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de lo que te cuesta el alquiler del que tienes ahora. Piénsalo un poco, mujer.
Aunque Andrés te diga que ir al Disneyland ése es lo que más le apetece del
mundo, aunque ahora le haya dado por la moto acuática y hace una semana por
un barquito pequeño para salir a pescar, que ni sabe pescar ni tiene tiempo, las
cosas como son. Piensa en él. ¿Qué le convendrá más, heredar un piso o cuatro
fotos con Mickey Mouse? ¿Y a ti? ¿Qué te conviene más a ti? Llevas quince años
haciéndote la cera. ¿De verdad te quieres gastar un dineral en quitarte los pelos
de las piernas?
Piensa, Maribel. A lo mejor no vuelves a heredar en tu vida, y las casas no
pierden valor, al revés, lo ganan con el tiempo. Son una inversión más segura,
más estable que una cuenta en el banco. Y son para siempre. Y si no te queda
dinero para comprar muebles, pues te apañas con los que tienes ahora.
Y cuando termines de pagar este crédito, pides otro. Es todo mucho más fácil de
lo que parece, y al fin y al cabo tú tienes treinta años, toda la vida por delante.
Has tenido suerte, por una vez, mucha suerte. Aprovéchala. Ahorra el dinero y
cómprate un piso, hazme caso. Piensa un poco, Maribel, piénsalo.
Sólo en ese momento Maribel volvió a sentarse. Durante unos segundos
permaneció quieta, con los ojos fijos en la falda. Luego levantó la cabeza muy
despacio.
Desde que la conoció, Sara había estado segura de que a pesar de su aspecto, de
su incultura, de la brusquedad de su voz y de sus risas, de la imprevisible lógica
de sus reacciones, era una mujer inteligente, y aquella mañana no la defraudó.
—Pero yo no tengo nómina –dijo solamente–. Los bancos no me van a dar un
crédito sin nómina.
—Sí. Porque tienes cuatro millones de pesetas, y eso ya es una garantía. Si
dejaras de pagar, el banco se quedaría con tu dinero, ¿comprendes? Eso te
convierte en una clienta interesante. Además, yo puedo hacerte un certificado de
ingresos, y podemos hablar con Juan Olmedo. Yo lo voy a ver el sábado, en la
fiesta de cumpleaños de Tamara, habrá invitado a Andrés, ¿no? Seguro que a él
tampoco le importa.
—¡Quite, quite! –Maribel se echó atrás de repente, removiendo el café con tanta
rabia que algunas gotas se derramaron sobre el mantel aunque su taza estaba
más que mediada–. Con ése no se puede contar, se lo digo yo.
—Pero ¿por qué? A mí me parece muy buena gente, un hombre responsable, y
sobre todo generoso.
No te creas que hay muchas personas por ahí dispuestas a cargar…
—Sí, sí, ya sé lo que va a decir –la interrumpió Maribel–, ya lo sé, y será verdad,
no digo que no, pero también son verdad otras cosas.
—¿Como cuáles?
—Como las que yo me sé.
—Muy bien –Sara resopló–.
¿Y cuáles son las cosas que tú te sabes?
—Mire, a mí no me gusta hablar mal de los demás… No me gusta, porque
también van hablando mal de mí y yo no le hago daño a nadie, ¿comprende? Pero
el otro día, el cabrón de Andrés, mi marido, ¿sabe?, bueno, pues se estuvo riendo
de mí. No sé cómo lo hace, pero no lo veo casi nunca, y cuando lo veo, pues
siempre tiene algo que echarme en cara. Y la otra tarde… En fin, me contó que
ve bastante a ese médico para el que trabajo, así lo llamó él. ¿Y sabe dónde?
Pues en Sanlúcar, en un bar de putas. ¿Qué me dice? Ahí se gasta el dinero el