38956.fb2
poco más en silencio y volvió a ofrecerle a Tamara el último trozo–. ¿Lo quieres?
Yo ya no puedo más… De todas formas –añadió, mientras ella liquidaba el pan y
la mortadela–, no te habría caído bien. Es muy gruñona. Está todo el día
protestando y haciendo como que llora.
Tamara no quiso preguntar nada más, pero se dio cuenta de que Andrés estaba
no sólo más simpático, sino también más contento, como si la visita a la cocina le
hubiera quitado un peso de encima. Sin embargo, hasta él tendría que reconocer
que su abuela cocinaba muy bien, porque el arroz con tomate, el pollo asado y el
flan de la comida eran mejores que los que Tamara tomaba en su colegio de
Madrid. Después, mientras renunciaba a averiguar el origen de aquel olor mustio
a judías verdes que su nariz había dejado ya de percibir, salieron al patio y
estuvieron jugando con otros niños de su clase al pilla–pilla, que aquí se llamaba
de otra manera y tenía reglas ligeramente distintas. Ella no corría tanto como
Andrés, pero se lo pasó muy bien, y el siguiente timbre resonó ya en sus oídos
con el eco familiar de una condena vulgar y repetida. La primera clase de la tarde
se le hizo insoportablemente lenta, como siempre, y la segunda, a cambio, resultó
la más corta del día. Andrés se despidió de ella en la puerta de la clase, porque
tenía que ir a buscar a dos vecinos suyos que estaban en otro grupo del mismo
curso. Siempre venimos y volvemos juntos, le dijo, son esos dos con los que he
estado hablando en el patio, después de comer, ¿te acuerdas…? Ella no se
acordaba, pero le dijo que sí, y mientras salía a la calle pensó que había tenido
mucha suerte de que Andrés no la hubiera dejado sola para irse con sus amigos
hasta aquel momento, cuando su colegio nuevo había empezado ya a ser menos
nuevo y más colegio.Pensaba volver a casa andando, pero cuando aún caminaba
en paralelo a la valla, un BMW gris con matrícula de Madrid se detuvo a su lado
haciendo sonar la bocina.
Tamara lo reconoció enseguida, y tenía ya la mano en el picaporte antes de que
el cristal ahumado de la ventana descendiera, en un susurro lujoso de puro
imperceptible, mientras Sara se ofrecía a llevarla a casa.
—¿Qué tal te ha ido? –le preguntó, después de recibir un beso como premio por
la oportunidad de su aparición–. Hoy era el primer día, ¿no?
—Sí, y no ha estado mal, ¿sabes? La señorita parece simpática.
Andrés dice que es muy cursi, pero que no suspende, que es lo importante.
—¿Y qué tal Andrés? ¿Te ha presentado a muchos niños?
—Sí, bueno… Después de comer, hemos jugado al pilla–pilla, y nos lo hemos
pasado muy bien.
Lo malo es que muchas veces no entiendo lo que me dicen, porque usan muchas
palabras raras, y las normales, pues las dicen de una manera… rara, ¿no?, o sea,
como no dicen la ese y hablan como si cantaran…
—Ya te acostumbrarás.
—Sí, eso dice también mi tío, y que acabaré hablando igual que ellos, pero no sé
yo… De todas formas, como Andrés ya lo sabe, cuando yo no entiendo algo, me
lo explica, y eso es una suerte, ¿no?
Juan me ha dicho esta mañana que dejara tranquilo a Andrés, que no le agobiara,
que él tendría sus propios amigos y que le apetecería estar con ellos, pero hemos
pasado juntos casi todo el día. Eso también ha sido una suerte, aunque yo creo
que lo que pasa es que los mejores amigos de Andrés no están en nuestra clase,
sino en otra, y no ha ido a buscarlos hasta que ha sonado el timbre de la salida,
hace un momento.