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indicarle que la imitara–. Ven, míralo…
Juan tuvo que acercarse mucho al suelo para distinguir por fin un diminuto
cangrejo de mar cuyo caparazón de color sepia, con pequeños lunares más
oscuros, le asimilaba a la arena mojada con una admirable eficacia. El animal, que
había detenido cualquier movimiento al percibir la proximidad de aquellos dos
extraños, escapó inmediatamente, trazando una amplia parábola lateral con sus
patas simétricas, delgadas y frágiles como alambres, casi transparentes.
—¿Te has fijado? –preguntó Sara, siguiéndole los pasos–. No andan hacia atrás,
sino de lado.Juan no tuvo que esforzarse mucho para comprobar que su
interlocutora decía la verdad.
—¡Es cierto! –admitió, alborozado como un niño pequeño–. ¡Qué increíble!
—¿A que sí? –insistió ella–.
La primera vez que lo vi me quedé pasmada. Toda la vida oyendo lo mismo, y
ahora resulta que es mentira. Por eso me gustan. Porque no retroceden ante los
obstáculos, sino que los rodean, que es una manera distinta de huir. Son astutos, pero no cobardes, ¿te das cuenta? He decidido que me caen muy bien, los pobres cangrejos.
—Sí –Juan estaba de acuerdo–. Tanta mala fama, y tan injusta… Los cangrejos andan de lado.
Juan Olmedo estuvo pensando en eso antes de dormirse aquella noche, y volvió a recordarlo por la mañana, mientras Alfonso ofrecía una resistencia puramente formal, más que aceptable, al madrugón y el viaje hasta El Puerto. De lado, se repitió después, camino del trabajo, no hacia atrás, sino de lado, y se comprometió consigo mismo a no olvidarlo cuando llegaran los malos tiempos que sucederían inevitablemente a los peores. Cada trivial contratiempo doméstico, cada pequeño sobresalto cotidiano que lograba resolver –en un proceso que le estaba conduciendo desde una radical inexperiencia hasta un dominio de la rutina diaria de cuya amplitud él mismo se asombraba–, despejaba el camino hacia una vida que él nunca habría querido vivir y que estaba cada vez más cerca. Ante sus ojos se perfilaba un horizonte seco y monótono, sedimentado a partes iguales por el cansancio y la necesidad, el cansancio de ser siempre necesario, la necesidad de no poder reconocer jamás que estaba cansado. No lo había tenido en cuenta al marcharse de Madrid, ni en los agotadores días que nacieron del vértigo de la mudanza, cuando todo era nuevo, difícil, desconocido, y las fechas se evaporaban antes de tiempo sin prestarle horassuficientes para empezar siquiera la mitad de las cosas que quedaban por hacer. Primero fue el miedo, luego la prisa, antes y después las insignificantes incertidumbres de cada día, tan asfixiantes y livianas al mismo tiempo, tan incómodas y tan reconfortantes a la vez, poner las lámparas, colgar los cuadros, comprar cacerolas y sartenes, familiarizarse con el mercado, encontrar una asistenta, negociar con el jardinero, acoplar el horario del hospital con las jornadas de Tamara y de Alfonso, aprender que con un paquete de espaguetis y una lata de tomate frito pueden cenar tres personas sin abrir siquiera la puerta de una nevera vacía. Ahora, todo eso estaba hecho. Los electrodomésticos funcionaban, la despensa estaba llena, en los armarios dormía una manta para cada cama, todas las matrículas estaban pagadas, todos los muebles colocados, el jamón de las emergencias recién instalado en un jamonero nuevo, las llaves de la casa en el llavero de Maribel, y hasta una ATS desempleada esperando junto al teléfono a que él la llamara para hacer de canguro en sus noches de guardia.
Ahora ya no le quedaba más que esperar el verdadero principio de la vida que habría querido vivir con Charo, para empezar a vivirla sin ella, y adoptar el gesto imperturbable de un buen jugador de póquer para encajar con sobriedad aquel grueso sarcasmo del destino.
A veces, Juan pensaba que hasta tenía gracia, aunque no encontrara ningún motivo para sonreír a su suerte. Él era un médico excelente, uno de los mejores de su edad, de su especialidad. Por eso, se había acostumbrado a recibir durante años ofertas escalofriantes de algunas clínicas privadas de medicina deportiva, de
esas que florecían gracias a los meniscos y las tibias de los jugadores de primera división, a las muñecas de los tenistas, a las vértebras de los motoristas. La posibilidad de convertirse en una especie de niñeraforzosa de una docena de multimillonarios precoces y malcriados siempre le había parecido una imagen muy precisa del infierno de un traumatólogo, pero hasta ese destino habría asumido de buena gana a cambio de un sueldo de futbolista y de una simple oportunidad, por remota que fuera. Ahora, en cambio, él, que había estado siempre dispuesto a jugárselo todo por Charo, que le había repetido un millón de veces que por ella asumiría todas sus cargas, todos sus gastos, todas sus culpas, se había quedado con sus cargas y sus gastos, con las culpas de aquella mujer y con sus propias culpas, al ridículo precio de perderla definitivamente. Lo que iba a ser todo con Charo se había convertido en todo sin Charo, y ni siquiera podía echarle la culpa al azar, porque el único responsable de aquella situación era él mismo. Desde que aceptó que la capacidad de decidir no estaba en sus manos, Juan Olmedo nunca se había detenido a planificar con precisión el futuro de su vida privada. Lo que parecía una renuncia forzosa al control de su propia intimidad le había procurado muchos años de insatisfacción general y algunos momentos de sufrimiento muy intenso, y sin embargo, ahora comprendía que aquélla había sido una forma cómoda de vivir. El deseo irrefrenable, supremo, desesperado, de poseer a su cuñada por completo y para siempre, dejaba espacios libres en la superficie, un tiempo para él solo que se había esfumado al dividirse entre las reclamaciones de una huérfana y la tiranía de un deficiente mental. Juan, que echaba infinitamente de menos a Charo, el esporádico esplendor que había bastado para cohesionar los retazos de ciertos instantes aislados en el recuerdo de una vida entera, se resistía a aceptar que sentía una nostalgia semejante por el resto de su tiempo pasado, días neutrales e ingrávidos, como hechos de humo, para dormir hasta media mañana,para quedar a comer con un amigo, para pasar la tarde vagueando con el mando de la televisión en la mano, para leer, para ir solo al cine, para invitar a cenar a cualquier residente que se hubiera puesto a tiro, para ligar por sorpresa con una chica corriente en la barra de un bar. No hubiera querido aceptar que también echaba eso de menos, pero así era, y ahora que todo estaba hecho, cuando ya había borrado las señales que marcaban la dirección del camino de vuelta, cuando la agotadora maquinaria cotidiana había aprendido a funcionar sola, cuando Alfonso y Tamara dependían de él como nunca habían dependido de nadie, aquella vulgar nostalgia de sus antiguos ocios privados, de su irrecuperable pereza, de su aburrimiento, era lo que más miedo le daba.
Para desbaratar las amenazas del cansancio y la necesidad, no contaba con más fuerzas que la de su propia voluntad, una disciplina personal que se sometía a sí misma hasta el borde de la exasperación, pero la estrategia de los cangrejos le hacía compañía, y por eso procuraba recordar con metódica frecuencia que no andaban hacia atrás, sino de lado, rodeando los obstáculos en lugar de renunciar a superarlos. No lo olvidó cuando las mañanas empezaron a endurecerse de un frío blanco y noctámbulo, mientras las tardes se desprendían con pesar de los
últimos flecos de la luz del verano y las noches crecían para afirmar su vigor, su poder invernal y prematuro. No lo olvidó al celebrar las pequeñas victorias de su perseverante terquedad, cuando el colegio se hizo cargo de Tamara desde las nueve hasta las cinco y media, y Alfonso se resignó a subirse en el autobús sin protestar, y él empezó a encontrarse de repente con horas muertas a media tarde para descubrir que no sabía muy bien qué hacer con ellas, cómo aprovechar aquellos ratos en los que su hermano miraba mansamente la televisión y su sobrina se encerra–ba en su cuarto para hacer los deberes. No lo olvidó mientras emprendía nuevos ritos sociales, y aceptaba con ánimo creciente las invitaciones de Miguel Barroso para ir a comer juntos los domingos, o se acostumbraba a quedar de vez en cuando con alguno de sus colegas para tomar una copa antes de volver a casa, obligándose a desechar poco a poco sus terroríficas aprensiones acerca de las catástrofes que la menor de sus ausencias podría provocar en un tan trabajoso y precario orden doméstico. Y lo recordó a tiempo una noche de viernes de octubre, desapacible, fría, inclemente de lluvia y ráfagas de viento, una noche para estrenar la chimenea y no el teléfono de la ATS desempleada, que después de asegurarle que no tenía ningún problema para quedarse a dormir en su casa, no reprimió un comentario acerca de la nochecita que el doctor había escogido para salir de juerga por primera vez.
Es la despedida de soltero de un residente de mi servicio, explicó él, y me ha invitado aunque hace sólo un mes y medio que nos conocemos, así que no tengo más remedio que ir, ya, ya, contestó ella enseguida, si yo no digo nada… Al colgar, él se dio cuenta de que sus propias palabras le habían sonado a excusa poco convincente, y sin embargo, no sólo todo lo que había dicho era verdad sino que incluso estaba de acuerdo con aquella mujer en que no podía haber escogido una fecha peor para inaugurar su vida nocturna. Pero a las nueve en punto entró en el coche, y lo condujo con prudencia hasta Jerez, y encontró el restaurante a la primera, y saludó con buena cara a todos, y fue recíprocamente saludado, y se deslizó con la naturalidad de las costumbres conocidas en una cena alegre y previsible de excelente pescado y rancias bromas sexuales. No esperaba ninguna chica desnuda saliendo de ninguna tarta y no la hubo. Esperaba a cambio que alguien propusiera una solución al–ternativa, y la proposición llegó entre la primera y la segunda copa.
Yo me voy a casa, Miguel, estoy un poco inquieto por la niña y eso…, deslizó en el oído de su flamante jefe, su amigo más antiguo entre los comensales. Tú te vienes a Sanlúcar, Juanito, no me jodas, obtuvo como respuesta, nos tomamos una copa y nos vamos enseguida, las chicas no muerden, así que no me vengas con mariconadas… No estaba muy seguro de la categoría del antro al que sus compañeros se encaminaban con tanto brío, pero estaba claro que era un bar de putas, y él nunca se había sentido cómodo en esa clase de bares. El nombre escrito en letras luminosas prometía lo peor, pero el Lady.s resultó un local espacioso, con muebles muy nuevos y una iluminación reconfortantemente tenue. Tal vez por eso le impresionó tanto la irrupción de aquella chica vestida de rojo. Mientras se mantuvo a una distancia tranquilizadora, apartada del enjambre de
sonrisas golosas que revoloteaban alrededor de aquel prometedor y tardío grupo de clientes, Juan procuró mirarla con ojos de forense y llegó a conclusiones familiares, un metro setenta, sesenta y cinco kilos, cabello y ojos oscuros, raza blanca mediterránea, y un inquietante parecido con María Rosario Fernández, difunta. Llevaba el pelo más largo que Charo, y tenía los ojos más pequeños, los brazos más delgados, pero él sintió un escalofrío cuando la vio venir de frente. Ven conmigo, le dijo solamente, no te arrepentirás… Juan Olmedo negó con la cabeza, y no cambió de opinión, pero en aquel momento volvió a recordar que los cangrejos andan de lado. No hacia atrás, sino de lado.
La primera mañana de clase del curso académico 2000–2001, el aire del vestíbulo del colegio olía a judías verdes cocidas, muy pasadas. Tamara Olmedo Fernández, nueva, arrugó discretamente la nariz contra aquel aroma pocho y tristón, y anotó en su resquebrajado ánimo una flamante arruga paralela. Judías verdes a las nueve de la mañana, exclamó para sí misma, qué horror. Su reloj nuevo, que tenía cronómetro, segundero, calendario, y hasta luz, le confirmó que aún faltaban diez minutos para el timbre, y decidió apurarlos al aire libre, sentada en el escalón más próximo a la entrada principal del edificio. Aunque escogió una esquina, buscando al mismo tiempo la compañía de la pared y una posición poco expuesta, se dio cuenta de que casi todos los niños que trepaban por la escalera, tra–gándose los peldaños de tres en tres mientras se chillaban y atropellaban mutuamente para ejecutar sin sorpresas la partitura universal del primer día del curso, se detenían un instante al llegar a su altura, ante el reclamo de sus zapatos nuevos, de su mochila nueva, de su uniforme nuevo, de su rostro y su cuerpo nuevos de niña sola, desconocida. Tamara respondía a sus miradas con los ojos pacíficos, comprensivos, de quien llevaba todo un verano esperándolas. En otros septiembres, ella también había mirado así, con la misma curiosidad desprovista aún de toda expectativa, de todo aliento o recelo, a otros niños nuevos, como Ferrán, que era de Gerona y tenía un acento muy fuerte que al principio les hacía reír, o Laura, que aunque se apellidara López García había nacido en Kansas City y no hablaba bien español, o Felipe, o Silvia, o Carmen la rubia, o Nacho el alto, al que llamaban así desde que llegó, en tercero de primaria, para distinguirlo de otro Nacho más bajito, que era compañero de Tamara desde primero de preescolar. Ahora, Ferrán, y Laura, y Nacho el alto, veteranos ya de varios cursos, estarían acordándose de ella, preguntándose en voz alta cómo serían su casa, su colegio, sus amigos. O a lo mejor ni siquiera…, se atrevió a calcular con los labios cerrados, y esa sospecha terminó de apretar el nudo de su garganta, el irritante misterio de la melancolía que envolvía el recuerdo de aquel lugar tan aburrido, su viejo colegio, como si ella nunca hubiera llegado a aburrirse allí de verdad, como si en realidad le hubiera divertido alguna vez, como si ni siquiera contaran sus gustos, sus opiniones, sus sentimientos previos, a la hora de echarlo terriblemente de menos. Cuando la presión se hizo insoportable, las lágrimas se asomaron a la frontera de
sus párpados, pero ella las obligó a retroceder contando hacia atrás, primero desdecien hasta cincuenta de tres en tres, luego desde cincuenta hasta cero pensando sólo en los números impares, hasta que llegó al veintitrés con la certeza de que sus ojos estaban secos y entonces se detuvo.
Desde que vivía en la casa de la playa, sólo había llorado tres veces, una porque se acordaba de su madre y las otras dos porque estaba triste sin saber por qué, pero siempre lloraba de noche, cuando nadie podía verla ni escucharla. La tristeza habitaba permanentemente en ella como una fiera adormilada, agazapada en un pliegue de su estómago con el cuello tenso y las zarpas temblorosas de codicia, lista siempre para saltar, pero la mantenía a raya durante todo el día con sólo cien números, cien cifras justas que acudían en bloque a su memoria y se dejaban manipular sin quejarse, al contrario que los recuerdos. A ella le habría gustado que fuera al revés, que ciertas imágenes y voces que recordaba se irguieran o se agacharan según su voluntad, como los números que decidía saltarse o destacar en series de dos, de tres, de cuatro cifras, marcando una frecuencia que dependía tan sólo de la caprichosa necesidad de cada momento. Sin embargo, había aprendido antes de tiempo que algunos recuerdos no se pueden modificar, que su orden y su naturaleza permanecen intactos para siempre en la memoria por más que uno se empeñe en contarse a sí mismo una historia diferente, y por eso no se consentía a sí misma llorar salvo en la difusa frontera del sueño, cuando los contornos de los objetos se ablandan, y la ilusión de lo que se quiere saber cede sin alarmas a la nítida conciencia de lo que se sabe con certeza.
A Tamara Olmedo Fernández, nueva, no le gustaba que su casa verdadera, la fija, la de todo el año, fuera un chalet para veranear, con suelos de gres, y toldos verdes, y un porche con muebles de teca abierto a un jardín plantado de buganvillas e hibiscos que con–servan las flores hasta en invierno. Una casa auténtica siempre tiene suelos de madera, y ventanas o balcones pequeños en lugar de tanta cristalera, y más allá, árboles viejos cuya altura no puede abarcarse de un simple vistazo, y un eterno rumor de coches que pasan sin cansarse jamás. Las casas auténticas tienen que estar muy lejos del mar, pensaba Tamara, y sin embargo se comportaba como si todos los días encerraran la promesa de una fiesta perpetua, y respondía a la puntual violencia del otoño, que en cada amanecer le arrebataba una nueva hebra de la luz del verano, y con ella el penúltimo indicio de la ficción de normalidad que había envuelto su vida mientras duró el buen tiempo, forzando la intensidad de sus sonrisas. La de aquella tarde también sería radiante, porque nunca le contaría a Juan que su colegio olía a judías verdes cocidas. Aunque no habían vuelto a hablar del tema desde que se marcharon de Madrid, Tamara se daba cuenta de que su tío se había empeñado, con todo lo que tenía, en que aquella aventura saliera bien, y en ese empeño, que ella nunca había entendido, había algo más que la necesidad de cambiar de trabajo, más que una oportunidad de vivir todo el año en la playa, mucho más que una oferta de distracción, y del consuelo que su familia necesitaba. Tamara no había logrado descubrir las razones ocultas de aquella arbitraria y apresurada
mudanza, pero en la determinación de Juan, en ese optimismo barnizado con rachas de puro entusiasmo que casi nunca lograba abrillantar del todo el pálido color de sus incertidumbres, encontró un motivo suficiente para empeñarse ella misma en que su tío acabara teniendo razón.
Y cuando desfallecía, cuando entraba en una tienda y no entendía lo que el dependiente le decía, cuando el viento aullaba de noche como si pretendiera echarla de su propia cama, cuando el mar dejaba de oler a yodo para apestar a unpuré de algas podridas, recuperaba un recuerdo dócil y luminoso, una imagen que le dolía y que sin embargo no querría perder jamás, la memoria de una tarde sucedida mucho tiempo atrás, bajo la luz tibia y complaciente de un otoño mejor, más justo.
Su madre nunca le consentía que se fuera a la cama sin lavarse los dientes, nunca le perdonó el baño antes de la cena y siempre, hasta cuando salía de noche, revisaba sus deberes antes de arrastrarla a la bañera pero, a cambio, tenía ideas estupendas, de las que jamás se le ocurrieron a su padre. Ideas como aquella de ir a recogerla al colegio por sorpresa, el segundo día del curso, cuando aún no tenía clase por la tarde porque era de los pequeños, le faltaban cinco meses para cumplir seis años. Papá ha llamado para avisar de que no podía venir a casa a comer, le explicó mientras la llevaba en brazos hasta el coche, y he pensado que podríamos ir al centro, tomar una hamburguesa por ahí, y luego meternos en un cine, a ver esa película que te apetece tanto, ¿qué me dices? Ella apretó el cuello de su madre con los dos brazos y le dio muchos besos en la cara, porque no encontró palabras que expresaran mejor su júbilo. Y sin embargo, aunque fueron derechas a la Gran Vía, que era la calle favorita de las dos, y mamá le dejó que pidiera dos helados de chocolate de postre, y pudo elegir la mejor butaca de un cine vacío, aquella tarde acabó llorando, porque la película contaba la vida de una niña a la que unos tíos lejanos habían metido interna en un colegio después de que sus padres se mataran en un accidente de aviación, una historia muy bonita sólo a costa de ser también muy triste. Tamara salió del cine con los ojos hinchados, mustios de llanto, y aunque su madre la abrazó, y la consoló, e intentó animarla en el viaje de vuelta recordándole que, al fin y al cabo, la película acababa bien, porque laprotagonista encontraba una nueva familia entre las profesoras y las compañeras de su colegio, ella entró en casa sabiendo que todavía le quedaban lágrimas. Por eso, cuando su madre se sentó en una de las butacas del jardín, de aquel jardín de tierra con un simple emparrado y unos pocos árboles inmensos, como los jardines de verdad, Tamara se le subió encima, la miró de frente y le preguntó qué iba a pasar si un buen día ella se moría. Yo no me voy a morir, tonta, le contestó su madre con una sonrisa, pero a la vez debió de tomársela en serio, porque la acunó contra su pecho como si fuera un bebé y le dio muchos besos, de esos besos especiales que sabía dar ella, unos besos que no se parecían a ninguna otra clase de besos, besos con los labios apretados que se grababan en su frente, en sus mejillas, en su pelo, y tardaban una eternidad en deshacerse, besos como túneles, como puentes, como lazos con dos nudos, los besos de mamá, si yo no me voy a morir, repetía, no me voy a morir, y
sonreía, pero ella se echó a llorar de todas formas. ¿Y si te mueres, eh? Puede
ser, ¿o no? ¿Y si te mueres, qué? Entonces su madre se puso seria y rodeó su
cara con las dos manos, y la miró a los ojos, y habló bajito.
Si yo me muero, Juan te cuidará, le dijo, sólo eso, no te pasará nada malo porque
Juan cuidará de ti, eso le dijo, y no mencionó a su padre, ni a sus abuelos, no
habló de ningún colegio para niñas huérfanas ni de ninguna otra solución, ningún
otro remedio, ninguna otra persona, Juan te cuidará, repitió, y siguió besándola
hasta lograr que, al rato, dejara por fin de llorar.
Ahora, cuatro años después, cuando se notaba a punto de desfallecer, al borde de
un buen berrinche como los de los viejos tiempos, Tamara recordaba que lo había
perdido todo, que su madre había muerto a pesar de la confianza que bailaba en
sus sonrisas, que supadre había muerto también, pero Juan la cuidaba y eso era
suficiente. La generosidad con la que su tío había cumplido la promesa de su
madre merecía a cambio una lealtad ciega, sin fisuras. Y eso significaba que,
pasara lo que pasara, todo iba a salir bien. Tamara se lo recordó a sí misma con
firmeza mientras se preguntaba si sería capaz de encontrar algo que ofrecer a
Juan a cambio de aquel olor a verdura pasada que nunca confesaría, cuando