38956.fb2
rotulador rojo, lo había encerrado entre signos de admiración, lo había subrayado
tres veces, y lo había rodeado al final con un grueso trazo circular.
—Gracias, yo…
—No, gracias a ti –ella se inclinó sobre él y le dio un beso en cada mejilla–. Ha
sido un placer tenerte como alumno, Juan, y un privilegio. Te vamos a echar de
menos.
En el viaje de vuelta, aislado del calor, del ruido y del tumulto por ese círculo rojo
que le expresaba con más nitidez, con más precisión que su propio nombre, Juan
Olmedo sintió una serenidad nueva, un flamante dominio sobre sí mismo y sobre
los demás, un poder inédito que ponía en sus manos el control del tiempo, el
presente y el futuro. Había llegado hasta allí él solo, y le sobraban fuerzas para ir
más allá. Eso pensaba, acariciando con los ojos una vez, y otra, y otra más, el
perfil de aquellos signos de admiración, aquellos trazos que parecían propulsarle
por encima del techo de la excelencia, a través del supremo umbral de los
escogidos, en la exacta dirección de su propia imaginación desbordada, saturada
por aquel descomunal alarde de la realidad. Cuando bajó del autobús, frente a la
puerta de su casa, sonrió al recordar la inquietud con la que había completado el
recorrido inverso, y al cruzar la calle, le pareció que el suelo estaba más firme que
nunca bajo sus pies. El portal, como una cueva profunda, fresca y oscura, acarició
sus brazos desnudos con la contraseña de la pereza más merecida. El ascensor
estaba en el último piso, y cualquier otro día habría subido hasta el tercero
andando, pero aquella mañana ya no tenía prisa.
Pulsó el botón de llamada y entonces oyó la música.
El ritmo entrecortado, burdo y machacón de la canción del verano atronó durante
un segundo con un estrépito de percusión electrónica que pareció rebotar en
todas las paredes. Después, alguien bajó el volumen, y el cantante empezó a
repetir un estribillo festivo, absurdo, con un inconfundible acento francés que
hacía adelgazar la última sílaba de cada palabra. Empujado por una curiosidad
trivial y repentina, Juan Olmedo siguió el rastro de aquellas erres lánguidas a través de un corredor que antes había pisado apenas un par de veces, hasta desembocar en el patio interior del edificio, un espacio cuadrado, no demasiado grande, que los vecinos usaban solamente para tender la ropa y almacenar los trastos viejos o inservibles mientras esperaban la visita del trapero. Allí estaba, entre otros desechos, la luna rajada del armario de sus padres, que él mismo había dejado apoyada en una pared cuando la cambiaron por otra nueva. Frente a ella, estudiándose en el espejo roto, una chica morena bailaba. Al verla, Juan Olmedo retrocedió un par de pasos, ocultándose tras la puerta que separaba el pasillo del patio. Aún no sentía otra cosa que curiosidad, y aquel escondite resultaba un observatorio perfecto. Pegado a la pared, para no ser descubierto a través del espejo, Juan distinguió en el suelo un tocadiscos portátil, de plástico, que jamás habría pensado que fuera capaz de hacer tanto ruido, en el que giraba un disco pequeño.
Su dueña era más alta que baja, morena, flexible y muy joven. Llevaba unos zapatos negros de mucho tacón, que le estaban grandes por más que intentara rellenarlos con unos calcetines de lana cuya simple visión mareaba en aquel despiadado mediodía de verano, una falda tableada muy corta, y una camisa blanca remangada por encima del codo, que se arrugaba justo debajo de sus omóplatos para dejar la mitad de la espalda al aire, como si la bailarina se la hubiera anudado debajo del pecho.
De momento, eso fue todo. Hasta que la canción terminó, y ella se acuclilló junto al tocadiscos para ponerla de nuevo, mostrándole el impecable perfil de su rostro. Tenía las pestañas tan espesas que parecían postizas, la nariz recta y pequeña, los labios grandes, levemente abultados, y una cualidad imprecisa que se relacionaba con cada uno de estos rasgos sin identificarse del todo con ninguno, y que hacía imposible renunciar a mirarla. Cuando Juan descubrió que podría estar toda la vida mirándola, ella se levantó al ritmo de los primeros compases, secó el sudor de sus manos frotando las palmas contra la falda y regresó a su puesto, frente al espejo. Antes de empezar a moverse, retiró algo que parecía un simple bolígrafo del desordenado nudo en el que se había recogido el pelo, y su melena negra, larga y lisa, reluciente, se desparramó sobre su espalda. Entonces la recogió con las dos manos, la retorció como si fuera una sábana recién lavada y se la enrolló encima de la cabeza, sujetándola con el bolígrafo y una asombrosa pericia en un moño alto y casi perfecto que descubría completamente su nuca. Aquel gesto desató el primer escalofrío. Aterido y tembloroso en un horno sofocante, incapaz de gobernar la sumisión de sus ojos, Juan recorrió aquel camino de piel impúdica siguiendo el rastro de las gotas de sudor que trazaban senderos transparentes para ir a morir en la camisa blanca, y aún fue consciente de lo que estaba haciendo. Pero luego, cuando las caderas de aquella chica empezaron a oscilar con una frecuencia armónica y salvaje, cuando sus piernas desnudas, como sacudidas por una corriente eléctrica, descargaron una serie de furiosos latigazos contra el suelo, cuando su pelvis debutó en el baile, avanzando y retrocediendo al ritmo de los impulsos que marcaban sus brazos doblados al
aferrarse a una palanca horizontal e imaginaria, él dejó de saber ya quién era,
cómo se llamaba, qué significaba el papel sucio y arrugado que estrujaba entre
los dedos. Ella levantaba las manos, se acariciaba el cuerpo, lo hacía descender
para elevarlo después muy despacio con un lento, insinuante, obsceno contoneo
circular, y de vez en cuando, como las bailarinas de la televisión, giraba
bruscamente sobre sus talones para bailar de espaldas al espejo, sólo para él, y él
sentía un pinchazo agudo y delicioso en el centro del pecho, mientras el aire
abandonaba a toda prisa sus pulmones para dejar que se ahogara en su propia
conmoción.
—¡Chariii! –el grito se impuso como un trueno al volumen de la música–. ¿Qué
haces ahí? ¿Has vuelto a cogerme los zapatos negros?
¡Sube inmediatamente!
Ella no contestó, y siguió bailando, trazando con el cuerpo la más grandiosa
secuencia de ochos a la que Juan hubiera llegado a enfrentarse jamás, un
problema que nunca lograría resolver.
—¡Chariii! –el segundo grito resonó con el tono de las amenazas verdaderas–.
¿Estás sorda o qué?
—¡No, mamá! –ella también sabía chillar.