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la voz de mujer que se sumó a la de Nicanor cuando empujaba la puerta del bar.
—¡Eh! –dijo aquella voz–.
¡Eh, chico! –Bueno, chaval, esto ya está, escuchó él–. ¿Adónde vas?
–Si no entra bien en la cerradura, le dices a tu madre que me la traiga otra vez y
le doy un repaso, porque este modelo es muy puñetero–. ¡Vuelve aquí! –No, no
me la pagues, ya se la cobro yo a tu madre cuando la vea… Al salir a la calle, se dio cuenta de que tenía las mejillas muy calientes. No necesitaba ningún espejo para comprobar que se había puesto colorado, como cuando era pequeño, pero ni siquiera esa fulminante reacción física le aclaró si sentía vergüenza de sí mismo, de sus nervios, de su huida, de la cerrajera que se había metido a puta en sus ratos libres, o de que existieran lugares como aquél en su propio barrio, a una estación de metro de su casa. Sólo sabía que se sentía incómodo dentro de su cuerpo, que los brazos y las piernas le pesaban como si no fueran suyas a pesar de que parecían haberse ahuecado de golpe, que el color de su cara no cedía al aire fresco del atardecer, y que nunca, nunca, debería haberse dejado convencer por Damián.
Echó a andar por Bravo Murillo para no ir a ninguna parte en concreto. Habría seguido andando hasta el final del último camino, pero se conocía bien, y sabía que antes o después volvería a su casa, pasaría por delante de la puerta de Charo, abriría la suya, se iría derecho a su cuarto, cogería los libros y se pondría a estudiar con la feroz determinación de siempre.
Eso era lo que sabía hacer, era su carácter, su naturaleza, lo mejor de sí mismo, lo peor, el castigo con el que se premiaba cuando estaba a solas, el premio por el que le castigaban los demás, la roca dura y transparente de un destino adverso, apasionadamente escogido, que la sentencia de una princesa de barrio había triturado hasta convertirlo en un montón de polvo.
—Mira, Juan –le había dicho, y él había intuido que aquella advertencia no era más que el prólogo de lo peor–, es que yo… Mira, yo creo que lo mejor es que lo dejemos, ¿sabes?, porque… No es que no me gustes, eso no, sí que me gustas, eres guapo, eres simpático y todo eso, pero te tiras todo el día estudiando, metido en casa, casi no te veo, y luego… No sé. No te gusta ir a guateques, ni a discotecas, ni a la bolera y… Total, que la verdad es que yo necesito otra cosa, otra vidilla, yo qué sé, yo… A mí me gusta ir al cine, sí, me gusta, y me gusta charlar, y eso, pero la verdad es que prefiero bailar, ir de marcha, salir en pandilla. Y mis amigos tampoco te caen bien. Siempre dices que son unos chulos y unos críos, y bueno… A lo mejor lo serán, pero son mis amigos, ¿sabes? Y…, y… Vale, pues que sí, que si estamos saliendo, es normal que…, ¡uf!, pues que nos besemos, y que nos peguemos la paliza, y eso, pero es que pasamos las tardes enteras en los sótanos de los bares, pues tampoco… No es que me aburra, no, porque eso también me gusta, pero… No sé, es que no lo sé explicar, pero yo necesito otra cosa, ya te lo he dicho. Yo creo que eres demasiado bueno para mí, Juan, eso es lo que pasa, y no es que yo sea mala, pero me gustan… otros tíos, tíos con más cosas en la cabeza que aprobar en junio. Gente que sepa divertirse. Y no es que tú no sepas, es que a ti ni siquiera te interesa divertirte, Juan, ésa es la verdad.
Eso le había dicho, y si Damián lo hubiera escuchado, le habría dado la razón y hasta la habría aplaudido al final. Eso le había dicho y él ni siquiera había sabido defenderse, porque lo único que se le venía a la cabeza era la frase de siempre, es que si no apruebo en junio con buenas notas puedo perder la beca… Charo ya
lo sabía, se lo había oído un montón de veces, pero le daba igual, no le importaba, como no le importaba a su padre, que seguía obligándole a ir a la panadería a hacer turnos de fin de semana en plenos exámenes, como no le importaba a su hermano, que cuando llegaba a casa ponía la música a lo que daban los altavoces y le decía que, si no le gustaba, que se fuera a otro cuarto a estudiar, como ni siquiera, en el fondo, parecía importarle a su madre, que le decía a todo el mundo que estaba muy orgullosa de él pero no hacía nada para ponerle las cosas más fáciles. Y aquella noche, cuando llegó a Cuatro Caminos, y vio en su reloj que eran las nueve y media, y siguió andando, sintió la tentación de pensar que tal vez fueran ellos quienes tenían razón, porque siempre había sido así, siempre, desde el principio.
El principio era Villaverde Alto, un piso muy pequeño, al lado de un parque, a más de una hora de camino, en camioneta primero, en metro después, de la panadería de la calle Hermosilla que había atraído a sus padres a Madrid unos pocos meses antes de que él naciera. La tía Remedios, una anciana gorda, torpe y malencarada a la que Juan apenas recordaba con el índice levantado, advirtiéndole que le cortaría una mano si le veía coger un solo chicle sin pagarlo, había reclamado a su sobrino más joven para que la ayudara con la tienda al quedarse viuda, y él, que acababa de casarse y no tenía más futuro que trabajar en el campo por cuenta ajena, ni siquiera se lo pensó.
Así fueron a parar a Villaverde Alto, y ante la perspectiva de heredar el negocio en pocos años, ni siquiera la agotadora rutina de los madrugones, los interminables viajes de ida y vuelta y la obligación de trabajar en domingo, lograron desanimarles. Cuando Damián cumplió un año, su padre empezó a quedarse en casa los lunes, y era su madre quien hacía todo el trabajo mientras la vieja daba órdenes desde su silla, detrás del mostrador, pero Juan no se acordaba de eso. Recordaba perfectamente, en cambio, el entierro de la tía, porque llovía a mares, y el cementerio estaba hecho un barrizal, y su madre, embarazada de pocos meses, tenía muy mala cara y se llevaba la mano a la boca a cada rato, y Damián, de la mano de su padre, lloraba sin parar, y él tenía en brazos a su hermana Paquita, que acababa de aprender a andar y no quería estarse quieta, y los enterradores maldecían en voz baja porque la suela de sus botas de goma resbalaba sobre la tierra mojada, y mamá por fin se alejó unos pasos y vomitó agarrada a un árbol, y todo era triste y sucio y húmedo, y sin embargo estaba contento, porque ahora la panadería era de papá, y antes de salir de casa le habían explicado que tenía que estar contento pero que no se le podía notar. Aquella lluviosa mañana de entierro, Juan había cumplido ya cinco años y Damián estaba a punto de cumplir cuatro. Unos meses después, cuando nació Trini, se hicieron una foto para pedir el carnet de familia numerosa, y su madre pidió una ampliación que colocó encima del mueble del recibidor.
Ella aparecía en primer plano, con el bebé envuelto en una toquilla que colgaba sobre su falda. A su izquierda se sentó Damián, muy serio, con pantalones cortos y las manos encima de los muslos. El padre se colocó detrás, de pie, con una mano sobre la cabeza de su hijo y la otra en el hombro de su mujer. A la derecha,
junto al banco y también de pie, Juan miró a la cámara muy sonriente, con una risueña y rubísima Paquita entre sus brazos. Tres años más tarde nació Alfonso, y hubo que hacer una fotografía nueva, que también fue ampliada y colocada junto a la otra en el mueble del recibidor. Las diferencias fueron mínimas.
Damián volvió a estar sentado en el banco, entre mamá, siempre con el bebé en el regazo, y Paquita, más seria esta vez, y con el pelo más oscuro. Papá volvió a ponerse detrás, de pie, y de nuevo entre su hijo y su mujer, y Juan se colocó aquella vez a su lado, sin ganas de reír, quizás porque Trini, en sus brazos, estaba llorando. En aquella época, Damián tenía ya siete años, pero nunca, ni entonces ni después, apareció en una foto con ninguno de sus hermanos pequeños en brazos.
Tampoco les acompañó nunca al hospital. Era Juan quien iba con su madre y con Alfonso al Clínico, donde un equipo de especialistas estudiaba la evolución del bebé cada quince días para establecer un diagnóstico definitivo. Él siempre recordaría con horror aquellos viajes, que empezaban con una tensa expectación salpicada de sonrisas y presagios engañosos –esta vez sí, Juanito, ya verás, te digo yo que sí, porque me sigue el dedo con los ojos, estoy segura, ¿tú no lo has visto?, ¿no?, será que no te has dado cuenta pero él ya fija la vista, claro que sí, no lo voy a saber yo, que lo he parido– y terminaban en un llanto aturdido y rabioso, su madre apretando al niño contra su pecho con las dos manos y besándolo sin parar en la cabeza, y Juan forzando el paso para no perderla, agarrado a su abrigo, sospechando sin querer que ella ni siquiera se daría cuenta de que le había dejado atrás si la multitud llegara a separarlos en la escalera del metro.
Entretanto, se quedaba fuera, esperando a solas en una sala decorada con fotos de bebés rubios, gordos y sanos, y allí fue donde, una tarde cualquiera, decidió que sería médico, pero que nunca se ocuparía de curar a niños enfermos. La noticia de que el retraso de Alfonso era irreversible afirmó su decisión. A los nueve años, Juan Olmedo se sintió obligado a querer a su hermano pequeño con la culpa imaginaria de su propia inteligencia, y a compensar a sus padres por la calamidad de ese hijo perpetuamente indefenso. Desde entonces, había sido al mismo tiempo el más listo y el más tonto de su casa. —¡Eh, tú, Juanito, ven aquí!
–la voz de Damián le reclamaba a gritos desde el cuarto de estar, desde la calle, desde el patio del colegio–. ¿A que tú no sabes hacer esto? Y entonces encajaba la última pieza en una complicada estructura de palillos que al rato saltaba por los aires ella sola, como por magia, o pintaba cuatro números que, al darle la vuelta al papel, resultaban un hombre barbudo, o se lanzaba a proponer una larguísima serie de operaciones de cálculo para adivinar siempre el resultado al final, o encendía una cerilla en la suela de su bota, o imitaba el sonido de un banjo haciendo cosas raras con la boca, y Juan negaba con la cabeza y una sonrisa de admiración, antes de responder lo evidente. —No, no sé hacerlo.
—¡Claro que no! –se revolvía su hermano, muerto de risa–. ¡Qué vas a saber tú! Juan admiró a Damián lealmente, y de corazón, mientras tuvo cosas que aprender de él. Todos le admiraban, sus padres, sus hermanas pequeñas, sus compañeros de colegio, los niños de la calle. Dami era flexible como un acróbata, sorprendente como un mago, rápido como un atleta, astuto como un adulto, colega como el mejor, imprevisible como sus trucos, desternillante como sus chistes, divertido como sus mejores ideas para hacer pasar en un suspiro cualquier lluviosa tarde de domingo. Un chollo de hermano, pensaba Juan, que durante toda su infancia le quiso sin celos ni complejos, y sin sentir tampoco la necesidad de parecerse a él.
Los dos formaban un tándem, un equipo, una pareja descompensada pero eficaz, como si una columna salomónica dorada y reluciente, ondulante e hipnótica, excesiva, seductora, desbordada de volutas y de pámpanos, fuera incapaz de sostener una viga sin la ayuda de un contrafuerte de piedra, sólido, macizo, sencillo pero poderoso en su simplicidad. Así, después de la última visita al hospital, cuando un papel blanco escrito a máquina trajo de la mano una tristeza pequeña e infinita, capaz de derramarse lentamente, gota a gota, hasta infiltrar los muebles y las paredes, los ojos y la piel, con el agua sucia de la desesperanza, ellos dos se convirtieron en la columna vertebral de una familia encadenada a su propia desgracia.
En los buenos momentos, Dami catalizaba la alegría general hasta lograr que estallara en un tumulto de risas y besos que parecía capaz de colorear el aire, y en los malos, sólo él lograba deshacer las tensiones, corregir la tristeza, aplastar el desánimo con una broma o un chiste que inauguraba una secuencia de sonrisas consecutivas a lo largo de la mesa del comedor para disipar en un instante cualquier pesadumbre. Pero los buenos momentos no habrían sido tantos si Juan no hubiera estado siempre dispuesto a anticiparse a los malos, a quitar a los pequeños de en medio un instante antes de que su madre estallara en gritos, a despeñarse por las escaleras en busca de cervezas frías cuando veía a su padre maldecir ante la nevera abierta, a llevarse a las niñas al parque o al cine cada vez que Alfonso caía enfermo, a pasarse la noche entera repasando un libro con Damián, si éste le confesaba a tiempo que no se había mirado siquiera los capítulos que entraban en el examen de la mañana siguiente. Durante muchos años, Juan había sido el primogénito indiscutible, el único a quien podían confiarse tareas que implicaran responsabilidad, el guardián de los pequeños, el tonto de puro bueno y el más inteligente casi siempre, mientras Damián era el gran simpático, el admirable, el incorregible al que no se podía regañar sin cubrirlo de besos, el malo de puro listo y el más inteligente algunas veces. Entonces todo estaba en orden, los dos se querían, se necesitaban, se equiparaban en lo que sabían y en lo que ignoraban. Damián enseñó a Juan a fumar, y a masturbarse. Le pedía dinero prestado y le prestaba a cambio revistas con mujeres desnudas. Juan enseñaba a Damián cómo se resolvían los polinomios y los problemas de física. Le tapaba cuando llegaba tarde y le pasaba novelas marcadas, con fragmentos que resultaban más excitantes que las fotos de sus
revistas ilustradas. Hasta que los dos decidieron que ya lo sabían todo, y sus caminos se bifurcaron ante la estampa de un camión de mudanzas, el día bendito y maldito a la vez en que sus padres cerraron aquel piso alquilado de Villaverde Alto para mudarse a la que, después de pagar veinte años de cuotas mensuales, acabaría siendo su primera casa propia, el tercero exterior, amplio y soleado, de un edificio antiguo pero no demasiado viejo, desde cuyas ventanas se veía, por un lado, la Dehesa de la Villa, y por el otro, las últimas casas de Francos Rodríguez, la calle más ancha del barrio de Estrecho.
Su padre, eufórico por el traslado que le iba a permitir ir a trabajar en metro –seis tristes estaciones con un trasbordo en Bilbao, o sea, nada, como quien dice–, les había pedido, en el desayuno y por favor, que no le pusieran de mala leche. Por eso Juan no abrió la boca, y trabajó sin descanso toda la mañana, llenando, precintando y bajando por las escaleras cajas de cartón después de identificar su contenido en la tapa. Para él, aquella mudanza era un desastre. Estaba a una semana escasa de que empezara el curso y le acababan de denegar el traslado de su beca porque no había plazas libres de COU con las optativas que él había elegido en ningún instituto de su nuevo barrio. Eso significaba que ahora sería él quien tendría que ir a Villaverde todos los días, y pasarse el día entero fuera de casa para poder cumplir con un horario demencial. En aquella zona obrera del extrarradio no abundaban los estudiantes preuniversitarios. Muchos de sus compañeros se habían descolgado al acabar el bachiller elemental para pasarse a Formación Profesional o empezar directamente a trabajar como aprendices de algún oficio, y entre los que habían llegado a terminar el superior, se habían matriculado en COU menos de la mitad. De ellos, sólo dos compartían la aspiración de Juan a ingresar en la facultad más exigente de Madrid, la que todos los años rechazaba a un mayor número de alumnos. Por eso les había tocado hacer comunes de Ciencias en un grupo de mañana y volver a las aulas a media tarde, para dar las optativas en el último turno, un sacrificio que ni siquiera habría sido tal en el caso de que los Olmedo hubieran seguido viviendo en Villaverde un año más, sólo un año más, pero que ahora le iba a obligar a vivir en la biblioteca del instituto y a comer todos los días un bocadillo en un banco del patio para volver a casa después de las once de la noche.
No se había atrevido a protestar, a sugerir siquiera que la mudanza pudiera aplazarse en función de sus intereses, pero la indiferencia con la que todos, demasiado entusiasmados con el cambio de casa como para prestar atención a ningún otro asunto, acogieron la noticia de sus nuevas dificultades, le mantenía sumido en un doliente estupor, entreverado de incontrolables arrebatos de orgullo. Ése fue el motor que sostuvo en secreto su frenética actividad de aquella mañana, en la que trabajó más, mejor y a mayor velocidad que nadie, para acabar siendo el único que comprendió, ante el hueco inmenso del camión vacío, que su esfuerzo no iba a servir de nada.
—Dejad las cajas de la cocina para el final –advirtió su madre cuando el transportista preguntó por dónde querían empezar–. Así puedo ir yo ordenándolo todo mientras vosotros montáis los muebles.
Juan miró a su alrededor y vio un montón de cajas sin identificar apiladas en la
acera, y a su lado a Damián, que canturreaba, imitando a Raphael con tanta
gracia que hasta los mozos de la mudanza se habían quedado mirándole,
embobados.
—¿Quién ha embalado la cocina?
–preguntó Juan, aunque llevaba toda la mañana oyendo cantar desde allí, y su
hermano, sin soltar el imaginario micrófono que sostenía con la mano derecha,
levantó la izquierda a modo de respuesta–.
¿Y qué cajas son?
Damián se dio la vuelta con las manos extendidas, dispuesto a contestar de nuevo
sin suspender su actuación, y se calló de golpe, dejando caer los brazos antes de
girar sobre sus talones para enfrentarse a su hermano, que caminaba hacia él con
un rotulador en la mano.
—¡Coño! –admitió, y su madre le reprendió en un susurro, no hables mal, Dami,
mientras le limpiaba los mocos a Alfonso–. Pues el caso… Yo las he ido poniendo
aquí, ¿ves?, pero, claro, como luego me he ido al cuarto de las niñas, y papá me
ha ido pasando las del cuarto de estar…
—Total, que ni puta idea –no hables mal, Juanito, murmuró de nuevo su madre,
sin presentir la escena que se desencadenaba a toda prisa–. Pues podías haber
cogido un rotulador y haber escrito encima co–ci–na.
—Pues sí, podía… –Damián se encrespó, dispuesto a defenderse–, pero no me lo
ha dicho nadie, mira por dónde.
—Porque esas cosas no hace falta decirlas, gilipollas –y su madre, asustada, ya no