38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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En cambio, ella estaba cada vez más contenta con su vestido nuevo, con aquel color que la favorecía un montón y con aquel corte que le hacía un tipazo. Claro que, además, Sarita tenía un tipazo, mientras que la pobre Maruchi, guapa de cara sí era, pero por lo demás, tenía un culo como para forrar balones. En lo referente al buffet y las bebidas, no había mucho que hacer, porque el guateque de Maruchi había resultado espléndido, pero doña Sara inclinó definitiva–mente la balanza hacia el lado de su ahijada al encargar una docena de centros de rosas amarillas y mucho muguet blanco para adornar la casa con flores a juego con el modelo que vestiría la anfitriona, y con las perlas que ella iba a prestarle para la ocasión. Sarita se lo agradeció en el alma y, por una vez, se obligó a reconocer en voz alta que, desde luego, su madrina sabía hacer bien las cosas. Cuando el general Franco encabezó la sublevación que hizo estallar la guerra civil, Arcadio Gómez Gómez era un hombre muy fuerte. Antes de caer enfermo, Antonio Ochoa Gorostiza también lo era. La fuerza y la habilidad de Arcadio resultaron decisivas en más de una ocasión para los objetivos de la brigada de Artillería a la que le destinaron cuando se incorporó a las tropas de la República

Española. La fortaleza de Antonio llegó a ser también legendaria entre las filas rebeldes, aunque él nunca tuvo que demostrarla montando o desmontando a toda prisa un cañón de varias toneladas.

Cuando se alistó en el ejército sublevado, sólo unos días después de la temprana caída de San Sebastián, un tío suyo, que era general, le dio un grado de oficial casi con el uniforme. El alférez Ochoa jamás empuñó un pico y una pala, no arrastró sacos terreros ni tuvo que cargar con los heridos, pero no era ningún cobarde, y no tardó mucho tiempo en reunir las mismas estrellas que el capitán Gómez se ganaría al otro lado del Ebro. Tampoco buscó nunca excusas para agenciarse un puesto seguro en la retaguardia, y enseguida se dio cuenta de que el coqueteo cotidiano con su propia muerte le ponía cachondo. Desde entonces, aprovechó los permisos para batir sus propias marcas, que ya le habían hecho famoso entre las putas más selectas de Madrid antes del conflicto. ¡Joder, Antoñito, macho, cualquiera echa carreras contigo!, solía decirle su coronel cuando amboscoincidían a la salida de cualquiera de aquellos improvisados burdeles que esquivaban los anatemas de los capellanes castrenses para peregrinar tras los soldados de posición en posición. Él solía responder siempre lo mismo, sólo soy un caballero español, y aquella frase se hizo famosa. El capitán Ochoa aceptaba de buena gana las bromas a propósito de su potencia sexual, sin presentir cómo llegarían a amargarle en el recuerdo. El ex capitán Gómez, sin embargo, tuvo motivos muy pronto para lamentar sus excesos. Cuando los soldados vinieron a buscarlo, Sebas estaba embarazada otra vez, de dos meses.

Aquel hijo era ya el cuarto y su padre no sabía si llegaría a conocerlo. El día que nació, Arcadio formaba ya parte de un batallón de trabajo encargado de reconstruir las carreteras de acceso a Madrid.

Allí dejó de ser un hombre muy fuerte. El primer jefe que tuvo el batallón no estaba nada contento con aquel destino. Falangista de carné, con varias menciones honoríficas por su conducta en campaña y hasta una condecoración colectiva, consideraba humillante aquel puesto de mierda al que su mujer se había negado a seguirle, y estaba dispuesto a presentar a cualquier precio unos resultados irreprochables, así que ahorró todo lo que pudo en la comida de los prisioneros y alargó proporcionadamente sus jornadas de trabajo, hasta que la brillantez de su gestión le valió por fin un despacho decente en Madrid, al cabo de tres años de destierro.

Su sucesor era un buen hombre que, entre otras medidas urgentes, restableció el derecho de los penados a mantener correspondencia con sus familias aunque los sellos costaran dinero. Arcadio le escribió a su mujer dos cartas iguales. Envió una a su antigua dirección de la Corredera Alta, donde no creía que Sebas hubiera podido seguir viviendo, y otra a la casa de la calle Velázquez donde su mujer servía cuando él la conoció, con–fiando en que allí alguien conociera su paradero. Ella le contestó a vuelta de correo, contándole que en febrero del año 40 había tenido otra niña, que le había puesto Socorro, igual que su madre, que los hijos mayores estaban bien e iban todos a la escuela, que se habían mudado a una

buhardilla de la calle Concepción Jerónima, muy cerca de la Plaza Mayor, que había vuelto a trabajar para doña Sara y todos los días, menos los domingos, echaba nueve o diez horas en su casa, que la señora se portaba muy bien con ella y la dejaba ir a trabajar con la pequeña, que la pobrecilla había tenido mala suerte porque su marido estaba enfermo con un mal muy raro que le había dejado inútil la pierna derecha, que no se preocupara por nada, que algunos viejos amigos la socorrían como podían, que no necesitaba seguir viéndole para seguir queriéndole, y que le quería.

La fiesta fue un exitazo, desde el principio hasta el final. No sólo no falló nadie, sino que a última hora se apuntaron unos compañeros de curso de Juan Mari que llegaron casi a equilibrar el número de invitados de ambos sexos, aunque alguna chica se quedó colgando. Sarita recibió muchos regalos, pero el que más le gustó fue el de su novio, que se presentó con unas gafas de sol de pasta negra y cristales opacos, muy parecidas a las que llevaban los Beatles cuando iban de gira, pero de chica.

Como le regalaron también varios discos, el baile empezó enseguida, aunque los amigos de Juan Mari, casi todos sometidos a la insulsa disciplina gastronómica de los colegios mayores, estuvieran masticando todavía con desesperación. Al principio se encargó de la música el dueño del tocadiscos, un chico de Alicante que se llamaba Ramón y parecía especialmente hambriento, pero cuando escogió pareja, colocó en su lugar a otro muchacho muy tímido, con cara de triste, que iba poniendo lo que élle decía. Hasta las ocho y media de la tarde, más o menos, bailaron suelto, en corros grandes o en grupos más pequeños que se daban la espalda entre sí, pero cuando las doncellas terminaron de retirar los platos de la tarta y doña Sara agotó su última excusa para estar presente, el propietario del tocadiscos volvió a ocupar por un instante su plaza original para empezar a poner música lenta. Juan Mari cogió a Sarita de la mano y la llevó al centro del salón sin dirigirle la palabra. Ya no hacía falta que la invitara formalmente a bailar, llevaban casi cuatro meses de novios. Por eso, ella se pegó a él después de echarle los brazos al cuello, y apoyó la cabeza en su hombro con naturalidad. Bailaron así una canción, y otra, y otra, hasta que Juan Mari se puso nervioso y la soltó de repente. Algún listo había apagado demasiadas luces a la vez, dando un motivo a la dueña de la casa para intervenir de nuevo. Pero el taconeo de doña Sara, que avanzaba en zigzag, encendiendo interruptores a su paso, era tan familiar para su ahijada que ella fue la única que conservó la calma. Separándose un paso de Juan Mari, le obligó a volver a rodear su propia cintura con los brazos y siguió bailando, con decoro y los ojos abiertos. Cuando su madrina llegó a su altura, le dio un beso y, sin separarse del todo de su pareja, le dijo, mami, quiero presentarte a un amigo…

Arcadio Gómez Gómez escribía a su mujer todas las semanas, y todas las semanas recibía respuesta. Él no tenía mucho que contar, pero le iba contando lo que le pasaba hasta que, a mediados de 1945, empezó a expectorar unas flemas sanguinolentas que tenían muy mal aspecto. Eso se lo calló. Sebas tampoco llegó a enterarse de que, por las mismas fechas en que una

dolencia pulmonar terminaba de mermar las fuerzas de su marido, la legendaria fortaleza de un caballero español se desmoronaba estrepi–tosamente. El proceso fue lento y, por lento, más doloroso aún. El octavo año triunfal terminó con algunos fracasos rotundos. A lo largo del noveno, don Antonio Ochoa, que todavía se manejaba bien con una sola muleta, fue reduciendo poco a poco la frecuencia de sus alegrías extramatrimoniales hasta suprimirlas del todo, y no por falta de ganas, sino por miedo a hacer el ridículo. No podía entender lo que le pasaba. Su médico de cabecera sabía tan poco del origen como de la evolución de su enfermedad, y no podía hacer otra cosa que analizar sus efectos. Todo lo que sé es que ataca a tu musculatura, le había dicho muchas veces, que relaja tus músculos hasta dejarlos inútiles, inutilizando así las partes del cuerpo que dependen de ellos, pero es como una ruleta rusa, puede atacarte igual en un dedo, en un muslo o hasta en la cara… Nadie se atrevió nunca a mencionar el pene. Sin embargo, cuando el hormigueo se extendió por la zona inferior de su abdomen, Antonio Ochoa dejó de ser capaz de controlar sus erecciones. A los treinta y cuatro años, el marido de doña Sara se acostumbró a aprovechar sobre la marcha las mezquinas oportunidades que su cuerpo le brindaba por sorpresa, a veces casi a traición, y al final se habría dado por satisfecho con dejar embarazada a su mujer. Pero no lo logró. En los primeros meses de 1945, instalado ya en una definitiva silla de ruedas, los intentos se fueron espaciando hasta hacerse muy raros, para cesar del todo poco después del verano. Antonio Ochoa Gorostiza sufrió mucho, tanto que su propia vergüenza llegó a hacerle insoportable la compañía de Sara, a la que le concedía cualquier cosa que le pidiera con tal de que le dejara solo. Sebastiana se acostumbró a ver llorar a la señora, que se pasaba las tardes mirando por la ventana con un pañuelo arrugado en el puño, y a dejar de ver al señor, que no salía de su des–pacho en todo el día, pero nunca acertó a explicarse qué sucedía, hasta que en enero de 1946 todo dejó de importarle a la vez. Arcadio le escribió contándole que llevaba más de un año enfermo. Don Esteban, el comandante del batallón, se había enterado de que iban a promulgar una medida de gracia especial para los prisioneros de guerra que hubieran redimido por trabajo la mitad de la condena, y estaba dispuesto a solicitarla para él. A razón de tres días de cárcel por cada jornada trabajada, en los siete años que llevaba allí, él había redimido casi dos terceras partes, pero su pena de muerte inicial requería garantías adicionales. Don Esteban le había firmado un aval. Si el marido de doña Sara quisiera firmarle el otro, podría estar en la calle a principios de abril. Aquella tarde, Sebas lloró más que su señora. Ésta leyó la carta, entró sin llamar en el despacho de don Antonio, y no tardó ni dos minutos en volver con el papel firmado.

Sarita no se había atrevido a confesarle abiertamente a su madrina que tenía novio, pero suponía que ella lo habría deducido del trajín de citas y llamadas telefónicas de los últimos meses. Cuando comprobó que decidía hacer su última aparición en la fiesta al filo de las diez de la noche, para presenciar el tumulto de los invitados que se agolpaban en el vestíbulo sin identificar nunca su abrigo a la primera, estuvo ya segura de que lo sabía todo. Doña Sara aprovechó la

confusión que provocaron unas compañeras de colegio de su ahijada al despedirse todas a la vez para acercarse a Juan Mari, que se había quedado rezagado en el salón con la evidente intención de marcharse en último lugar. Sarita descubrió aquella peligrosa coincidencia con el rabillo del ojo y abandonó a toda prisa sus compromisos sociales para incorporarse a la conversación. Cuando lo logró, su madrina ya había descubierto queel segundo apellido de Juan Mari, Ibargüengoitia, coincidía con el cuarto apellido de su marido, y estaba a punto de establecer un parentesco, remoto pero indudable, a partir de un pueblo de Álava y una compañía naviera de Bilbao.

Fíjate, le dijo a Sarita, ¡qué casualidad! La madre de este chico tiene que ser prima segunda de Antonio, pero sin más remedio, vamos… Juan Mari asintió con la cabeza, azorado. ¡Qué gracia!, ¿no?, añadió su novia por decir algo. Entonces, aquel providencial Ramón que tenía un tocadiscos reclamó a su amigo para que le ayudara a transportar los discos, y el forzado trío se disolvió entre los adioses más corteses. Sarita sacrificó con gusto una despedida íntima al alivio que se pintó en la cara de Juan Mari cuando vio una oportunidad para salir pitando, aunque se dijo que, al fin y al cabo, su madrina no había hecho nada que no hubiera hecho otra madre en su lugar, y decidió que lo mejor sería hablar con ella esa misma noche. Sin embargo, doña Sara se le adelantó con idéntico propósito en el instante en que el último invitado abandonó la casa.

¿Estás contenta?, le preguntó primero. Muchísimo, contestó ella mientras se quitaba los pendientes y el collar de perlas, ha salido todo fenomenal. Pero estarás muerta, añadió luego, pasándole un brazo por la cintura para llevarla abrazada por el pasillo, mira, vamos a hacer una cosa… Quítate el vestido, y los zapatos, ponte cómoda y vente a la salita. Tengo que hablar contigo. Cuando Arcadio Gómez Gómez salió de la cárcel, era un hombre débil y enfermo, pero aún tenía carácter. El día que tuvo que tragárselo, confiaba ya en conservarlo para siempre. La ciudad que encontró el 6 de abril de 1946 se parecía muy poco a la que recordaba y, sin embargo, pronto pudo comprobar que no se había equivocado al interpretar la ambigua alusión alos viejos amigos que contenía la primera carta de Sebas. Muchos de sus compañeros del sindicato habían muerto, y otros estaban presos todavía, pero algunos habían tenido la suerte de camuflarse a tiempo en el colosal desconcierto de la derrota. Entre ellos, la mayoría habría jurado por lo más sagrado que no le conocían de nada si hubieran tenido la mala suerte de encontrárselo por la calle, y el nuevo Arcadio, un hombre harto de sentirse solo, de pasar miedo, de tener hambre y de estar cansado, no se habría atrevido a reprochárselo.

Pero quedaban unos pocos con memoria, y con esa dolorosa conciencia que limita con la rabia. Ellos habían ayudado a su mujer y a sus hijos como pudieron, antes de ayudarle a él de la única manera que sabían. Arcadio no llevaba ni un mes en la calle cuando encontró trabajo. Ya hemos pasado lo peor, le dijo a Sebas entonces, ahora todo se va a arreglar, todo, ya lo verás… A los dos les hubiera gustado cortar de un tajo cualquier conexión con los infortunios del pasado reciente, pero la disciplinada prudencia que los años de prisión habían grabado

sobre la inflexible cólera del activista de antaño, aconsejaba que Sebas siguiera trabajando para doña Sara, en las mismas condiciones, durante algunos meses más. Los ex presidiarios no suelen emplearse con facilidad, y los amigos que habían recurrido hasta a sus conocidos más remotos para encontrarle trabajo a un fontanero excelente, con mucha experiencia, que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha buscando una oportunidad para vivir mejor, no merecían correr ningún riesgo.

Los dos jornales les permitieron, además, bajar desde la buhardilla hasta un tercer piso interior con cuatro habitaciones, donde los niños pudieron empezar a dormir separados de las niñas, aunque los dos cuartos fueran ciegos. Las cosas seguían siendo muy difíciles, pero parecían haberse estabilizado en unnivel de dificultad tolerable cuando, a mediados de septiembre, Sebas descubrió que se había vuelto a quedar embarazada. Aquella noticia les aturdió como la sentencia de una ruina inapelable. Arcadio, mudo, pasmado, incapaz de reaccionar, se limitó a sentirse culpable mientras seguía a su mujer con la mirada. Sebastiana, en cambio, no podía estarse quieta, y paseaba su amargura por toda la casa con la forzosa desesperación de una fiera enjaulada, lloriqueando y maldiciendo entre dientes, es que esto era lo que nos faltaba, justo lo que nos faltaba… El embarazo siguió adelante a pesar del desaliento de la futura madre, que no se consolaba porque hacía cuentas, y más cuentas, y las deshacía para volver a hacerlas, y sólo hallaba dos soluciones, o volver a pasarlo tan mal como cuando crió a Socorrito, llevándosela todos los días al trabajo para dejarla arrumbada en su capazo en un rincón de la cocina y oírla llorar sin poder atenderla, o sacar a su hija Sebas de la escuela con once años para dejarla en casa cuidando del recién nacido y hacer de ella, que quería ser peluquera, una desgraciada igual que su madre. Ni siquiera serviría de nada poner a trabajar a su hijo mayor, porque un jornal de aprendiz no igualaría el sueldo que ella misma dejaría de ganar si se quedaba en casa, y tampoco podían volver, siendo ya siete, a la buhardilla donde casi no cabían cuando eran sólo cinco.

Había otra solución, pero ésa no se le ocurrió a Sebas, sino a doña Sara. Verás, le dijo una mañana de otoño, mientras las dos tomaban café en la mesa de la cocina, he tenido una idea, pero ante todo quiero que sepas que es sólo eso, una idea. Ya sé que estás en deuda conmigo, pero quiero que me escuches, que te lo pienses, y que decidas sin tener en cuenta la situación de tu marido, ni la tuya, ni lo que yo haya podido hacer por vosotros. Te advierto esto antesde nada, porque no quiero llevar ningún peso sobre mi conciencia…

Sarita se desnudó, se dio una ducha rápida y se puso una bata de piqué blanco mientras repasaba las respuestas que más le convenían, y si no se hubiera dado cuenta en el mismo umbral de la salita de que su madrina estaba rara, habría asumido serenamente la iniciativa para asegurarle que Juan Mari era un chico estupendo, que se comportaba con todo el respeto y la dignidad a las que cualquier buena chica podía aspirar. Pero conocía tan bien a doña Sara que comprendió enseguida que quien iba a hablar era ella. Entonces se temió lo peor, antes de descubrir que aún no tenía ni idea del

verdadero significado de aquel adjetivo. Verás, hija…, tengo que contarte…, seguramente tendría que habértelo contado antes…, pero, no sé…, es difícil… Su madrina titubeaba, marcando largas pausas entre las palabras, sin atreverse a mirarla a los ojos, los suyos fijos en una servilleta que enrollaba y desenrollaba con dedos lentos y frenéticos a un tiempo. Verás, hija…, empezó de nuevo después de un rato, y luego suspiró, y siguió hablando, cuando tú naciste, España era un país muy distinto al de ahora. Habíamos tenido una guerra…, bueno, eso ya lo sabes, y…, claro, pues, después, todo estaba muy mal, las cosechas perdidas, las ciudades destruidas… La gente pasaba hambre, y hacía cualquier cosa para sobrevivir. En aquella época, tu madre trabajaba en esta casa…, bueno, eso también lo sabes, y cuando se quedó embarazada… No es que no te quisiera, Sara, por supuesto que no, ella te quería, y tu padre también, pero estaban pasando mucha necesidad, tenían ya cuatro hijos, no sabían cómo iban a poder… darte lo que necesitabas, alimentarte, educarte, sacarte adelante… En fin, de esto sí que hemos hablado alguna vez. Yo ya sabía que no podría tener hijos, y en cambio tenía esta casa, tan grande, y to–das las posibilidades de cuidarte, de darte estudios… Bien. Creo que todo esto lo sabes ya. Lo que no sabes es que… Bueno, mi marido y yo nunca te adoptamos legalmente. Ni tu padre lo hubiera consentido ni era eso exactamente lo que pretendíamos. Nosotros… hicimos una especie de pacto, que nos pareció que nos convenía a todos. Yo me comprometí a hacer de ti una señorita, y lo que te quiero decir es que… Bueno, yo ya he cumplido mi parte. Dentro de dos semanas terminas el bachiller. No tiene sentido que sigas estudiando porque, bueno… Por eso, cuando te he visto con ese chico…, Juan Mari se llama, ¿no?, pues me he quedado pensando… Seguro que no es nada serio, a tu edad estas cosas nunca son serias, pero, en fin… Probablemente es culpa mía.

Debería haberte dicho todo esto mucho antes. El caso es que tienes que prepararte, Sara, porque…

la fiesta de esta tarde ha sido una especie de despedida. Cuando acabe el curso y nosotros nos vayamos a Cercedilla, pues… tú volverás por fin a tu casa. Cuando terminó esta última frase, levantó la cabeza y sostuvo la mirada de su ahijada, que la miraba a su vez como si estuviera mirando algo distinto, un punto lejanísimo, una referencia remota, una sombra imprecisa en el horizonte. ¿A qué casa?, se atrevió a preguntar después de un rato. Pues a qué casa va a ser, contestó doña Sara, a la casa de tus padres, a la tuya, hija… A tu casa.

Aquella tarde de otoño de 1946, Sebastiana Morales Pereira salió del trabajo con los ojos secos y las venas rellenas de una sustancia gelatinosa y helada como el plomo. El único sabor que su lengua hallaba dentro de la boca era también metálico, pero conocido. Sebas, que había escuchado y había comprendido, no había llegado a olvidar el sabor del miedo. Lo reconocía en el paladar, y en el borde de cada muela, y en el filode cada diente, mientras caminaba por la calle a pasitos muy cortos, extraviada en su propio extravío, desamparada en una tristeza que le zumbaba en los oídos, y le dolía en el blanco de las uñas, y se le

helaba en la planta de los pies.

Siempre queda una tristeza nueva por conocer, y un trapo roto y sucio para torearla. Doña Sara le había advertido que iba a ser sincera con ella al confesarle que su marido no había querido ni oír hablar de una adopción legal. Ella no pretendía quedarse con el niño para siempre, sólo criarlo, darle una buena educación, proporcionarle medios para triunfar en la vida, y devolvérselo convertido en un caballero, si era varón, o en una señorita, si nacía niña. Las palabras sonaban bien, y por eso se las repitió tantas veces, dando vueltas como una tonta alrededor de la Puerta del Sol, sin atreverse a volver a su casa. Las palabras sonaban bien, pero cuando se hizo tan tarde que no le quedó más remedio que marcharse a casa de una vez, no había encontrado todavía la manera de masticarlas. Arcadio, que había llegado ya y parecía asustado por su retraso, la esperaba delante del portal, con Socorrito en brazos. Al verle allí, tan serio como siempre, tan flaco todavía, con tantas canas y esa tos que no se le quitaba nunca, Sebas comprendió que ella no era una señora ni había querido nunca nada con los curas, y que por eso podía admitir que quería más a ese hombre que a una criatura a la que desconocía, aunque aún no fuera otra cosa que ella misma. Sin embargo, al pensar en el olor de los recién nacidos, en su dulzura, en esa paz extraña que la inundaba por dentro cada vez que se apartaba con ellos para amamantarlos a solas, en la penumbra de su habitación, sintió que se tambaleaba, que le faltaba el aire, y renunció a hablar con su marido hasta después de la cena, cuando los niños estuvieran ya acostados. Sólo entonces se sentóenfrente de él, le cogió de las manos, le miró, y empezó a hablar como si aquello no tuviera demasiada importancia. Las palabras sonaban bien, pero Arcadio no esperó a escucharlas todas. ¡Ni hablar!, dijo enseguida, golpeando la mesa con las manos de su mujer, pero es que ni hablar, ¿me oyes? ¡Si no tienen hijos, que se jodan! No sé cómo has podido pensar siquiera en algo así… Ella necesitaba echarse a llorar, pero ya había decidido que no cargaría a su marido con sus propias lágrimas. Por eso, y porque no podía contarle a Arcadio toda la verdad, obligarle a compartir con ella lo peor, contagiarle el miedo que la acompañaba desde que la piadosa introducción de doña Sara suspendiera sobre su cabeza la afilada espada de las amenazas, le miró a los ojos con una intensidad que ahogó su último grito, y después, por primera y última vez en su vida, le faltó al respeto. ¿Que cómo puedo pensar algo así?

Sebastiana Morales Pereira chillaba en un susurro, exagerando la tensión de los labios en cada sílaba, subrayando las palabras con las cejas, golpeando el aire con los puños cerrados, los dedos blancos de tanto apretar, pero sin atreverse a levantar la voz, para que no la oyeran los vecinos. Pero, bueno, ¿qué pasa, es que te has vuelto loco? ¿Dónde has estado tú todos estos años, Arcadio, en la cárcel o en la luna? Por si no te has enterado, a ti se te ha acabado ya el tiempo de dar órdenes, ¿me oyes?, lo de mandar se te ha acabado a ti ya, hace un montón de años… Tú ahora estás aquí para lo que te manden, como yo, como todos, entérate de una vez, igual que un cerdo en un matadero, cogido por las cuatro

patas y con el cuchillo encima del cuello, así estás tú, y así estoy yo, y no podemos hacer nada, Arcadio, no podemos elegir… Él la miró a los ojos y ella vio en los suyos un desamparo infinito, el desconcierto de un niño perdido en una multitud, elpresentimiento de la derrota última, definitiva, y se tapó la cara con el delantal, y se dio la vuelta, y corrió a la cocina para huir de la humillación atroz de aquellos ojos. Los hijos son la única riqueza que tenemos los pobres. Cuando se quedó solo, Arcadio Gómez Gómez recordó a don Mario tal y como lo vio por última vez, en el frente de Teruel, tan enclenque como siempre, perdido de puro flaco dentro del uniforme, cargando con un fusil que pesaba más que él y con sus gafas redondas de cristales siempre sucios, y recordó su alegría, su entusiasmo, el fervor con el que apostaba por el éxito de la ofensiva que le costaría la vida al día siguiente. Los hijos son la única riqueza que tenemos los pobres. Arcadio Gómez Gómez se tragó su carácter y en su estómago se abrió un vacío absoluto. Después, cerró los ojos, apoyó la frente sobre las rodillas, cruzó los dedos detrás de la nuca y pensó que más le habría valido que le mataran a él también en Teruel, como a don Mario.

El 21 de junio de 1963, un taxi transportó desde la calle Velázquez hasta la calle Concepción Jerónima una docena larga de maletas y cajas que contenían la mayor parte de las pertenencias de Sara Gómez Morales. Ella iba detrás, con lo que faltaba, en otro taxi.

Cuando llegó a su casa, sus padres la abrazaron con una intensidad que no ocultaba cierta incertidumbre, casi miedo, y su hija les devolvió cada gesto, cada abrazo, cada beso, con una docilidad mecánica y la misma frialdad que había helado la templada sangre de doña Sara media hora antes, cuando se despidió de ella entre dos leones de mármol.

Ven conmigo, le dijo después Sebastiana, hemos pensado que preferirías el cuarto de los niños, que es un poco más grande que el de tus hermanas… El domingo pasado no te dije nada, porque quería quefuera una sorpresa, pero tu padre lo ha pintado, y ha puesto una moqueta nueva, azul, que es tu color favorito, ¿no? A ver si te gusta… Sara nunca se había dado cuenta de que el suelo de aquel cuarto se desplomaba hacia un lado, pero aquella mañana lo notó enseguida, en cuanto puso un pie sobre la moqueta nueva. No dijo nada, sin embargo. Su madre supuso en voz alta que le gustaría deshacer las maletas y ella asintió con la cabeza, pero al quedarse sola se sentó en la cama y se quedó allí, quieta, inmóvil, sin hacer nada, hasta que la llamaron para comer.

Estaba exhausta. Ya no le quedaban lágrimas, ni miedo, ni rabia, ni piedad, ni rencor, ni odio, ni nostalgia. Se sentía desecada, hueca, consumida, como si hubiera estado hirviendo a borbotones en su propio desconcierto hasta quedar reducida a una mera apariencia de sí misma, un maniquí de piel y huesos sin nada dentro. Así pasaron tres días. El cuarto, a media mañana, su padre llamó a la puerta con los nudillos, empuñó el picaporte con decisión, se sentó en la cama, a su lado, y le contó una historia antigua y sucia, cruel y absurda, bárbara y verdadera. La historia de una niña llamada Sara Gómez Morales. Su propia historia.

Tenemos el poniente metido hasta los huesos… La primera vez que se dio cuenta de que acababa de murmurar esta frase entre dientes, Sara Gómez sonrió para sí misma, pero aquel indicio de que por fin había empezado a descifrar el enigma de los vientos no alivió la aplastante tristeza de una tarde de otoño. En verano, con las contraventanas entornadas para evitar que el sol entrara hasta el fondo del salón, el eco de las risas de los niños que chapoteaban en la piscina, y la complicidad del calor, capaz de transformar la humedad en compañía y el silencio en un milagro, habría sido distinto. Entonces se habría regocijado de verdad ante aquel tímido progreso de una enseñanza tan tardía, pero era otro aprendizaje el que más la inquietaba ahora. Tenía que aprender a gobernar el tiempo, y no le servía de nada el calendario, ni los barómetros, ni la caprichosa tiranía oficial del cambio horario, repentino señor de las tinieblas. El tiempo que angustiaba a Sara Gómez era el que medían las agujas de sus relojes, esos relojes enfermos, precozmente achacosos, como acobardados de su precisa naturaleza, que parecían estar contagiándose entre sí una desesperante epidemia de pasividad. En los últimos años, mientras se entregaba a la planificación minuciosa, casi obsesiva, de su futuro, con la convicción de estar manteniendo bajo control todos los elementos necesarios para que cristalizara al fin esa vida que jamás debería haber dejado de ser la suya, nunca se le ocurrió anotar en la lista de riesgos las pequeñas victorias de aquel enemigo íntimo, nacido del rotundo éxito de su plan. Nunca había calculado que, si todo salía bien, y así había sido, los relojes administrarían su propio castigo con una ensimismada y parsimoniosa crueldad carente de objetivo, sin más final ni más principio que el tiempo al que servían. Por fin había logrado vivir sin despertador, pero se despertaba pronto, antes de lo necesario, y se obligaba a quedarse en la cama un buen rato para no precipitar el comienzo de esas mañanas que se le hacían tan largas. Las tardes también eran eternas, y por eso espaciaba con prudencia las tareas que ella misma se asignaba, a veces con argumentos indiscutibles, como el estado de la nevera o las manchas que salpicaban un vestido que sólo podía limpiarse en seco, y otras veces por la simple necesidad de imponerse una tarea, como ir a echarle un vistazo a este o a aquel centro comercial, o comprobar adónde llevaba una carretera secundaria por la que no se había aventurado todavía. Las noches no se le acababan nunca, y para lograr derrotarlas con el sueño, ahorraba durante el día horas de lectura, y se racionaba las películas que veía por televisión. Las modestas acciones que durante toda su vida adulta habían constituido un lujo en sí mismas, como ir a un cine de estreno, o contemplar una exposición sin prisas, o darse una vuelta por las rebajas sin el agobio de tener que encontrar en menos de tres cuartos de hora unos pantalones que le sentaran bien, se habían convertido en el insuficiente patrimonio de la prejubilada solitaria y forzosa que jamás había entrado en sus planes encarnar. Sara Gómez Morales, que desde el día en que se vio obligada a asumir que provenía de una estirpe de trabajadores, no había dejado nunca de trabajar, tampoco había pensado nunca que, después de todo, llegaría a aburrirse de vivir como una mujer rica. Desde aquella remota primavera en la que se peleó por última vez con Maruchi

por culpa de un tocadiscos, no había vuelto a tener amigos. La desconfianza universal, sin límites ni fisuras, con la que se había armado hasta los dientes para pagar el precio de una carrera de taxi, de la calle Velázquez a Concepción Jerónima, no le había permitido afrontar un riesgo semejante. Pero aquella carencia no la inquietaba, porque siempre tenía demasiadas cosas que hacer, y a su alrededor no faltaba gente amable, incluso simpática, a la que devolver cada saludo con una sonrisa equitativa, convencional. Antes de desaparecer sin dejar señas, Sara Gómez tenía muchos conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, parientes más o menos lejanos con los que a veces quedaba para ir al cine o de compras, con la invariable sensación de que le habría dado lo mismo hacer sola lo que estaba haciendo en su compañía.

No echaba de menos la capacidad de asombro, la fe o la alegría que había logrado olvidar a fuerza de no querer recordarlas, porque sabía que esa desconfianza que la había endurecido por dentro era también la clave de su fortaleza, la viga insobornable, maciza y solidísima, que la mantenía en pie cuando más intenso era su deseo de derrumbarse. La única condición que había permanecido estable en todos los cambios de rumbo de Sara Gómez era el designio implacable de avanzar, de seguir adelante, siempre adelante, y sin embargo ya no le bastaba la certeza de que la primavera llegaría sin falta después del invierno. Este desvalimiento imprevisto, repentino, la desafiaba como el testimonio de un error oculto, un descuido embozado en su soberbia de calculadora consciente de no haberse relajado jamás. Pero cuando se cansó de reírle la gracia al destino, cuando se resignó a aceptar la soledad y esa lenta hostilidad de los relojes como un requisito más de la trabajosa paz que acababa de firmar consigo misma, cuando comprendió que había avanzado siempre en la misma dirección para encontrar un lugar en el que detenerse, y hacer una raya en el suelo, y atravesarla de un salto, y levantar los ojos para afrontar al fin un horizonte neutro y transparente, un paisaje sin caminos ya trazados, un mapa mudo que cabía ahora en los límites de una urbanización de playa y casas blancas, sólo entonces, se desprendió definitivamente de los razonamientos del pasado y comprendió del todo su nueva situación. Hasta aquel momento había vivido para vengarse.

Ahora tenía que aprender a sobrevivir a las consecuencias de la venganza. Su objetivo había cambiado, y con él su vida, y el ritmo de sus días, sus placeres y sus necesidades. Nunca había tenido en cuenta todo esto porque no podía anticiparse a una realidad que desconocía, aunque lo había intuido al final del verano, mientras Andrés y Tamara contaban con los dedos sus últimos días de vacaciones para que ella se asombrara echándoles de menos por anticipado, sin percibir ningún cambio en sí misma mientras esas escamas antiguas, durísimas, coriáceas, en las que había cifrado su capacidad de subsistencia, se desprendían de su ánimo y caían al suelo sin hacer ruido, repentinamente blandas, ingrávidas y leves como plumas.

La desconfianza la había construido, la había dirigido, la había convertido en la mujer que había sido hasta entonces, pero ya no era útil. Ni la ayudaba a

comprender el mundo ni la protegía de sus amenazas. Nada amenazaba a Sara Gómez en la isla blanca donde había elegido vivir ahora. Este descubrimiento no aceleró la marcha de los relojes, pero terminó de devolverle, aunque fuera demasiado poco, demasiado tarde, una forma de mirar, de relacionarse con los demás sin calcular sistemática, previa y obligatoriamente todas las consecuencias posibles de cada palabra que pronunciaba, de cada gesto que insinuaba, de cada movimiento que emprendía. Cincuenta y tres son demasiados años para reconquistar la inocencia, pero aún son capaces de recuperar la curiosidad con alegría.

Maribel fue la primera persona que la ayudó a corregir su punto de vista, porque era la única con la que estaba segura de encontrarse sin falta todos los días, de lunes a viernes. Sara no había considerado en absoluto factores como la compañía o la conversación cuando la contrató, pero, a cambio, se sintió incómoda, incluso un poco ridícula, al deducir de sus comentarios y sus preguntas la extrañeza que le inspiraban los requisitos de su nueva patrona, una mujer de mediana edad que vivía sola, y de cuyo pulcro aspecto no se habría atrevido a esperar unas condiciones como aquéllas, cuatro horas diarias para limpiar una casa grande, pero no enorme, sin perros, ni enfermos, ni niños. La verdad es que, desde el primer día, Sara se propuso ensuciar todo lo que podía, y más de una vez, después de llevar un vaso o un plato a la cocina, volvió a buscarlo para dejarlo donde estaba antes. Aprender a dejar las toallas tiradas en el suelo al salir del baño le costó un poco más, pero ni siquiera entonces se planteó renunciar a la exigencia sentimental que le obligaba a un lujo tan superfluo. Aquella íntima reivindicación acabaría señalando el camino que la devolvería a intimidades de distinta naturaleza, pequeños territorios de confianza que admitían la presencia de otras personas. Primero fue Andrés. Luego Tamara. Finalmente, la propia Maribel. Tenían el poniente metido en los huesos, y la tristeza del cielo se derramaba sobre la costa, sobre los campos, sobre las casas, embadurnándolo todo con un color sucio, impreciso, un gris de plomo matizado apenas por el marrón del barro. Sara sentía las nubes, que no llegaban a desatarse en lluvia pero rociaban todas las superficies con una finísima película de agua, en los párpados, en la boca, en la garganta. No tenía ganas de nada, y hacía lo imprescindible muy despacio. Las palmeras y las piscinas, la cal y las buganvillas, los chiringuitos de techo de palma y las bicicletas arrumbadas en las esquinas compartían su desconcierto, el desánimo del Sur cuando se levanta una mañana en una postal del Norte. Y sin embargo, el día en que por fin empezó a llover, Maribel entró en su casa canturreando una rumba del último verano y con una sonrisa que no le cabía en la cara. Así depositó sobre la mesa de la cocina un extraño paquete, un objeto grande y redondeado que había protegido del agua con una bolsa de plástico puesta al revés. —Tome. Es para usted. —¿Para mí? —Sí. Es un regalo. —¿Un regalo? –Sara tiró con cuidado del borde de la bolsa y destapó una cesta de

mimbre rellena de tierra con violetas africanas de todos los colores, moradas, rosa, fucsias, blancas y azules–. ¡Son preciosas, Maribel! Gracias, muchísimas gracias, de verdad. Pero no sé por qué…

—Espere, espere… –Maribel la detuvo con un gesto de la mano y se sentó frente a ella, envuelta en su gabardina todavía, el bolso colgando del hombro–. No se lo va usted a creer, pero es que… Yo tampoco me lo podía creer, pero… Me ha pasado algo muy bueno, y tengo que celebrarlo. Verá… –se llenó los carrillos de aire para dejarlo escapar lentamente, y luego, después de mover la cabeza un par de veces, renunció a resumir, y siguió hablando–. Mi abuelo, el padre de mi padre, tenía un campo en las afueras del pueblo, ¿sabe?, por donde el antiguo camino de Chipiona, a la altura de la playa de la Ballena. Es un campo grande, de tierra buena, pero queda muy lejos, y por eso, desde que él se murió, nadie ha vuelto a cultivarlo. Antes, cuando yo era pequeña, daba gusto verlo. Mi abuelo se iba en burro todos los días, y sembraba papas, calabazas, melones, tomates, pimientos, claveles… Siempre sembraba claveles, y los vendía muy bien, y nos regalaba los que se tronchaban, teníamos la casa llena de flores. Bueno, pues el caso es que luego, cuando él se murió, nadie quiso seguir. El campo es muy ingrato, ya sabe, y sus hijos tenían otros oficios, y mis primos, pues tampoco quisieron dedicarse a eso, total, que ahí estaba el campo, echado a perder. Hasta que a principios del verano apareció un constructor de Sanlúcar diciendo que le gustaría verlo. Estuvo allí un montón de veces, llevó a gente para que lo midiera, hizo un par de agujeros para saber qué suelo había debajo, y dijo que quería comprarlo. Ofreció cincuenta millones, fíjese, por ese campito que nosotros creíamos que no valía nada, que no le hacíamos ni caso, cincuenta millones… Claro que lo que él quiere es construir, y está muy cerca de la playa. Un poco metido, pero muy cerca, a unos diez minutos andando, como mucho. Lo sé porque he hecho ese camino muchas veces. Y ya sabe usted cómo están construyendo por ahí, que han levantado un pueblo entero en un par de años. Total, que yo sabía todo esto, pero no me hacía ilusiones, porque a mi padre, que en paz descanse, le habrían tocado doce, ¿no?, pero yo creía que se los iba a quedar mi madre, como es lógico, y a mí no me iba a dar un duro, eso desde luego… Bueno, pues ayer mi hermano me dijo que no, que nos vamos a repartir la parte de mi padre entre nosotros tres, porque resulta que mi abuelo había hecho testamento, ¿sabe?, que yo no tenía ni idea, pero lo había hecho, porque se casó dos veces, y cuando conoció a mi abuela ya era viudo y tenía un crío pequeño, Jose, que siempre ha sido mi tío, y el hermano de mi padre, y el de los otros dos, aunque tuviera otra madre, que de eso no hemos hablado nunca en mi familia porque él llamaba a mi abuela mamá, y la abuela siempre decía que era su hijo mayor, y tan contentos… Pero por si las moscas, se conoce, mi abuelo hizo testamento, y lo dejó todo muy claro.

Y el campo de la Ballena, que entonces era el que menos valía, no se lo dejó a sus hijos, sino a sus nietos, y no a todos de la misma manera, porque dejó dicho que había que hacer cuatro partes, una por cada hijo, y repartir entre los hijos de cada uno a partes iguales.

Fíjese –la miró con los ojos muy abiertos, una sonrisa salvaje que dejaba ver

todos sus dientes–, y nadie se acordaba.

—O sea –recapituló Sara– que a ti te tocan cuatro millones.

—Pues sí, porque como mi abuelo se murió hace un porrón de años, pues ya no

hay que pagar impuestos de ésos, de las herencias… Ea.

¿Qué me dice? Habría dado media vida por ver la cara que se le puso a mi madre

en el despacho del notario cuando le dijo que no, que no se podía firmar lo de la

venta porque la propietaria no era ella, sino sus hijos. Total, que dentro de quince