38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 34

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volvía a ocupar su sitio al otro lado de la barra, la encontró demasiado vieja, y

demasiado parecida a las gárgolas de piedra de las catedrales góticas, como para

vincular sus palabras a las que Charo había pronunciado por teléfono para

arruinarle el postre de aquel día, y el del día siguiente, y el del otro, todos los

postres que le quedaban. Aquella conversación le seguía escociendo en el oído,

en la garganta, en la lengua, incapaz de desprenderse del gusto repentinamente

amargo de las fresas que se habían congelado en su paladar mientras mantenía el

auricular del teléfono pegado a su oreja durante unos segundos largos como años

enteros. Demasiado bueno. Media docena de sílabas que masticar con todos los dientes para no lograr jamás desmenuzarlas, someterlas, entenderlas del todo. Demasiado bueno. Nada ni nadie lo eran en este mundo, nada ni nadie, se repitió, nada era demasiado bueno, nadie, excepto él.

El segundo whisky no logró posar ningún sabor nuevo en su boca, pero le prometió un atontamiento más agradable que el bucle infinito de aquellas dos palabras que se perseguían sin descanso entre sus cejas. Por eso levantó al fin la vista de la barra, se dio la vuelta y se dedicó a estudiar el panorama. Sus ojos, habituados ya a la penumbra, distinguieron con mucho más detalle los rostros y los cuerpos, los cazadores y los perros, los nudos y las anclas de las paredes.

El bar era pequeño, pero no había mucha gente. A su izquierda, Nicanor movía la cabeza con una frecuencia rítmica, constante, como si no acabara de decidirse entre una jovencita muy delgada, con el pelo largo, rubio sucio, los ojos furiosamente subrayados con una raya negra y aspecto de yonqui, que estaba sentada sola en una mesa, y una mujer más mayor, de unos treinta años, pelo corto, aspecto saludable y aire experto, que fumaba de pie, apoyada en la pared. Juan habría elegido a la segunda, pero no tenía intenciones de disputársela a Nicanor, porque no le gustaba lo suficiente como para demostrarse a sí mismo que Charo estaba equivocada. Tampoco le gustaban mucho las dos chicas que había escogido su hermano para hacer el tonto en medio del bar, ni otra mujer con aspecto triste y la cabeza como una escarola, que hablaba con un hombre canoso en una mesa próxima. Entonces, Damián se cansó de bailar y volvió a la barra con sus dos acompañantes, liberando el hueco preciso para que Juan descubriera en el banco del fondo dos piernas estupendas, perfectas, infinitas, que se extendían entre una minifalda de charol rojo y unos zapatos negros de tacón muy alto. Cuando su mirada alcanzó la consistencia de una garantía, la propietaria de las piernas las descruzó, las estiró un momento, descargando todo su peso en la mínima superficie de los tacones, y las dobló antes de levantarse, como si quisiera ofrecer a su admirador un catálogo completo de sus posibilidades. Luego se puso en marcha, salvó el escalón que separaba la antigua pista del resto del local, y echó a andar hacia él muy despacio. Juan recorrió el resto de su cuerpo con los ojos para dictaminar que, en general, estaba a la altura de aquellas dos piernas prodigiosas. No era una mujer joven pero tampoco madura. Tenía la cintura ligera, las caderas muy acentuadas, y un torso delgado, de hombros estrechos, del que brotaban dos pechos redondos, embutidos en un body negro, calado, que les daba una apariencia confitada, golosa, casi comestible.

Cuando había recorrido la mitad del camino, la mujer con pelo de escarola levantó la mano para detenerla, como si quisiera comentarle algo, y ella se inclinó para escuchar mejor. En aquel escorzo, la promesa de su escote habría trastornado a cualquiera, pero Juan ya le había visto la cara, angulosa, cansada, de una belleza difícil, poco convencional. Llevaba el pelo teñido de caoba y tenía los ojos oscuros, ojerosos, la nariz grande y algo más, un detalle que no conseguía

capturar del todo, un incierto aire familiar que jugueteaba con él, escamoteándole

su origen.

No era posible que la conociera, y sin embargo Juan tenía la sensación de

conocerla, o de conocer a alguien que se le parecía mucho, hasta demasiado.

—Oye –le dijo a Nicanor, que seguía moviendo la cabeza con la misma frecuencia

que antes, repartiendo equitativamente sus miradas y sus dudas–, esa tía…

—¡Ah, sí! La Gogó. Se llama Carmen, pero la llaman así porque de joven bailaba

en una discoteca.

Está buenísima.

—Sí. –Ésa era la verdad, que estaba buenísima.

—Y además se lo monta de puta madre, te la recomiendo, en serio, es…

En ese instante, Juan supo con certeza quién era, y lo dijo en voz alta, como si

existiera alguna posibilidad de que estuviera equivocado.

—Es la mujer del cerrajero de la calle Ávila, la que hace duplicados de llaves, ¿no?

—Justo –confirmó Nicanor, asintiendo con la cabeza–. Esa misma.

La había visto muchas veces, con la misma cara de cansada, las mismas ojeras,

envuelta en una bata verde, grande y polvorienta de virutas de metal, manejando

la máquina, la mano derecha en la palanca que mantenía las llaves en su sitio, los

ojos pendientes de la sierra que iba limando el filo del duplicado. Había hablado

con ella muchas veces, una mujer corriente, con la cara lavada y el pelo recogido

en una coleta, que estaba casi siempre sola en la tienda, porque el cerrajero solía

andar por ahí, abriendo cerraduras o instalándolas a domicilio.

—¡Pero si trabaja con su marido! Estoy harto de verla, siempre le encargamos a

ella las llaves.

¿Qué está haciendo aquí?

Nicanor le miró como si no hubiera entendido la pregunta, y tardó unos segundos

en contestar.

—¡Pues qué va a hacer! Sacarse unas pelillas, como todas.

—Unas pelillas…

—Sí. Aquí todo es de andar por casa, no te vayas a creer que son profesionales,

la Conchi…

–se calló de golpe cuando Juan, que parecía alelado hacía sólo un momento,

mientras repetía sus palabras como si las hubiera escuchado en otro idioma, sacó

un billete de mil pesetas y lo puso encima de la barra–. ¿Pero qué haces?

—Me voy.

—¿Qué? –Nicanor curvó los labios en una sonrisa tímida, indecisa entre la

incredulidad y la burla–. Anda, chaval, vuelve aquí, que al final va a resultar que

tiene razón tu hermano…