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—¡Voooy!
Todavía ensayó un par de pasos y dio una vuelta completa antes de apagar el
tocadiscos. Después lo guardó en su funda, protegió cuidadosamente el espejo
con una puerta vieja que estaba apoyada en la pared, a su lado, se quitó los
zapatos y echó a andar con ellos en la mano. Al verla avanzar hacia él, Juan
recobró de golpe la razón, y calculó que no le iba a gustar mucho encontrárselo
ahí, escondido detrás de la puerta. Llegó a advertirse a sí mismo que debería huir,
salir corriendo, pero la tentación de verla de cerca fue más fuerte.
—¡Anda! –ella dio un respingo cuando lo descubrió, pegado a la pared, con su
examen de Biología hecho una bola de papel entre las manos–. ¿Y tú qué haces
ahí?
—Nada –contestó él, con una voz frágil que apenas reconoció como suya.
—¿Nada? –se rió, como si encontrara graciosa una respuesta tan tonta–. ¡Pues sí
que estamos bien!
Oye, y por cierto… ¿Tú quién eres?
—Yo… –Juan carraspeó, y apretó la bola de papel con las uñas hasta estar seguro
de que su garganta no dejaría escapar otro gallo–. Vivo en el tercero. Me llamo
Juan. Juan Olmedo.
—¡Ah, sí! Tú debes de ser el hermano mayor de esas niñas que van siempre igual
vestidas, y de ese otro chico que anda siempre con el memo de Nicanor…, ¿cómo
se llama? Damián, ¿no? –él asintió con la cabeza y ella frunció los labios en una
mueca de sorpresa–. ¿Y por qué no te he visto nunca antes?
—Es que he tenido que hacer COU en el instituto de mi antiguo barrio, en
Villaverde Alto, y los fines de semana, pues… –ganó tiempo mientras decidía si la
verdad le favorecería mucho, y concluyó que no, pero fue sincero porque no logró
improvisar una excusa mejor–. Ayudo a mi padre en la panadería por las
mañanas, así que no estoy mucho tiempo en casa.
—¿Vas al instituto?
—Sí, bueno, he acabado este año. El año que viene iré a la universidad. Voy a
hacer Medicina.
—¿Medicina? –volvió a preguntar ella, y Juan asintió, creyendo que ya había
hecho lo más difícil.
Sin embargo, aún tuvo que pasar por la vergüenza suprema de ponerse colorado–. Vale, pues como te vuelva a pillar espiándome, te vas a enterar…
Pasó a su lado con una expresión de cólera que no parecía muy auténtica, y
cuando no se había alejado más de dos o tres pasos, se volvió de repente, los
labios curvados en una sonrisa mal reprimida.
—¡Y cierra la boca, chaval, que se te va a llenar de moscas!
Él también sonrió sin querer, se rindió a la sonrisa automática que conquistó sus
labios como si tuviera previsto quedarse a vivir toda la vida en ellos, y siguió
sonriendo mientras ella desaparecía por el fondo del pasillo, con su camisa
blanca, y su pelo negro, y su falda corta, y sus muslos del color de las tartas de
yema tostada, y así permaneció durante mucho tiempo, a solas con su sonrisa y
el atropellado tumulto de su corazón, que había logrado trepar por su garganta
para latir en la misma frontera de sus oídos. Cuando echó a andar, fueron
también sus piernas las que lo decidieron por su cuenta. Él las siguió con los
movimientos dóciles, mecánicos, de un muñeco de cuerda prendido aún en el
hueco dorado de las corvas de aquella chica, recostado en la línea de su cuello,
acoplado a su cintura desnuda y sudorosa, aturdido, noqueado, narcotizado por
su propio deslumbramiento.