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—Que cuánto ahorras, mujer…
Cuánto dinero, de todo lo que ganas, te sobra cada mes.
—¿A mí? –y aunque sabía de sobra que no había nadie más en toda la casa,
apoyó el dedo índice en su propio escote para estar segura de que Sara hablaba
de verdad con ella–. Pues nada, qué me va a sobrar… Ni un duro.
Pero su interlocutora nunca había sido una persona fácil de desanimar, y ya
contaba con esa respuesta.
—Y sin embargo –insistió–, antes del verano vivías con bastante menos dinero. Y
pagabas el alquiler, y hacías la compra, y le comprabas a Andrés lo que
necesitaba, ¿no? –una Maribel absolutamente desconcertada afirmó con la
cabeza–. Entonces, ¿por qué te gastas ahora hasta la última peseta?
—Porque me he comprado una televisión.
—Ya, eso ya lo sé. Con el sueldo de julio. Y una freidora electrónica digital, con el
sueldo de agosto. Y una videoconsola nosécómo para el niño con el sueldo de
septiembre. Y lo estás pagando todo a plazos, ¿a que sí?
—La freidora no –la miraba con los ojos muy abiertos, porque no tenía ni idea del
propósito que animaba aquel interrogatorio, pero hablaba con un acento cauto,
defensivo, como si quisiera protegerse de su interlocutora–. Ésa me la compré del
tirón, porque era barata.
—Me da igual. El caso es que te la compraste, ¿no? –Maribel asintió con la
cabeza–. Pues de eso se trata. De que compres menos cosas, de que uses las que
tienes mientras funcionen, de que no gastes a lo tonto, de que guardes el dinero
de la herencia y de que juntes el dinero que te sobra. Eso es ahorrar.
—¿Y para qué quiero ahorrar yo?
—Para comprarte un piso.
Las cejas de Maribel se curvaron para formar dos arcos agudos sobre sus ojos,
como si estuvieran a punto de despegarse de su cara y echar a volar por su
cuenta, mientras sus labios abiertos, estupefactos ante su propio asombro,
dibujaban una parábola casi perfecta alrededor de sus dientes regulares,
blanquísimos.
—¡Un piso! –repitió por fin, casi chillando–. ¿Yo? Un piso…
—Sí –insistió Sara–. Tú. Un piso.
—Usted no sabe lo que dice –y se aflojó de pronto, se echó a reír como si acabara
de escuchar un chiste antes de levantarse–. ¿Con cuatro millones? ¿Usted sabe lo
que cuestan los pisos aquí, con tanto veraneante dispuesto a pagar lo que sea?
No tengo ni para empezar, ¿sabe?, ni para empezar, así que mejor voy a
cambiarme y vamos a dejarnos de tonterías…
—Así que nada –la voz de Sara, firme, imperativa, la detuvo junto a la silla antes
de que tuviera tiempo de dar el primer paso–. Ahora vas a poner una cafetera,
vas a llenar dos tazas de café con leche, te vas a sentar aquí, conmigo, y me vas
a escuchar. Mira, Maribel, yo entiendo de muy pocas cosas, pero éste,
precisamente, es uno de los temas de los que sí entiendo. En este momento, el
dinero está barato. Eso significa que pagar un crédito hipotecario cuesta menos
trabajo que nunca.
Por el interés, ¿eso lo entiendes?
Los intereses ahora son bajos. Es posible que la situación cambie en el futuro,
pero hay créditos garantizados que… En fin, bueno, eso habría que estudiarlo. Tú
tienes ya cuatro millones, y eso es casi la mitad de lo que necesitas, porque no te
haría falta una casa muy grande. Esos cuatro millones de tu abuelo son los que te