impresión de que estaba bastante peor que yo. Me dio hasta miedo, la verdad.
Pero usted, no sé… Igual me acaba mandando a la mierda, pero me parece que usted es distinto, y después de que nos encontráramos en aquel bar, pensé que, a lo mejor, a usted no le importaría hablar conmigo, y que a lo mejor sabría si… Ella no se atrevió a terminar la frase, pero él la completó sin dificultad. Comprendió que su interlocutora había acertado al reconstruir su relación con aquella mujer cuyo nombre le costaba tanto trabajo pronunciar, pero no se sintió incómodo ni ofendido por eso,como si el azar que los había reunido en el patio trasero de un bar de carretera en uno de los peores momentos de sus respectivas vidas, constituyera en sí mismo una garantía de intimidad suficiente. Juan Olmedo se miró en el espejo de aquella desconocida, y cuando se reconoció en sus ojos, comprendió que a ninguno de los dos les quedaba otro remedio que aprender a sobrevivir a los efectos de aquel desastre.
—Si lo que le preocupa es que su marido y mi cuñada llevaran mucho tiempo juntos, que fueran una pareja estable de amantes, puede quedarse tranquila porque no era así –hablaba despacio, en un tono premeditado para transmitir apoyo y confianza, como cuando pretendía disimular la gravedad de un diagnóstico ante cualquier paciente aterrorizado, y ella asentía casi en cada sílaba para demostrarle hasta qué punto se esforzaba por absorber todas sus palabras, sin sospechar quizás que él hablaba también para sí mismo, que iba escogiendo las palabras que necesitaba oír–. Estoy absolutamente seguro de eso. No sé ni cuándo ni cómo se conocieron, pero me apostaría cualquier cosa a que aquel fin de semana fue un episodio sin importancia para ninguno de los dos. Charo era una mujer muy atractiva, tremendamente guapa, y más que eso… Juan Olmedo se quedó pensando, intentando encontrar una fórmula inteligible para definir un instinto–. No sé, no puedo explicarlo. Sólo se me ocurren frases hechas, como de anuncio publicitario, una mujer irresistible, un aura deslumbrante, una máquina de seducir, y cosas por el estilo…
Pero así, exactamente así, era ella. Nunca he conocido a nadie que se le pareciera, ni en lo mejor ni en lo peor. Y desde siempre, desde que tenía catorce años, que fue cuando yo la conocí, estaba acostumbrada a que los hombres, los chicos entonces, zumbaran a su alrededor. Sin embargo, jamás llegóa estar satisfecha con lo que tenía, ni en aquella época ni después. Era como una condena, como un lastre, como una enfermedad de la que nunca logró curarse. No sabía disfrutar de las cosas, no era capaz de apreciar su valor, de extraer placer o alegría de los objetos, de los lugares, de las personas. Cuando conseguía algo, lo dejaba caer y salía corriendo detrás de un objetivo más difícil de alcanzar, y si actuaba así no era porque todo le pareciera indigno de ella, sino más bien por lo contrario. Era una enemiga feroz de sí misma, tenía una personalidad muy
autodestructiva. Le explico todo esto para que comprenda los motivos que
pudieron llevar a Charo a relacionarse con su marido.
Estoy convencido de que ella nunca intentó quitárselo, sino sólo complicarse la
vida un poco más, estar más insatisfecha aún consigo misma, tener un nuevo
motivo para seguir corriendo. Y seguramente, si no hubieran tenido el accidente,
su marido habría salido huyendo a la primera oportunidad. Estar al lado de Charo
era muy difícil. Mucho.
Eso lo sé porque la conocía muy bien, mucho mejor que mi hermano, pero ni
siquiera yo llegué jamás a entenderla del todo… La verdad es que nunca he
llegado a saber quién era en realidad. Por eso, lo que tendría que hacer usted es
olvidarla.
Un año y medio después, a la señora Ruiz le había resultado más fácil empezar a bailar sobre la tumba de su marido que olvidarse de Charo, pero Juan Olmedo se alegró por ella de todas formas.
Nunca había vuelto a ver a aquella mujer, que sin embargo le escribía de vez en cuando para informarle de los amargos progresos de su investigación, el ritmo al que estaba logrando reconstruir la larga y fecunda trayectoria adúltera de su marido. Susana Mendoza recuperósu nombre de soltera cuando eligió el odio, y aunque nunca llegó a contestar a ninguna de sus cartas, Juan comprendió su elección, porque odiar es más fácil. Por eso, en su último mensaje, el que llegó hasta Jerez, se despedía de él en el umbral de un nuevo principio. Había conocido a un hombre de cincuenta años, divorciado, con hijos mayores y ganas de complicarse la vida, y se había encontrado de repente tan repleta de fuerzas que estaban veraneando todos juntos en el chalet de Galapagar, la misma casa que se había prometido no volver a pisar después del 24 de abril de 1999. Mientras conducía desde Jerez hasta El Puerto, Juan se felicitó a sí mismo por haber resistido la tentación de romper en pedazos un sobre que parecía llegar desde el pasado, antes de leer la carta en la que aquella extraña, a quien el destino había convertido en una especie de doble de sí mismo, parecía asegurarle entre líneas que el futuro también era un lugar para vivir. Alfonso estaba esperándole en el vestíbulo del centro, tranquilo y recién peinado, con otros tres compañeros, dos de ellos más jóvenes que él, el menor casi un niño. Juan le estudió un momento a través de la cristalera, antes de entrar, y no llegó a arriesgar ninguna conclusión, pero su hermano, que le recibió con una jubilosa carrera y un abrazo, reaccionó bastante bien. La monitora de su clase le confirmó enseguida que Alfonso había mostrado al principio una recelosa y elaborada timidez, actitud por otra parte muy comprensible teniendo en cuenta que tanto el sistema como el ambiente eran nuevos para él, pero que ni siquiera eso le había impedido interesarse por las actividades de los demás y apuntar una buena capacidad de relación y de participación. Juan estaba lo suficientemente familiarizado con aquella terminología como para quedarse tranquilo, al menos, con respecto a la ausenciade impulsos violentos, la amenaza más temible de
cualquier fase de adaptación, y respiró, aceptando sin condiciones la pequeña
tregua que parecía ofrecerle el destino.
—Te lo has pasado bien, ¿no?
–se atrevió incluso a preguntarle a su hermano mientras caminaban hacia el
coche.
—Sí –admitió Alfonso–. Pero mañana no vengo, ¿eh? Hoy sí, pero mañana no,
porque ya he venido hoy, y entonces, pues no hace falta.
—Bueno –Juan sonrió, porque ya contaba con la complicada simpleza de aquellos
cálculos–, mañana es sábado y pasado mañana domingo, así que, desde luego,
no tendrás que venir. El lunes ya veremos…
—Vale –le respondió su hermano, tan incapaz de valorar cualquier expectativa a
largo plazo que no necesitaba más para darse por satisfecho.
Por el camino, Alfonso le contó algunas cosas. Que había visto una película, que
le había gustado la comida pero el postre no, porque era membrillo con queso y él
se había comido sólo el queso, que había coloreado una cartulina con acuarelas,
que la señorita era guapa, que habían salido dos veces al jardín, una por la
mañana y otra después de comer. Juan hablaba con él, le respondía, trataba de
animarle mientras estudiaba con el rabillo del ojo la silueta de los arbustos
diseminados a ambos lados de la carretera, quietos ahora, inmóviles, tan
indiferentes en cada rama, en cada hoja, como si hubieran brotado de la bucólica
voluntad de un decorador y no de sus raíces hundidas en el suelo. El levante se
había ido, y se había llevado con él la pesadilla de un paisaje que no le recordaba.
Juan, que seguía resistiéndose a creer en el improbable espíritu diabólico que
pudiera llegar a alentar en un simple fenómeno físico, se sorprendió confiando a
aquella calma sus propias pesadillas, y cuando encontró a Tamara sentada
tranquilamente en el porche de su casa, la caralimpia, el pelo recogido, vestida
con una camiseta y unos pantalones cortos que hacían juego, entre dos pilas de
tebeos usados, a su derecha los leídos, a su izquierda los que le faltaban por leer,
había olvidado ya todos sus temores, los pavorosos cálculos acerca de la variedad
de desastres que puede llegar a provocar una niña aburrida y sola en casa, a los
que su imaginación se había entregado con un fervor autónomo y morboso