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descerebrado como tú, tío, es que hay que joderse, si es como sumar dos y dos,
imbécil…
—Mira, aquí el único imbécil que hay… –Damián avanzó hacia él, espoleado por
los gestos del transportista, que llevaba un rato dándole la razón a Juan con la
cabeza, pero su padre se interpuso en su camino cuando estaban a punto de
empezar a pegarse.
—Estate quieto, Dami, porque tiene razón tu hermano, y a lo mejor él no te lo ha
dicho, pero yo sí. Y tú escúchame también –entonces, sin dejar suelto al segundo,
se volvió hacia su hijo mayor–.
Estoy empezando a estar hasta los cojones de tu torito, ¿me oyes? Lo que tengas
que decir, lo dices sin arrugar la nariz, que aquí nadie huele a mierda. Yo no pude
estudiar, ni he ido a la universidad, y os he sacado a todos adelante, ¿entendido?
—Ya se nota.
Aquellas palabras salieron de su boca sin permiso, como si una potencia perversa
de su pensamiento las hubiera deslizado entre sus labios a traición, y el mundo se
encogió, enfermando de miedo entre sus sílabas. Juan vio cómo se volvía su
padre, cómo giraba inmediatamente sobre sus talones y cómo avanzaba hacia él
en dos zancadas histéricas, furiosas, descomunales, él lo vio, tuvo que verlo, pero
siempre recordaría aquella escena a cámara lenta, los hombros de su madre
contraídos, la cabeza inclinada hacia un lado, la boca arrugada en un gesto de
temor, una expresión de niña asustada por los truenos que se escuchan cada vez más cerca, y el asombro de Damián, sus labios separándose lentamente, su mirada empañada por la sorpresa enfocándole muy, muy despacio, y los ojos de Paquita, abiertos de par en par, congelados en una imagen antigua, inmóvil. Todo debió de suceder deprisa, en un instante, pero él nunca podría recordarlo así, y un eco hondo y tembloroso, la huella de un sonido enterrado, remoto, opaco por el tiempo y la distancia, envolverían siempre en su memoria aquella incrédula pregunta de su padre y la insensata rotundidad de su respuesta. —¿Qué has dicho?
—Que ya sé nota que no has estudiado.
La bofetada desarrolló un sonido propio al atravesar el aire, ¡fummm!, antes de estrellarse contra su mejilla izquierda. El golpe le hizo tambalearse, vacilar sobre sus pies como si estuviera borracho, y mientras la realidad recobraba de golpe su velocidad y su color, su solidez y sus contornos, los cuatro dedos de la mano derecha de su padre imprimieron una huella infamante y aún pálida sobre su rostro. Pero lo peor fue el dolor de dentro, las dos lágrimas primerizas, urgentes, que no logró retener, y la soledad que le envolvió a traición, de golpe, en aquel tramo de acera lleno de gente de su propia familia, un bosque de ojos ausentes, una confusión de miradas ansiosas persiguiendo una dirección cualquiera por la que escapar de él.
—Una buena hostia, sí señor –Damián fue el único que se atrevió a acercarse, para afirmar su triunfo en un murmullo mientras le daba una palmada en la espalda–, un pedazo de hostia… Pero ésta te la has ganado, macho, te la has ganado.
Luego, él también se fue. Juan todavía se quedó quieto unos minutos, las piernas juntas, los brazos caídos, la mejilla tumefacta y una imprecisa quemazón en el oído, en la mandíbula, en la garganta, en la mitad izquierda de su cuerpo. Intentaba comprender, comprenderse, averiguar qué le había impulsado a decir aquella estupidez, a lanzar un desafío tan brutal con labios tan serenos, a buscarse aquella bofetada y semejante baño de vergüenza. Había sido tonto, había sido injusto, había sido cruel, había sido infiel a lo que verdaderamente pensaba, a lo que creía, a lo que sentía, y ni siquiera sabía bien por qué. Su padre no debería haber aprovechado la ocasión de regañar a Damián para meterse también con él, no debería haberlo hecho porque él no se lo merecía, porque no había hecho otra cosa que trabajar como una máquina durante toda la mañana, sin escaquearse, sin protestar, sin despegar los labios siquiera. Le sacaba de quicio esa manía igualitaria de su padre, que siempre les echaba las broncas a pares, esa peculiar manera de entender la justicia que le convertía en el más caprichoso y arbitrario de los jueces. Pero esa explicación se le quedaba corta, porque no era la primera vez que sucedía, y porque sabía tan bien como Damián que los castigos comunes, por el hecho de ser comunes, eran más efímeros, más llevaderos que los individuales. Su padre tenía un mal pronto, pero peor memoria. Si se le aguantaba el primer tirón, la concordia volvía de puntillas a los diez minutos y allí, al rato, nunca había pasado nada.
El día de la mudanza pasó algo, aunque Juan Olmedo no acabó entonces de descubrir qué había pasado exactamente. Cuatro años después, mientras la noche se cerraba entre Quevedo y Bilbao, había aprendido ya que el epílogo de su constante, ferviente admiración por Damián fue aquel incontrolado acceso de soberbia, aquella rabiosa reclamación de sus propios méritos, condenados a palidecer eternamente entre el micrófono de Raphael y el último chiste sobre el entierro de Franco. No estuvo orgulloso de sí mismo entonces y seguía avergonzándose al recordarlo ahora, y sin embargo, aunque nunca debería haber arremetido contra su padre, aunque hubiera medido mal, aunque le hubiera salido todo mal, desde aquel día contaba con un apoyo íntimo, incondicional, del que había carecido antes, la certeza de saber que estaba haciendo lo que tenía que hacer, la conciencia de su voluntad, de su capacidad para escoger su propia vida, que le liberaría para siempre de la tentación de dolerse de su suerte, de achacar sus males al destino o a la deslumbrante sombra de Damián. Desde entonces, había aprendido a prescindir del apoyo de los demás. Desde entonces también, estaba solo.
—No te preocupes por lo del viejo –le dijo su hermano aquella noche, cuando se desplomaron, agotados, sobre sus camas nuevas, rodeadas de pilas de cajas sin abrir–. Ya se le ha pasado. —Ya lo sé –contestó Juan.
Un par de horas antes, había ayudado a su padre a subir el armario de su dormitorio, el último mueble que aún estaba desarmado y apilado por piezas contra la fachada. La puerta de la izquierda había entrado bien en el ascensor, pero al intentar meter la de la derecha, la luna se había rajado entera, de arriba abajo, sin llegar a romperse. Aquél fue el único percance grave del día, y el rostro de su padre, cansado y sudoroso, reflejó de pronto una expresión de derrota tal, que Juan empezó a hablar sin haberlo previsto, perdóname, papá, por lo de antes, la verdad es que soy un imbécil, no debería haberte dicho eso porque no lo pienso, lo siento mucho, en serio, no sé lo que me ha pasado… Más lo siento yo, hijo, más lo siento yo, le había contestado su padre, y entre los dos acabaron de subir el armario sin volver a hablar del asunto.
—Ahora con quien está cabreado es conmigo –le reveló Damián cuando los ojos ya se le cerraban solos–. Le he dicho que quiero dejar de estudiar, y me ha dicho que ni hablar, que acabe el BUP y que luego hablaremos… Al llegar por fin a Bilbao, donde pensaba dar la vuelta, Juan acusó en las piernas el cansancio de la caminata, y rebuscó sin mucha convicción en sus bolsillos ante la consoladora estampa de una boca de metro. Pero no encontró nada, o casi nada, dos duros, un calendario de propaganda del bar de Mingo y una entrada de cine arrugada. El billete de mil pesetas que había arrojado sobre la barra de Conchi con una improvisada arrogancia de cowboy de película italiana era todo lo que tenía.
Se sentó en un banco a descansar, y a hacerse a la idea de que tendría que volver a casa andando, y en esa pequeña, familiar contrariedad, se asustó de cuánto la echaba de menos. Charo odiaba los bancos, y las caminatas, pero Juan
no disponía de más dinero que el que ganaba en la panadería, sábados y domingos por la mañana, y eso no daba para mucho. Su padre, equitativo en las broncas, era obsesivamente cuidadoso en la cuestión de las pagas semanales, y tampoco destacaba por su generosidad como patrón. Al principio había sido distinto porque, cuando empezaron a salir juntos, Juan todavía dudaba en qué gastarse su pequeña paga de Navidad y el dinero que había recibido como regalo de Reyes. Antes, Charo le había rechazado ya dos veces, siempre con la misma falsa excusa, que era demasiado joven para echarse un novio, y con la misma sonrisa alentadora que le animó a intentarlo una vez más, a primeros de marzo, cuando ella acababa de cumplir los diecisiete.
Entonces le dijo que sí, y él sintió que caminaba por encima de las nubes. La primera vez que la besó en la boca, encontró en sus labios una insospechada delicadeza y un sabor dulce, crujiente, a caramelo.
Nunca había sido tan feliz como entonces, los primeros días, mientras ella le exhibía con orgullo ante sus amigas del barrio y celebraba la más trivial de sus ocurrencias con risas y aplausos, y le buscaba la boca en los semáforos, y le abrazaba sin venir a cuento en plena calle. Hasta que sus ahorros se acabaron, y los exámenes se acercaron, y a ella se le ocurrió preguntarse por qué él no tenía coche, y por qué tenía que encerrarse a estudiar todas las tardes, y por qué, cuando llegaba el fin de semana, tocaba siempre mucho banco, mucho parque, mucho paseo, y un miserable cubata y medio por barba. Nunca se quejó en voz alta de ninguna de estas cosas, pero Juan las fue leyendo en el cansancio de sus ojos, en la impaciencia de sus labios, en la seca indolencia de sus respuestas, y sintió que el prestigio de su edad, de su condición, de su estatura, se deshinchaba deprisa, como un globo pinchado que rebota en todas las esquinas antes de vaciarse del todo. Por eso, el sábado anterior, en un intento agónico por recuperarla, le pidió cinco mil pelas prestadas a Damián para llevarla a una de las discotecas más caras y más grandes del centro.
—¡Ay, tío, pero déjame en paz…, joooder! –ella, que hacía sólo un segundo parecía maravillada, encantada con las luces, y los espejos, y las tapicerías de terciopelo oscuro de aquel antiguo teatro que conservaba sus palcos dorados, y el vestíbulo señorial de los grandes estrenos del pasado, se revolvió con violencia entre sus brazos apenas ocuparon un sofá, ante una mesa baja–. Parece mentira. Lo serio que eres y lo salido que estás, es increíble, vamos… —Es que me gustas mucho –él siempre se defendía con el mismo argumento, una verdad pavorosa, suficiente, porque era cierto que le gustaba mucho, tanto que cuando no estaba con ella, la veía en el techo de la biblioteca de la facultad, en los escaparates de las pastelerías, en el café con leche de todos sus desayunos, en el trozo de cielo que se distinguía desde el balcón de su cuarto, y por eso, cuando la tenía delante, se le iban los ojos, y las manos, y la boca, detrás de ella, encima de ella, a través de ella, y no podía evitarlo, necesitaba tocarla, besarla, apretarla entre sus brazos hasta sentir el relieve de sus costillas en la yema de sus dedos, porque le gustaba mucho, más que mucho, tanto como ninguna otra cosa que existiera en este mundo.
—Vale, y tú también me gustas a mí, pero yo no te asfixio, ni te aplasto, ni estoy
todo el rato encima de ti, como si fuera un oso –se arregló la ropa, se separó un
palmo de él y le miró con ojos serios–. Contrólate, tío, no me des la noche, ésta
no, aquí no, por favor.
Juan abrió un palmo más de distancia entre los dos, cogió su copa, enganchó los
zapatos en el borde de la mesa y se repantigó en el sofá con los hombros
hundidos y el silencio doliente que exigía su ofendida dignidad. Cuando Charo se
levantó y le pidió que la acompañara a bailar un rato, se limitó a negar con la
cabeza, y repitió el mismo gesto cada vez que ella se asomó para reclamarle con
una señal de la mano. Hasta que, a medianoche, todas las luces se atenuaron, y
emigraron en bloque hacia un blanco frío, tenue como una luna nublada, para
anunciar el comienzo de la música lenta. Charo fue a buscarle, lo cogió de la
mano, le arrastró hasta la pista y se dejó abrazar.
—Lo siento, Charo, yo…
–murmuró él entonces en su oreja, sintiendo el relieve del cuerpo de su novia