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hubiera previsto, e intentó disimular el color de sus mejillas bajando la vista,
como si estuviera muy interesada en sus zapatos, mientras soportaba la
vergüenza de un aplauso general. Luego, cuando empezó el rollo de siempre
sobre el plan del curso, los programas de cada asignatura, el material que
tendrían que traer la semana siguiente, las fechas de las evaluaciones y los
mejores métodos para planificar los deberes, se sintió mejor, porque había
escuchado tantas veces rollos parecidos que ni siquiera le extrañó aquella nueva
versión sin eses.
A las once sonó un timbre.
Andrés reaccionó ante aquel sonido con una lentitud sorprendente hasta para
Tamara, que no esperaba encontrarse con nadie en el recreo y sin embargo
estaba ya cerca de la puerta cuando le vio sentado todavía, delante del pupitre.
—Para salir al patio tienes que coger por la izquierda, por donde hemos entrado –le dijo cuando por fin se decidió a recorrer la distancia que le separaba de ella con
pasos de viejo, cortos y cansados.
—¿Tú no vienes?
—No, yo… Tengo que hacer una cosa.
—¿Vas al baño?
Negó con la cabeza y echó a andar despacio, hacia la derecha.
No habría dado más de diez pasos cuando se volvió a mirarla, y la encontró
clavada en el pasillo, delante de la puerta de la clase.
Ella quiso interpretar aquella mirada como una invitación y seatrevió a preguntar.
—¿Adónde vas?
—A un sitio.
—¿A cuál? –él no le contestó, y Tamara empezó a caminar en su dirección–. Voy
contigo.
—No.
—Que sí, anda, déjame ir contigo. Si es que yo aquí no conozco a nadie y…
—Que no –él subrayaba su negativa moviendo enérgicamente la cabeza–. Que no
puedes venir, en serio.
—Pero ¿por qué? –ella dio un pisotón en el suelo para demostrar su impaciencia–.
¿Y por qué no quieres decirme adónde vas?
—Voy a ver a mi abuela –contestó Andrés por fin, casi con rabia–, que trabaja
aquí. ¿Estás contenta?
Tamara se puso colorada por segunda vez en aquella mañana y ni siquiera se
esforzó en encontrar una respuesta para aquella pregunta, como si el tardío
descubrimiento de que Andrés tenía una abuela que trabajaba en el colegio fuera
una razón suficiente para excluirla de cualquier plan. Cuando su amigo
desapareció por una puerta situada al final del pasillo, se fue al patio, se sentó en
un poyete y se dedicó a mirar cómo jugaban los demás. Un cuarto de hora
después volvió a ver a Andrés, que caminaba en su dirección con un gran
bocadillo de mortadela y cara de querer hacer las paces.
—¿Quieres un poco? –le dijo cuando se sentó a su lado–. Es muy grande…
—¿Te lo ha dado tu abuela?
–preguntó ella, que ya se había comido su donut, al aceptarlo.
—Sí. Es la cocinera.
—¿Y tienes que ir a verla todos los días?
—Todos. Pero sólo para recoger el bocadillo, que se enfada conmigo si me lo
traigo de casa.
Hoy era distinto, porque como mi madre no se habla con ella, hacía por lo menos