38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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Sara sonrió para sí misma al recordar las recomendaciones conlas que Maribel y

ella habían abrumado al pobre Andrés durante los últimos días, un discurso

estrictamente inverso al que podía imaginar sin esfuerzo en la voz de Juan, hazte

cargo de que Tamara no conoce a nadie más, le habían dicho, ocúpate un poco

de ella, no la dejes sola, preséntale a otros niños, y le tranquilizó comprobar la

naturalidad con la que él había asumido aquella misión, porque la última vez que

hablaron del tema tuvo la impresión de estar insistiendo demasiado. Pensaba en

eso cuando su copiloto le preguntó a bocajarro si ella sabía que la cocinera del

colegio era la abuela de Andrés.

—Sí, claro –contestó, mientras buscaba en el bolso el mando a distancia que abría la verja de la urbanización–. Es la madre de Maribel.

—Ya –dijo Tamara, y no añadió nada más, como si necesitara meditar aquella respuesta.

Sara se preguntó si una niña de diez años tendría capacidad para sacar conclusiones de una información semejante y se equivocó a medias al calcular que no. A ella sí le había sorprendido que Maribel llevara a Andrés a un colegio privado, por muy cerca que le quedara de casa, sobre todo teniendo en cuenta que en el centro del pueblo había varios colegios públicos a los que el niño habría podido ir solo, en autobús. No se atrevió a preguntar por las razones que impulsaron a su asistenta a escoger una opción tan insensata, pero ella se las fue contando poco a poco.

El colegio de Andrés no le costaba ni un duro, porque su madre trabajaba allí y su convenio le daba derecho a disfrutar de una plaza gratuita. Habría preferido un millón de veces no tener que deberle el favor, pero cuando su hijo empezó a ir al colegio, ella estaba muy mal de dinero y trabajaba en varios lugares diferentes, limpiaba un par de oficinas, echaba horas en otras tantas casas, y se pasaba la vidaa salto de mata, cumpliendo con un horario diferente cada día de la semana, en unas condiciones absolutamente incompatibles con las necesidades de Andrés. Por eso había tenido que aceptar la oferta de su madre, que recogía al niño a las ocho en punto, una hora antes de la primera clase, se lo llevaba al colegio para darle de desayunar allí, y por las tardes se ocupaba de él hasta que su hija podía ir a recogerle. Además, añadió Maribel, la verdad es que el colegio es estupendo, tiene campos de deporte, piscina, laboratorio, dos horas diarias de inglés y un montón de actividades, así que no me arrepiento, sobre todo porque ahora Andrés es mayor y no necesita que nadie le cuide, así que ya no tengo por qué aguantar a mi madre. Ni siquiera la veo, precisó al final, y ya sé que va contando por ahí que soy una desagradecida, y una deslenguada, y… y cosas peores, pero no me importa. Bastante mal lo pasé yo cuando me dejó mi marido como para encerrarme en casa durante el resto de mi vida, pues sí, y con veinte años, era lo que me faltaba, hacerle caso a mi madre, a ella, que lo primero que me preguntó cuando se enteró fue qué motivos le había dado yo a Andrés para que se largara. Yo creo que le gusta, ¿sabe?, que mi marido le gusta, por muy raro que suene, aunque parezca mentira, debe ser eso porque si no, es que no lo puedo entender, las cosas que me dijo, las que me sigue diciendo, figúrese… Sara no necesitaba figurarse nada, porque comprendía cada palabra de Maribel con una precisión antigua y luminosa, que no le ahorró, sin embargo, un instante de desconcierto ante la dirección que tomaban las intuiciones de Tamara. —Te lo he preguntado porque…

Es que yo creo, no sé cómo explicarlo, pero es como si a Andrés le molestara mucho lo de su abuela, ¿sabes? Y el caso es que no lo entiendo, porque no es nada malo, ¿no?, pero… cuando hemos entradoen clase, esta mañana, unos niños se han reído de él, y luego, en el recreo, no me ha dejado acompañarle a

ver a su abuela, y me he quedado pensando… Es que a lo mejor a Andrés le fastidia no ver a su padre, bueno, eso sí, seguro que le fastidia, pero lo que quiero decir es… No sé, que él tiene una familia rara, ¿no?, o sea que es como si no tuviera padre y eso, pero teniéndolo, que es peor. Y no debería importarle porque ahora las familias raras se han vuelto normales, eso dice Juan, por lo menos, que antes ser hijo de una mujer soltera era horrible, y que tus padres se separaran, pues también, pero ahora hay muchísimos niños con familias así, y yo, por ejemplo, pues, aunque soy huérfana, vivo con mis tíos, en vez de estar interna en un colegio, y no pasa nada, nadie me dice que le doy pena, ni me llaman huerfanita, ni cosas así…

–hablaba con la cabeza muy tiesa y los ojos fijos en el muro de cemento que delimitaba el aparcamiento, aunque movía mucho las manos, como un recurso para encontrar las palabras que le faltaban, y cuando terminó, se volvió a mirarla–. ¿Tú qué crees?

—No lo sé, Tam. Yo creo que lo complicado de tener una familia rara es lo que se siente por dentro, no lo que piensan los demás –la niña cabeceó un par de veces, como si dudara, antes de insinuar un gesto de asentimiento–. Y supongo que tener una familia rara sigue siendo complicado, aunque antes era muchísimo peor, desde luego, en eso tu tío tiene toda la razón…

El último acto empezó en 1963, el primer sábado de febrero, en el guateque que celebraba su mejor amiga para festejar su dieciséis cumpleaños. Cuando Maruchi se la llevó a una esquina del salón con autoridad de anfitriona para decirle al oído que Juan Mari estabapor ella, Sarita nunca se había preguntado por qué su madre había tenido cuatro hijos en poco más de seis años y sin embargo Socorrito y ella se llevaban siete. A cambio, ya había empezado a darse cuenta de que Juan Mari la miraba con ojos de enamorado reciente, una novedad tan agradable que deslizó en su propia mirada ciertas gotas de una insospechada debilidad. Al acompañar a aquel buen chico de Vitoria, que estudiaba para ingeniero industrial, al espacio que hacía las veces de pista de baile, Sarita ignoraba todas las condiciones del acuerdo que doña Sara había pactado con Sebastiana antes de cogerla en brazos por primera vez, a los ocho meses. Quince años después, mientras otros brazos la mecían al compás de aquella canción hipnótica y dulzona, «sapore di sale, sapore di mare», decidió que celebraría su propio cumpleaños con una fiesta igual que aquélla, para ofrecer a Juan Mari, «…sapore di te», la ocasión de declararse. Pero a las diez menos cuarto, cuando se despidió de Maruchi entre risitas nerviosas, él insistió en llevarla a casa y aunque no tenía coche lo dijo muy claro, te llevo a casa, y Sarita comprendió que no necesitaba otra oportunidad. Caminó a su lado por la calle con las manos metidas en los bolsillos del abrigo y ganas de colgarse de su brazo, mientras calculaba cómo sería su vida si algún día llegaba a casarse con él, dónde vivirían, cuántos niños tendrían, cómo se llamarían, y no se dio cuenta de que nunca se había preguntado antes qué clase

de vida la esperaba. En el portal, él la miró a los ojos, sopló el flequillo lacio que se descolgaba a cada paso sobre su ojo izquierdo, y le dijo que esperara un momento, porque tenía que preguntarle una cosa muy importante. Sarita, que se sabía de memoria la historia del noviazgo de doña Sara con don Antonio, ignoraba que sus padres se habían comprometido también ante aquelportal, veintiún años antes de que ella naciera. Juan Mari le pidió que fuera su novia, y Sarita le dijo que sí. Él la cogió de las manos y ella se las apretó, él la besó en los labios y ella cerró los ojos porque era la primera vez.

Luego se despidieron hasta el día siguiente. Él estaba muy contento. Ella también.

Arcadio Gómez Gómez ingresó en la cárcel de la calle General Díaz Porlier el 16 de julio de 1939. El 17 de julio, a última hora de la mañana, fue juzgado por un Tribunal Militar, que no pudo condenarlo a muerte al día siguiente porque era fiesta, pero dictó sentencia a primera hora del día 19. La ejecución no se llevó inmediatamente a cabo porque aquella misma tarde las autoridades de la prisión recibieron una llamada de teléfono. La esposa de un glorioso ex combatiente, heredera de la fortuna de una gran familia, quiso interesarse por la suerte del prisionero, y el oficial que estaba a cargo de las ejecuciones decidió relegar por plazo indefinido el expediente de Gómez Gómez al último lugar de una abultada pila de asuntos pendientes, haciendo gala de una intuitiva prudencia que le resultaría de gran ayuda para ascender a general en pocos años. Un par de semanas antes, el diario «ABC» había publicado, entre otras muchas de semejante naturaleza, una nota que daba fe de las quinientas pesetas que algunos vecinos del inmueble situado en el número 10 de la Corredera Alta de San Pablo habían regalado entre todos a la portera de su casa, como una forma de reconocer, que no de saldar, la impagable deuda de gratitud que habían contraído con ella durante los peores momentos del terror bolchevique. Fue aquella anciana, que efectivamente llegó a arriesgar su vida al oponerse a algunas patrullas de milicianos incontrolados que pretendían hacer un registro del edificio, quien vio una mañana en la plaza de SanIldefonso a Sebastiana Morales Pereira, inquilina de una de las buhardillas de su casa y mujer de un fontanero ugetista, luego soldado, más tarde cabo, y suboficial, y hasta capitán del ejército republicano, al que parecía haberse tragado la tierra. Le llamó la atención que su vecina se parara en seco, en medio de la acera, y que después de mirar al suelo, echara un vistazo codicioso a un lado, y luego al otro, antes de inclinarse para recoger un objeto que enterró a toda prisa en un bolsillo. La portera forzó el paso. Al principio había creído que Sebastiana se había tropezado con un monedero, pero llegó a tiempo para descubrir que se trataba de una cajetilla de tabaco, y ató cabos. No consta que recibiera recompensa alguna por entregar a Arcadio Gómez Gómez a las autoridades. Sarita no tenía llaves de casa.

Cuando llamó al timbre, a las diez y doce minutos, doña Sara la recibió con el índice de la mano derecha sobre la esfera del reloj que llevaba en la muñeca de la mano izquierda. Su ahijada respondió abrazándola con fuerza para depositar dos

grandes y sonoros besos en sus mejillas antes de disculparse, lo siento, mami, pero es que me lo estaba pasando tan bien que… se me ha ido el tiempo sin darme cuenta, ésa es la verdad, no puedo decirte otra cosa. Aquel arrebato de cariño, como una inesperada reedición de los que habían jalonado la infancia de aquella niña siempre afectuosa y buena hasta que enfermó de la agria hosquedad de los adolescentes, ablandó a doña Sara más que el color subido, gozoso, que incendiaba el rostro de Sarita para confirmar la sinceridad de sus excusas con tanta rotundidad como si las llevara escritas sobre la frente. Sin embargo, chistó con los labios para imponer silencio, porque sabía que su marido, que estaba ya sentado a la mesa, tamborileando con tres dedos de la mano izquierda sobre el mantel porsi alguien conservaba alguna duda acerca de hasta qué punto le irritaba tener que retrasar la cena por culpa de aquella extravagante prueba de la debilidad de su mujer, jamás iba a mostrar la menor comprensión ante los errores de su ahijada, que, en su opinión, debería seguir comiendo y cenando en la cocina, por muy bien que hubiera aprendido a utilizar los cubiertos. La permanencia de la niña en aquella casa estaba supeditada a una regla básica. Doña Sara era la madrina de Sarita, pero eso no significaba que don Antonio fuera su padrino. Sara le trataba poco, siempre de usted, y procuraba pasar lo más desapercibida posible en su presencia, porque sabía que aquel malhumorado inválido le pediría cuentas a su mujer por todo lo que ella pudiera llegar a hacer mal, y le atemorizaban sus represalias.

Las dos mujeres que cenaron con don Antonio Ochoa aquella noche sabían, por tanto, que lo mejor, lo más prudente, sería mantener la boca cerrada para engullir en silencio la cena, pero Sarita estaba tan excitada, tan asombrada y tan satisfecha al mismo tiempo por los acontecimientos que habían ensanchado su vida de repente, que olvidó las reglas, y rompió uno de los larguísimos silencios que solían intercalarse entre la verdura y el pescado para preguntarle a su madrina si ella también podría celebrar su cumpleaños con un guateque. El aire se volvió espeso, denso como un estanque de niebla transparente que don Antonio atravesó con una mirada súbita, furiosa y aguzada, para herir los ojos de doña Sara, obligándola a desviar la vista hacia el mantel. No sé, hija, no sé… A Sarita no se le pasó por alto aquella mirada, pero no supo interpretar las justas dosis de incredulidad y de cólera que se habían fundido en ella. Al fin y al cabo, también sabía que a don Antonio no le gustaba celebrar fiestas en casa.Sebastiana Morales Pereira entró a trabajar como criada en casa de los señores de Villamarín un día de primavera de 1920. Durante la primera semana, lloró todas las noches, porque se sentía muy sola y estaba asustada, y porque sólo tenía doce años. Sin embargo, cuando su madre le anunció que le había encontrado una colocación en una casa buenísima, de una de las mejores clientas del taller, no tuvo motivos ni para reprochárselo ni para asombrarse de la noticia. Sus dos hermanas mayores habían empezado a servir a una edad semejante, y en casa quedaban todavía dos niños más pequeños. El primogénito se había reenganchado en la Legión después de hacer el servicio militar en Marruecos pero, a pesar de todo, en el piso de la calle Espíritu Santo donde Sebas había

vivido hasta entonces seguían sobrando bocas y faltando pesetas. La madre, Socorro, trabajaba como planchadora en un taller que estaba justo enfrente de su casa, y no descansaba ni para comer. Sebas, que dejó de ir al colegio a los ocho años pero tuvo tiempo para aprender a leer, escribir y hacer cuentas sencillas, se ocupaba de la compra y la comida, y atendía a sus hermanos pequeños hasta que su madre volvía del taller, reventada después de estar doce horas de pie, y casi siempre de noche. El padre se pasaba el día entero en la calle, buscando trabajo según él, aunque nunca parecía encontrar otra cosa que mostradores repletos de botellas de vino barato. Quizás por eso, Sebas se fijó en Arcadio Gómez, un chico guapo pero muy tímido, serio y callado, que trabajaba como fontanero y al que veía de vez en cuando en su chiscón de la Corredera Alta, un agujero oscuro con puerta a la calle donde su padre y él guardaban el material y recogían los avisos. Por aquel entonces, ya estaba hecha una mujer y no le disgustaba su trabajo. Como la señora confiaba ciegamente en ella, casitodos los días la mandaba a la calle con algún encargo, y muchas veces hasta le pedía que se llevara a la niña, su hija Sara, que era siete años menor que aquella chica tan espabilada y tan responsable a la vez. Aparte de las tardes de los jueves, Sebas iba a la calle Espíritu Santo un par de días por semana, a llevar y recoger ropa para planchar, porque había logrado desviar los encargos de la señora de Villamarín y de algunas de sus conocidas hacia su madre, que ahora trabajaba en casa, estaba menos horas de pie y ganaba más del doble que antes por cada pieza planchada, cobrando más barato a sus clientas.

En todas aquellas expediciones, y aunque solía llevar a la niña de la mano, siempre pasaba por la Corredera Alta, a la ida y a la vuelta, buscando a Arcadio y dejándose buscar por él, hasta que se hicieron novios formales. El noviazgo duró siete años, los que tardó el novio en ahorrar el dinero necesario para independizarse de sus padres, mientras la novia reunía el ajuar y se cosía su propio traje de boda. En 1932, Sebas pudo casarse por fin, vestida de corto y de negro, sin ramo, pero con una gardenia prendida en el pecho, como se habían casado todas las mujeres de su familia.

Algunas noches, cuando no podía dormir, Sarita pensaba en qué ocurriría si Juan Mari y ella siguieran siendo novios durante años y años, hasta que llegara el momento de hacer planes serios para casarse. Sabía que era muy pequeña todavía para andar preocupándose por esas cosas, pero el insomnio pintaba de negro la penumbra irisada de su cuarto infantil, torturando los perfiles de todos esos muebles fabricados a escala diminuta y lacados en blanco, que la desafiaban como signos de una apuesta perdida contra la velocidad del tiempo. Era esa carrera lo que la angustiaba. Juan Mari, que empezaba a gustarle de verdad, tanto que ya podía reconocer ante sí misma que,al fin y al cabo, le había dicho que sí sólo porque era el primer chico aceptable que se le declaraba, estaba a punto de terminar primero de Industriales. Sarita también quería ir a la universidad.

Aunque su asignatura favorita eran las matemáticas, tenía casi decidido que estudiaría Francés, igual que Maruchi, porque Exactas no parecía carrera para una

chica.

Pero siempre había sido una buena estudiante, y cinco años pasan pronto, tanto que aún se asombraba de que las piernas no le cupieran ya en el hueco del escritorio donde antes se sentaba a hacer los deberes. Y si no era Juan Mari, sería otro, cualquier otro muchacho de una buena familia del barrio de Salamanca que habría sido vagamente informado, al conocerla, de que Sara Gómez Morales se había quedado huérfana de padre y madre siendo apenas un bebé, y había sido adoptada entonces por una pareja de amigos íntimos de sus padres que no quisieron privarla de sus apellidos originales. Ésa era la historia que doña Sara había contado siempre en el colegio, la que sabían sus amigas, sus compañeras de clase, los chicos de su pandilla, pero no era la verdad. La verdad se manifestó por su cuenta en un mesón de la calle Mayor durante una tarde de primavera de aquel año terrible de 1963, en el convite de la boda de su hermana Socorro, al que asistió en un lugar destacado de la mesa de los novios, sentada entre su padre, Arcadio Gómez Gómez, y su madre, Sebastiana Morales Pereira. Ninguno de los dos llegó a percibir la ausencia de su hija menor mientras ella permanecía atrapada sin remedio, desde el primer plato hasta la tarta, en la expresión de asombro, de escándalo o de horror que estaría deformando los labios de su novio si algún espíritu maligno le hubiera invitado a contemplar aquella escena. Si el tiempo no se detenía, si los años seguían deslizándose sin pausa por la resbaladiza pendiente delfuturo, Sara tendría que contarle algún día la verdad a un inminente, acaudalado, elegante y educadísimo marido. Sólo de pensarlo, sentía que las piernas se le agarrotaban de miedo. No se puede engañar a un marido, se repetía; a una amiga, a un conocido, a una compañera sí, pero no a un marido. Ésa era la pesadilla que atormentaba a Sara Gómez Morales cuando creía que el futuro estaba en su sitio, y que su destino no le reservaba un obstáculo mayor que aquella imaginaria y tremenda confesión que no le consentía dormir por las noches.

Antonio Ochoa Gorostiza era el más alto y robusto de sus hermanos, y su madre estaba segura de que iba a salvarse. Ella había hablado mucho con Dios, y con la Virgen del Carmen, antes de embarcarse por tercera vez en aquella aventura tan amarga, el implacable designio para el que había sido tan engañosamente preparada. Su hijo mayor, Francisco, enfermó a los tres años, cuando aún no conocía palabras suficientes para explicar lo que le estaba pasando, el extraño, indoloro hormigueo que precedió a la pérdida del control sobre la musculatura de su pierna derecha, y luego de los músculos del cuello, y después de las manos, perfectas e inútiles como las de un muñeco, un muñeco de cabeza torcida y ojos grandes, abiertos a un mundo deformado en una perpetua línea diagonal. Su hija Carmencita, que nació tan lucida y tan sana como su hermano mayor, tuvo un proceso muy diferente. Acababa de cumplir doce años y era ya más alta que su madre, cuando su cuerpo se desbarató en unos pocos meses, brazos, piernas, cuello, manos y pies aflojándose de pronto como un globo grande y hermoso que, cuando empieza a ganar altura, se pincha por accidente con la rama de un árbol. Tres años más tarde, su madre tuvo que organizar el entierro de su hijo mayor en

la fecha que había previsto para la puesta de largo de su única hija, que asistió a los funerales ensilla de ruedas. Los médicos no sabían a qué causas obedecía aquella cruel epidemia, pero desaconsejaron con energía un nuevo embarazo. La señora de Ochoa les preguntó si estaban seguros de que la enfermedad, que parecía haberse debilitado desde que atrapó a Francisco hasta que se cebó en Carmencita, afectaría también a un tercer hijo y no se atrevieron a confirmárselo, así que ella optó por hablar con Dios, y cuando tuvo a su hijo entre los brazos, comprendió que Dios la había escuchado. Con más de cinco kilos de peso y el aspecto de un bebé de tres meses, Antonio fue el recién nacido más rollizo que su familia pudo exhibir jamás, y creció mucho, fuerte, sano y salvo, hasta llegar a adulto. Era ya todo un hombre, con estudios y hasta con novia formal, cuando, al borde de los veinticuatro años, su madre se dio cuenta de que tenía algo raro en la espalda. El omóplato derecho parecía haberse hundido y no acusaba los movimientos del brazo. Aquella noche la señora de Ochoa lloró como hacía muchos años que no lloraba, pero no le dijo nada a su hijo. Él mismo se dio cuenta de lo que le pasaba algún tiempo después, sólo unas semanas antes de su boda con Sarita Villamarín. Consultó el problema con su madre y ella le aconsejó que no le dijera nada a nadie. Yo hablé mucho con Dios y con la Virgen del Carmen mientras te esperaba, le dijo, y Ellos me escucharon, estoy segura. El omóplato es una parte del cuerpo que no sirve para nada, y esto no tiene por qué estar relacionado con la enfermedad de tus hermanos, que siempre empezó afectando a las extremidades, los brazos o las piernas. Ni se te ocurra mencionárselo a Sara, ¿para qué? La disgustarías sin necesidad, por una tontería…

A pesar de que no se había atrevido a volver sobre el tema desde que don Antonio creyó darlo por zanjado con aquella mirada fu–ribunda, Sarita estaba segura de que el último sábado de mayo celebraría su dieciséis cumpleaños con un guateque. Esa seguridad obedecía a un mecanismo de pura costumbre. Siempre, desde siempre, Sarita se había salido con la suya, y más que nunca en las ocasiones especiales, como la Navidad o los aniversarios. Mimada y consentida hasta más allá del último límite saludable por una mujer condenada desde su juventud a convivir maritalmente con la amargura, Sarita estaba acostumbrada a tener más cosas, más nuevas, más bonitas, más modernas y más caras que cualquiera de sus amigas, y a no preguntarse jamás por qué. Las preguntas sobraron mientras las lágrimas se encargaban del trabajo sucio con eficacia. Doña Sara acusaba el llanto de su ahijada como un fracaso personal, y recurría a cualquier medio que estuviera al alcance de su cuenta corriente para remediarlo. Era cierto que, en los dos últimos años, desde que empezó a sentirse en su cuarto como en una ilustración de «Alicia en el País de las Maravillas», justo después de que la protagonista del libro mordiera esa galleta que la hacía crecer desmesuradamente, Sarita percibió que su relación con su madrina estaba empezando a cambiar, pero no le dio importancia, porque ninguna de sus amigas se llevaba ya bien con su madre. Todas las madres intentaban prolongar a la desesperada la extinguida infancia de sus hijas, todas coincidían en prohibir que

se pintaran, que llevaran tacones, que salieran con chicos, que llegaran más tarde de las nueve, y luego de las nueve y media, y finalmente de las diez de la noche. Todas las hijas se resistían, chillaban, se enfadaban, se echaban a llorar, llegaban tarde a casa por sistema, mantenían sus noviazgos en secreto y echaban el pestillo para encerrarse en su cuarto. Su caso no tenía por qué ser diferente, excepto en el detalle de que ella, al final, se salíasiempre con la suya, igual que antes. Sarita creía que este forcejeo perpetuo justificaba de sobra las señales de cansancio que afloraban al marchito rostro de su madrina en una fase cada vez más precoz de sus encarnizadas discusiones, y nunca se le ocurrió atribuir otro significado a la desgana con la que doña Sara acababa cediendo al final. Ésta tampoco mencionó jamás ante su ahijada las claves ocultas de aquel conflicto, gratitud, ingratitud, infancia, madurez, compromiso, plazo, palabras que mantenía a raya en el borde de sus labios, sin consentirse a sí misma el alivio de pronunciarlas por una extraña mezcla de orgullo y pudor.

Por eso, a primeros de abril, y aprovechando una visita de Amparito, la otra ahijada de doña Sara, una sobrina segunda suya que vivía en Oviedo y a la que su madrina no le tenía cariño, Sarita decidió empezar a estar triste, a suspirar sin motivo por el pasillo, a quedarse callada de repente con los ojos fijos en el vacío y un silencio amargándole la boca. Ya era un poco mayor para llorar, pero confiaba en que aquel súbito acceso de melancolía, que durante toda la Semana Santa contrastó con la ñoñería cursi y provinciana de Amparito, resultara suficiente. Sara Villamarín Ruiz nació por sorpresa, cuando su madre se había cansado ya de repetir a cada paso que Dios estaba loco, tantos pobres cargados de críos sin un trozo de pan que llevarse a la boca, su única hermana, casada con un chupatintas asturiano de poca monta, pariendo hijos un año sí y otro no, y ella con el sueño intacto de tener un bebé entre los brazos y una docena de sábanas de cuna apolillándose en un cajón. El señor Villamarín, dispuesto a todo antes que a dejarle un duro a sus sobrinos políticos, estaba considerando ya la posibilidad de reconocer a algunos de sus hijos naturales cuando su mujer, que a los cuarenta y cinco años creía haber consumidoel último trago de su infertilidad, le anunció, con más estupor que júbilo, que no estaba menopáusica, sino embarazada. Aquello, más que una buena noticia, era un milagro, y todo se desenvolvió con la natural facilidad con la que acontecen esa clase de prodigios. En el otoño de 1915, la madre añosa parió, sin más dificultades que las previsibles, a una niña sana y sonrosada, y su padre, que había creído preferir un varón hasta el instante en que la miró a la cara, tiró la casa por la ventana y se juró a sí mismo que nada ni nadie impediría que aquel bebé llegara a ser una mujer feliz. Pero ni siquiera el amor más intenso es capaz de invertir la marcha de los relojes, y a medida que el cuerpo de su hija crecía en estatura, aumentaba también el aburrimiento de una niña abocada a vagar sola por las estancias de un piso inmenso y sombrío, con las persianas siempre entornadas y un ejército de criados achacosos que seguían ejecutando con puntual indiferencia los ritos domésticos instaurados por un cuarto de siglo de vida sin niños, ignorando los requerimientos de ese estorbo con piernas al que se referían respetuosamente como «la señorita». Para remediar su

soledad, la señora de Villamarín invitaba a pasar temporadas de vez en cuando a una sobrina suya que se llamaba Amparo, pero ésta, aun siendo la menor de sus hermanos, era bastante mayor que su hija, y las dos niñas, que se tenían cariño, no se divertían mucho juntas. Durante muchos años, con Amparo o sin ella, en aquella gran casa de la calle Velázquez la salvación se llamó Sebastiana. Sarita la seguía a todas partes, con la tenaz admiración que habría volcado en los hermanos mayores que no tenía, y apreciaba su brío y su energía como un raro tesoro. Sin embargo, cuando Sebas se casó, la señorita ya era muy bien recibida en los selectísimos círculos sociales que frecuentaban sus padres, y no la echó de menos.Poco después, anunciaba su compromiso con Antonio Ochoa Gorostiza, un chico joven y guapo, de muy buena familia y con perspectivas de heredar una fortuna considerable, aunque indiscutiblemente menor que la que estaría a su propia disposición en pocos años, para que sus padres acogieran la noticia con un alborozo tan firme como la certeza de haber hecho ya por su hija todo lo que estaba en sus manos hacer.

Temerosos de no llegar a conocer a sus nietos, coincidieron con su futura consuegra en la conveniencia de no dilatar mucho la boda, y celebraron la entereza de aquella mujer que se mantuvo firme en la fecha señalada a pesar del lamentable accidente que le había costado la vida a su hija Carmencita. El accidente, del que nunca llegaron a conocer los detalles, consistió en que aquella desdichada se las arregló para tragarse, sin otra ayuda que su propia saliva, todos los calmantes de un tubo que sólo pudo sostener apretándolo con su único dedo hábil contra la palma de la mano derecha. Cuando la encontraron muerta, tenía la boca llena de pedacitos de una pasta blanca salpicada de motas rosa, restos de las últimas pastillas que masticó con furia al no ser ya capaz de ingerirlas. Su entierro, más clandestino que íntimo, no empañó la brillantez de la boda de su hermano Antonio, que se celebró unas semanas después, en la primavera de 1935. Los invitados dejaron de comentar que el novio valía más que la novia cuando Sarita apareció con un espléndido vestido de raso blanco y un velo kilométrico de encaje de Malinas sujeto por una diadema de perlas y brillantes que habría podido competir con las de Victoria Eugenia, y disfrutaron enormemente de la solemnidad de la ceremonia y de la opulencia del banquete, que convirtió los salones del Ritz en un oasis de bienestar y tradición, una privilegiada medicina para el espíritu en aquel Madrid lleno de obreros arrogantes ypasquines revolucionarios, que se levantaba cada mañana un poco más hostil, un poco más desconocido y peligroso. Todos lloraron pero, sobre todo, lloró la madre del novio, que alternaba las lágrimas con sonrisas radiantes. No era para menos. Acababa de endosarle un futuro inválido a una de las herederas más ricas de la capital. Antonio Ochoa Gorostiza, que se quejaba de vez en cuando de un extraño, indoloro hormigueo que se apoderaba por sorpresa de la mitad derecha de su espalda, estaba ya casado con Sara Villamarín Ruiz. En lo bueno y en lo malo. En la salud y en la enfermedad. Y para toda la vida. Los lunes eran días de colada y limpieza general. Los martes, a media mañana, venía una mujer que se encargaba de planchar y almidonar la ropa recién lavada.

Sarita apenas la conocía, porque estaba todo el tiempo encerrada en el cuarto de la plancha pero, a cambio, se divertía mucho con Pura, la zurcidora de los miércoles, que era mucho más sociable y prefería sentarse a remendar la ropa en un rincón de la cocina, dándole palique a la cocinera. Ella se encargaba también de la costura basta, y confeccionaba paños, gamuzas, delantales, fundas para los muebles y otros trabajos que no requirieran más pericia que la tenacidad de sus puntadas. Un par de veces al año venía también doña Alicia, la modista que se ocupaba de la ropa de Sarita y, sólo muy de vez en cuando, conseguía algún encargo de la dueña de la casa. Nada la hacía más feliz que aquellas aisladas muestras de confianza de doña Sara, porque sabía que la señora de Ochoa se vestía en una gran casa de modas situada al lado de la Puerta de Alcalá, y por eso se esmeraba tanto en el vestuario de su ahijada, para quien llegó a hacerse odiosa a base de probarle cuatro o cinco veces cada vestido. Los jueves a media mañana aparecía Encarna, la peluquera de la seño–ra, que no se acababa de animar a ir a la peluquería y prefería arreglarse en casa, como se había arreglado su madre toda la vida. El ciclo se completaba los viernes por la tarde con la visita de la manicura, Encarnita, la hija de Encarna. Desde que cumplió quince años, Sarita empezó a coincidir con su madrina en esa cita, que se convertía en una semanal fuente de conflictos cada vez que ella advertía que quería pintarse las uñas de rojo para que doña Sara desautorizara enseguida cualquier esmalte que no fuera un simple barniz transparente. Al margen de estos altercados rituales, la vida de Sara Gómez Morales era tan ordenada como la marcha de la casa donde vivía. Se levantaba todas las mañanas a las ocho en punto, consumía con apetito el desayuno que la estaba esperando en una bandeja, iba andando al colegio, volvía a casa para comer, regresaba a tiempo para las clases de la tarde, alargaba el definitivo camino de vuelta charlando con sus amigas, merendaba, hacía los deberes, salía de paseo o de compras con su madrina, encontraba el baño preparado a las ocho y cuarto, se bañaba, se ponía alguno de sus juegos de bata y camisón, cenaba y, un rato después, se iba a la cama. El único cambio que el paso del tiempo llegó a introducir en este esquema fue responsabilidad de Juan Mari, que la llamaba por teléfono todas las noches y algunas veces iba a buscarla a media tarde, para que saliera un rato con él a tomar un café o a dar un paseo. A Sarita le encantaban estas visitas, pero una tarde de abril, cuando todavía tenía el teléfono en la mano porque acababa de quedar con su novio en verse media hora después, tuvo que llamarle a toda prisa para cancelar la cita. Doña Sara acababa de advertirle que esa tarde no podía salir porque tenía que acompañarla a la modista. ¿Qué le pasa a doña Alicia?, preguntó ella, extrañada, ¿está enferma? No, doña Sara son–rió, no vamos a ver a doña Alicia, vamos a ir a otro modisto, a mi modisto… Si vas a dar una fiesta por tu cumpleaños, necesitarás un vestido nuevo, algo especial, y tenemos que escogerlo ya, no nos queda mucho tiempo…

Arcadio Gómez Gómez pensaba que no le interesaba la política, pero la primera vez que oyó hablar de la conciencia de clase aprendió a ponerle un nombre a su rabia.

Aquel descubrimiento le cambió la vida. Su padre, que creía en Dios y en que siempre tendría que haber ricos y pobres, le advirtió que a él no le viniera con paparruchas.

Su novia, que compartía esa indolente conformidad con la miseria a la que él no había querido resignarse nunca, le pidió que no se metiera en líos, ahora que les faltaba tan poco para casarse. Pero Arcadio no se desanimó. Él quería a su padre, que había trabajado como una bestia de carga para asegurar el pequeño decoro con el que vivían, y estaba muy enamorado de Sebas, pero sentía que en su corazón había espacio de sobra para más gente, y cuanto más pensaba, mejor comprendía que también se debía a ellos, a todos los desconocidos de su otra familia, la infinita familia universal de los que no tienen nada. Por eso se afilió al sindicato, empezó a asistir a todas las reuniones y, al final, cuando comprendió cómo podría ser más útil, se apuntó al curso de alfabetización que organizaba don Mario, un joven maestro de escuela que, después de pasarse el día entero bregando con los dichosos críos, enseñaba a los obreros a leer y a escribir en su propia casa, sin cobrarles más que su propia fe. A Sebas se le saltaron las lágrimas la primera vez que su marido le leyó de corrido el rótulo de un escaparate. Sólo por eso, y por lo guapo que se ponía Arcadio cuando intentaba convencer a los demás de que tenía razón, empezó ella a mirar con simpatía aquella causa. En pocos años, aquel hombre que traba–jaba desde que cumplió siete y nunca había tenido tiempo para ir a la escuela, empezó a hablar mejor que un cura, usando unas palabras muy raras que su mujer, metida todo el día en casa, lavando pañales, no podía entender al escucharlas por primera vez. Arcadio se las explicaba despacito, igual que don Mario se las había explicado a él cuando iban juntos a tomar un vaso de vino después de clase, omitiendo sólo una, el solitario escollo con el que él mismo tropezaba una y otra vez desde que emprendió aquel viaje tan largo, el punto débil de la imprescindible teoría que Sebas asimilaba deprisa, moviendo la cabeza con progresiva vehemencia. Cuando Arcadio le preguntó qué significaba exactamente aquello del internacionalismo proletario, el maestro le miró con extrañeza. Él aclaró enseguida que lo del internacionalismo lo entendía, pero lo otro no. Don Mario sonrió antes de contestarle que la palabra proletario venía de prole, y aludía a la condición de los trabajadores, porque la única posesión de un obrero son sus hijos. Arcadio arrugó las cejas. Sebas y él, que llevaban casados poco más de tres años, tenían ya dos críos, y hasta la fecha vivían peor y no mejor que al principio. No le entiendo, don Mario, respondió después de un rato, los hijos son bocas de más, hay que comprarles ropa todo el tiempo, porque crecen sin parar, y medicinas, porque se ponen malos cada dos por tres. Que no, Arcadio, insistió don Mario, piénsalo bien, hombre… Los hijos son la única riqueza que tenemos los pobres. Si usted lo dice, concedió él, pero siguió pensando lo mismo para sus adentros, pues sí, menuda gilipollez…

Doña Sara iba pensando en un vestido blanco, corto, moderno, pero del mismo color que el traje de noche que ella estrenó en el baile de su puesta de largo. Siempre había sabido que su ahijada no llegaría a presidir nunca un bailecomo

aquél, pero la fiesta de cumpleaños que ella se empeñaba en llamar guateque era, al fin y al cabo, el primer acto social de cierta relevancia organizado en su honor. Si Sarita hubiera llegado a escuchar alguno de estos razonamientos, se habría partido de risa.

Por supuesto, ni a ella ni a ninguna de sus amigas se les había pasado jamás por la imaginación la posibilidad de celebrar cualquier clase de ceremonia de puesta de largo. En 1963 no se podía concebir nada más ridículo, nada tan cursi, ni tan hortera, como aquella paletada del debut social. Por eso, cuando la meliflua directora de aquella tienda inmensa, lujosa y laberíntica como un ministerio, empezó a proponerles modelos juveniles, Sarita escogió para sus adentros un chillón estampado italiano de todos los colores y diseño radicalmente pop. En el estratégico momento que la vendedora y sus ayudantes escogieron para dejarlas solas en una de las salitas donde recibían a sus mejores clientas, doña Sara abogó por el blanco, y Sarita defendió los colores pero, por una vez, su discrepancia no llegó a desembocar en una verdadera discusión, porque las dos se apresuraron a convenir enseguida en un vestido amarillo de seda salvaje que estaba tan lejos de la monótona elegancia nacional como de la indeseable extravagancia importada. Sarita estaba muy conmovida por la generosidad de su madrina, que había tenido que embarcarse en una complicada operación para mantener a su marido al margen de sus planes. Don César se había prestado de buen grado a la travesura, pero mover a don Antonio era muy complicado, por más que aquella finca de la provincia de Toledo donde iba a reunirse con sus amigotes quedara a menos de hora y media en coche. Doña Sara, a su vez, había decidido que haría cualquier cosa con tal de que la niña disfrutara de aquel cumpleaños tan especial. Se mantuvo firme en su decisiónincluso cuando la directora de la tienda dio por sentado que encargarían unos zapatos forrados con la misma tela del vestido. Ella sabía que Sarita le sacaría mucho más partido a un buen par de zapatos de vestir de piel negra, pero cuando se lo advirtió, y antes de que la decepción llegara a instalarse definitivamente en las comisuras de sus labios, se corrigió sin vacilar, sobre la marcha, pues si tú los quieres forrados, forramos los zapatos, hija… Y no se hable más.

El 19 de julio de 1939, Sebastiana Morales Pereira se detuvo un momento entre los dos leones de mármol que flanqueaban la escalera de aquel portal para sacar del bolso un pañuelo oscuro con el que se cubrió la cabeza, asegurándolo con un nudo justo debajo de la barbilla. Ella nunca llevaba pañuelo, pero pretendía que su aspecto se asemejara lo más posible al que tenía la señora de Ochoa cuando llamó a la puerta de su buhardilla de la Corredera, tres años y cuatro días antes, el 15 de julio de 1936. En aquellos días, los ricos no se atrevían a pasearse vestidos de ricos por los barrios populares de Madrid, y Sebas no fue capaz de reconocer a la primera a aquella mujer humilde, humildemente envuelta en un abrigo de paño gris con las coderas rozadas, el rostro semioculto tras el cerco de un pañuelo negro. Esta tarde nos vamos a San Sebastián, le dijo Sarita entonces, mientras aceptaba, su barbilla ya erguida, en su sitio, el café con leche que Sebas le ofreció, mis padres llevan allí un mes y medio, se fueron a primeros de junio,

como todos los años, pero Antonio se empeñó en quedarse aquí hasta que las cosas se aclararan, no quería dejarlo todo abandonado de repente, todo lo que tenemos está aquí, nuestra casa, nuestros bienes, todo, ya lo sabes, pero ahora, después de lo de Calvo Sotelo… No sé, yo tengo mucho miedo, te lo digo sinceramente, estono sólo no se aclara sino que está cada vez más negro, total, que nos vamos de Madrid, y yo quería que lo supieras, y quería pedirte un favor… El portero había cambiado. Sebas no conocía al energúmeno que se precipitó sobre ella para preguntarle a qué piso iba y ordenarle que subiera por la escalera de servicio. Ella obedeció sin rechistar. Al salvar los primeros peldaños se preguntó qué habría sido del portero anterior, aquel asturiano tan simpático que le daba conversación cuando iba de vez en cuando a echarle un vistazo al piso de sus señores para comprobar la eficacia del documento que ella misma había clavado en la puerta principal con cuatro clavos. Aquel papel le había costado una bronca tremenda con su marido. Todavía recordaba las palabras de Arcadio, nunca cambiarás, Sebastiana, tú no, tú sigues estando para lo que te manden porque no sabes vivir sin amo, y el desprecio con el que le tiró encima de la falda una hoja de papel escrita a máquina, «Este local ha sido incautado por el Sindicato Metalúrgico de Madrid de la Unión General de Trabajadores», dos líneas sin firma rematadas con un sello impreso en tinta roja, un sello bien grande y bien visible con tres poderosas mayúsculas debajo, UGT. Aquel papel, que alguien habría arrugado y tirado a la basura después de bruñir la placa de bronce con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que había debajo, se había convertido en el seguro de vida de Arcadio Gómez Gómez, condenado a muerte por un Tribunal Militar a primera hora de la mañana. En eso, al menos, confiaba su mujer mientras tocaba el timbre del cuarto piso, aunque esa esperanza no le impedía masticar una rabia desordenada y espesa, una angustia que sólo habría podido resolverse en el ansia brutal de destrozar aquella puerta a dentelladas. Sin embargo, cuando una doncella le preguntó qué deseaba, se limitó a decir en voz bajaque se llamaba Sebastiana Morales y que necesitaba ver a la señora. Sarita la recibió en la sala contigua a su dormitorio y la escuchó en silencio, hasta el final. Ayúdame, Sara, tú ahora puedes, y él es bueno, no ha hecho nada, nada, no merece morir, no se lo merece…

Acuérdate, cuando nosotros ganamos, tú me pediste ayuda y yo te ayudé. Ayúdame tú ahora y sálvalo, Sara, sálvalo, él es bueno, es un sindicalista, un revolucionario, pero no un asesino, nunca se dedicó a pasearse por ahí con una pistola, no disfrutaba metiéndole miedo a la gente, a él sólo le interesaba la política, sólo la política, y no merece morir, porque nunca mató a nadie, él no ha hecho nada, nada…

Mujer, dijo la señora de Ochoa, después de un rato, tanto como nada… Ha hecho una guerra. Entonces Sebastiana Morales Pereira se levantó, y levantó la voz. La misma que tu marido, Sarita, fue lo que dijo, con los puños apretados y los dientes afilándose en su propia saliva, en una guerra se mata y se muere, pero él no ha hecho nada que no hiciera también tu marido. La señora de Ochoa miró a aquella mujer a la cara y apagó su cigarrillo con un agudo alboroto de pulseras de

oro. Luego se hizo el silencio. Sebas contó con los labios cerrados y el alma en vilo, cinco, diez, quince, veinte segundos, hasta que las pulseras tintinearon de nuevo cuando la señora de Ochoa descolgó el teléfono. Nueve días más tarde, un guardia sacó a Arcadio Gómez Gómez de su celda sin previo aviso y lo condujo al despacho de un oficial. Éste no le invitó a sentarse. Ha llegado una notificación para ti, dijo solamente, te la voy a leer. Así fue como Arcadio se enteró de que le habían conmutado la sentencia a muerte por una condena a treinta años de prisión con posibilidad de redención de pena por el trabajo. Tenía tanto miedo que no se atrevió a decirle al teniente que habría podido leer aquel papel él solo.Lo malo de Maruchi era que siempre había sido una envidiosa de marca mayor. Cuando empezó a darle largas con lo del «pick–up», Sarita repasó una larga lista de agravios semejantes, que se remontaba a los primeros años de su infancia común de amigas íntimas. Maruchi jamás había podido soportar que nadie quedara por encima de ella en nada, y Sara, que lo sabía bien, estaba segura de que, por mucho que se lo prometiera un día, y al día siguiente, y al otro, nunca llegaría a prestarle de verdad su tocadiscos. Afortunadamente, un amigo de Juan Mari tenía otro de la misma marca pero mejor, más nuevo, y ningún inconveniente en prestárselo, a cambio, eso sí, de ser invitado también a la fiesta. Sarita aceptó encantada. Si Maruchi quería guerra, la iba a tener y, de momento, la batalla de la lista de invitados estaba ya ganada. En su fiesta de cumpleaños se reunirían como mínimo veinte personas más que en la de su amiga, entre otras cosas porque la casa de los señores de Ochoa, con sus tres salones comunicados sin contar el comedor, la salita de la madrina y el despacho de don Antonio, era el doble de grande que la casa de los señores de Gutiérrez Ríos. Y luego estaba lo del vestido, por cierto.

Maruchi llevaba en su guateque uno precioso, eso sí, pero que ya estaba estrenado. Sarita lo sabía porque la habían invitado a la boda del hermano mayor de su amiga, y entonces se lo había visto puesto.