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—¿Qué haces aquí?
Andrés, que no solía decir hola al llegar, ni adiós al marcharse, la estudiaba con
los ojos ligeramente asombrados y sin embargo serenos con los que miraba casi
todas las cosas. Tamara se alegró de encontrarle mucho más de lo que había
previsto, y olvidó enseguida el prudente discurso que su tío le había soltado en el
desayuno para aconsejarla que no agobiara a Andrés, que no se le pegara como
una lapa durante todo el día, que comprendiera que él debía tener su propia
pandilla, sus propios amigos, y que estaría deseando verles, hablar, jugar con
ellos después de las vacaciones. Andrés es el único amigo que tienes aquí, le
había repetido al despedirla en la puerta del colegio, procura conservarlo y no lo
marees.
—Te estaba esperando –Tamara se levantó diciéndose a sí misma que, al fin y al
cabo, esperar a alguien no es lo mismo que marearlo.
—¡Ah! –Andrés no pareció asustarse de su respuesta–. ¿Y has entrado a ver en
qué clase nos han puesto?
—No, todavía no.
—Pues ven conmigo. Creo que ya sé cuál va a ser…
Andrés atravesó el umbral con decisión, sin volverse a comprobar si ella le seguía,
y Tamara se fijó en su mochila, muy limpia pero lavada tantas veces que ya no
podía leerse nada sobre su solapa, en loscontornos borrados y rotos de lo que
una vez debieron ser cuatro grandes mayúsculas rojas. El tirante de la derecha
estaba cosido con un hilo fuerte, negro, unos centímetros por debajo del hombro,
y tan deshilachado como el izquierdo. Era muy pequeña, tanto que su propietario
cargaba con un montón de libros en los brazos, y Tamara pensó que a Andrés le
iría mejor con su mochila vieja, que estaba un poco sucia pero era más grande y
mucho más nueva que aquélla, y estuvo a punto de ofrecérsela. Sin embargo,
cuando ya había abierto la boca, volvió a cerrarla, porque no estaba segura de si
su oferta sería bien recibida.
—Aquí es –dijo él, deteniéndose ante una puerta idéntica a todas las demás que
se abrían a ambos lados de un pasillo decorado con grandes cartulinas de colores,
dibujos y collages–. Vamos.
Entró en clase sin mirar a nadie en especial, aunque saludó a algunos niños con
un movimiento de cabeza y hasta respondió con un par de holas lacónicos a los
saludos más expresivos de algunos de sus compañeros. A cambio, Tamara
escuchó con claridad algunas risitas desde el fondo del aula, que su amigo intentó
identificar girando la cabeza, repeinada y húmeda de colonia, con una expresión
de violencia en la boca que ella nunca le había visto hasta entonces. Los risueños,
dos niños y una niña que cuchicheaban entre sí, no se dieron por aludidos. Andrés
escogió un pupitre lateral de una de las filas centrales y empezó a vaciar su
mochila sin decir nada. Tamara se sentó a su lado y le imitó.
—Me pongo aquí contigo –dijo sin mirarle–. ¿Vale?
—Bueno.
La profesora se llamaba doña María. Tamara calculó que tendría más o menos la
edad de Sara. Era bajita, menuda y parlanchina, e iba muy arreglada. Al entrar,
saludó por su nombre a casi todos los niños, incluido Andrés, y dedicó acada uno
un comentario agradable, qué guapo estás, cuánto has crecido, cómo se nota que
te has bañado mucho este verano, te sienta muy bien el pelo largo, y cosas por el
estilo. Al terminar, dijo que todos tenían que saludar con un cariño especial a dos
alumnos nuevos, y le pidió a Tamara y a otro niño rubio que se llamaba Iván que