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hombres, a todos les da por lo mismo… ¡Bueno! ¿Y ahora de qué se ríe usted?
¿Le parece gracioso?
En realidad Sara no estaba riéndose, pero no pudo evitar sonreír. Acababa de
comprender que Maribel había llegado a pensar, o pensaba todavía, en seducir a
Juan Olmedo. Ésa era la única razón capaz de explicar a la vez las burlas de su
marido y su propia, puntiaguda indignación, una razón que aportaba, además y
sobre todo, otra prueba de que su vecino era un hombre de fiar. Pero recurrió a
otros argumentos para justificar su reacción.
—¿Y qué quieres, Maribel, que no me ría? ¡Pero bueno! Y tú qué esperabas, ¿eh?
Un hombre tan joven, con una vida tan dura, ocupándose todo el santo día de un
retrasado mental y de una niña pequeña, y trabajando a la vez, que además es
nuevo aquí, que no conoce a nadie, que no debe de tener tiempo ni para tomarse
una cerveza en paz, así que no digamos para ir a ligar… Por alguna parte tenía
que salir, mujer, no me parece tan grave.
—¡Ah! ¿No? ¿Eh? –Maribel no fue capaz de articular una respuesta más compleja,
pero manifestó una disconformidad fronteriza con el desprecio levantándose
inmediatamente para ir al fregadero y ponerse a lavar las tazas con tanto ímpetu,
con tanta entrega, como si el destino del universo entero dependiera de su
eficacia.
—Pues no, ésa es la verdad.
Y no es que los hombres puteros, así, de entrada, me caigan simpáticos, pero la
vida es muy complicada, mucho, y tú deberías saberlo…
Ella no quiso contestar, y en el silencio que se abrió a continuación, Sara Gómez,
que se había dicho muchas veces, sin ir más allá de la simple extrañeza, que era
muy raro que un médico cualquiera abandonara una plaza fija en un hospital de
Madrid para trasladarse a otro de Jerez, empezó a preguntarse qué motivos
habrían impulsado a Juan Olmedo a emprender aquel viaje, como si la revelación
de Maribel, a la que no concedía ningún valor moral, representara sin embargo
una de las claves de aquel misterio. Lo cierto es que a ella también le resultaba
muy difícil imaginar a su vecino en un bar de putas, pero cuando más absorta
estaba en aquel enigma, Maribel se dio la vuelta y la miró un instante antes de
estallar.
—Lo que es una pena es que usted no se haya casado. ¡Hay que ver! Menudo
chollo se ha perdido el que hubiera llegado a ser su marido. Usted es que lo
comprende todo, ¡qué barbaridad!, pero todo todo… Cómo se nota que ha tenido
usted suerte en la vida, cómo se nota…
—¿Cómo te llamas?
—Elia, ya lo sabes.
—No, me refiero a tu nombre de verdad.
—¡Ah! –ella se echó a reír, dejando ver su dentadura fea, como de gato, una piña
de incisivos estrechos y amarillentos entre dos colmillos rematados en punta–.
Pues casi igual…, Aurelia.
—Muy bien –Juan Olmedo asintió con la cabeza, pensando que a aquella chica tan
guapa le iría mejor si renunciara a la alegría durante su jornada laboral–. Así me
costará menos trabajo llamarte Elia.
Ella volvió a cerrar los labios, pero los mantuvo curvados en una sonrisa
convencionalmente traviesa que le favorecía mucho más. Juan, que se vestía
despacio, sentado en el borde de la cama, la miró con atención, como si nunca la
hubiera visto antes. De cerca, y con las luces encendidas, no se parecía tanto a