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temporadas, su traje largo, negro, estampado con florecitas minúsculas y
abotonado por delante, o el de piqué blanco, corto y siempre resplandeciente,
aunque el relieve de la tela estuviera ya desgastado por el roce. Antes de tocar un
grifo, Maribel se encerraba en el baño para reaparecer enseguida con una bata de
algodón rosa, muy vieja y rociada de salpicaduras blanquecinas, que le quedaba
estrecha, llevando entre las manos el paquetito meticulosamente doblado en el
que se había convertido lo que ella llamaba su ropa buena.
Aquella mañana hizo lo mismo que todas las demás, pero estaba tan excitada por
las novedades que siguió hablando desde el baño, forzando la voz para impulsarla
a través de la puerta cerrada.
—Así que esta mañana hemos madrugado, y me he ido derechitaa verles, y muy
bien, ¿sabe?, porque yo me temía que fuera sólo para el verano, pero no, se han
venido para vivir aquí todo el año…
Ellos también son de Madrid, fíjese qué casualidad, él es médico, trabaja en el
hospital de Jerez, igual usted los conoce, Olmedo se llaman…
—Sí, pero no los conozco.
—¿Seguro? –embutida ya en la bata rosa, guardó su vestido nuevo en una bolsa
de lona antes de dar a su señora una segunda oportunidad–.
Si son de Madrid…
—Que no, Maribel –Sara sonrió ante la terca desconfianza de su asistenta, que
nunca se acababa de creer que todos los madrileños a los que ella conocía no
fueran a la vez sus propios conocidos–.
Te lo he dicho muchas veces. Madrid es más de cien veces mayor que este
pueblo. Yo no puedo conocer a toda la gente que vive allí, en serio. Y no es
ninguna casualidad que nos encontremos en todas partes, porque somos como
las moscas.
Muchísimos.
—Ya… –pareció aceptar ella, inclinándose sobre el lavavajillas–. Bueno, el caso es
que son de allí, y han venido por lo del trabajo de él, que ya le he contado…
—¿Y ella? –la interrumpió Sara–. ¿Trabaja también?
—¿Cuál ella? –la asistenta se enderezó para volverse a mirarla.
—Pues… la mujer del médico.
Estará casado, ¿no?
—No. Y eso es lo raro, fíjese… –Maribel volvió a esconder la cara en las tripas de
la máquina, y desde allí siguió hablando–.
Porque pinta de mariquita no tiene, y eso que es guapo, ¿eh? Bueno, lo que se
dice guapo, así, bonito de cara, rubio y todo eso, ya me entiende, pues a lo mejor
no, pero que es muy atractivo, desde luego. Verá… –abandonó por un momento
la vajilla para enumerar los atributos del doctor Olmedo mientras los contaba con
los dedos de una mano–. Alto, delgado peronada esmirriado, con el pelo negro,
sin entradas, bien vestido… Un tío como para estar pillado y requetepillado,
vamos, digo yo, y siendo médico y todo, que ganará un pastón… Pues no tiene
mujer.
Igual está separado, ahora, que la niña no es suya, eso seguro, porque le llama
tío Juan…
—Vive con una niña –comentó Sara sin asombro alguno, para desviar aquel
torrente de noticias hacia la dirección que más le interesaba.
—Sí, igual de grande que éste y bien guapa, ella sí, guapísima, aunque tampoco
sea rubia ni tenga los ojos azules ni nada. Tamara se llama, que suena precioso,