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viera, seguro que no. Y mira que lo va pidiendo la tía, ¿eh?, a gritos lo va
pidiendo, no hay más que verla… Si es que hay que ser memo, coño, tonto del
culo, hay que ser… No aprenderás nunca, Juanito, nunca en la vida, tanto
estudiar, tanto estudiar…
Luego lo soltó de golpe, y terminó de desnudarse como si estuviera solo en la
habitación. Juan apretó los ojos, los puños y el alma, pero antes de regresar a las
cervicales, se preguntó por primera vez qué clase de sonido producirían los
huesos humanos al romperse.
El día en que Tamara cumplió once años, Andrés estuvo a punto de no ir a la fiesta. La tarde anterior, mientras el poniente suspendía en el aire un millón de diminutas gotas de agua que no se veían, pero empapaban todas las cosas con una tenacidad líquida y triste, su madre y él tuvieron una bronca insólita en el único hipermercado del pueblo. A Andrés no le gustaba ir de compras y la ropa le traía sin cuidado. Era él quien solía consolar a Maribel cuando ella se quejaba, con una pequeña amargura que no dirigía en concreto a nada ni a nadie y que por eso se acababa volviendo contra sí misma, de que su único hijo tuviera que vestir
siempre ropa usada, herencias de sus primos, de sus vecinos, de los hijos de
algún conocido que llegara a acordarse a tiempo de que existía. Sin embargo,
aquella vez era distinto.
Aquella tarde, al volver del colegio, Andrés le recordó a su madre que tenía que
llevarle de compras antes de saludarla y hasta de quitarse la mochila. No quiso
quedarse a ver sus dibujos animados favoritos y ni siquiera consintió en sentarse
a merendar. Se comió el bocadillo en la parada del autobús y al llegar a la tienda
no pidió agua, ni una coca–cola, aunque tenía sed, porque quería que su madre
estuviera contenta. Buscaron juntos un disco compacto que le apetecía mucho a
Tamara y fueron luego a la sección de ropa de niños, donde se tomó su tiempo
para escoger una camisa blanca de manga larga con rayas verticales, anchas,
azules, y un forro polar liso, del mismo azul. Cuando se volvió, descubrió que
estaba solo. Su madre avanzaba hacia él llevando una percha en la mano.
—Mira –le dijo, mostrándole lo que ella llamaba un «jerselillo», un polo muy fino,
de manga corta, estampado en rayas horizontales, verdes y marrones, separadas
por una especie de grecas blancas impresas en relieve–. ¿Qué te parece?
—No –y movió la cabeza de un lado a otro para acentuar su negativa–. Lo que yo
quiero es esto, mamá.
—A ver… –Maribel abrió la camisa, la miró frunciendo los labios en una mueca
despectiva, le echó un vistazo al precio y ni siquiera se tomó la molestia de
alargar la mano hacia el forro polar que su hijo le tendía–. Ni hablar.
Una camisa de manga larga ¿para qué? Ni que fueras de boda, hijo mío. Esta
camisa luego no te la vuelves a poner en la vida, y el jersey ese, tan gordo, no
digamos ya… ¡Pero si aquí no hace frío para llevar eso! Este jerselillo, en cambio,
te vale también en verano. Ahora te compro un jersey de esos finitos, de cuello
de pico, verde, o marrón, para que haga juego, y ya…
—¡Que no! –Andrés estiró los brazos, cerró los puños, y los movió en el aire, en
un gesto que se quedó a medio camino entre un acceso de rabia infantil y una
pelea imaginaria pero intensa, casi cómica–. No me pienso poner eso.
No me lo voy a poner, no, no y no.
Mañana me quedo en casa y no voy a la fiesta, ya está.
—¿Pero qué estás diciendo? No entiendo…
—No pienso ir vestido de cateto a la fiesta, mamá, ¿lo entiendes? No me da la
gana. Prefiero no ir.
—¿De cateto? –Maribel dirigió a su hijo una mirada más que recelosa–. ¿Pero qué
pamplinas son ésas? ¿Quién te mete tantas tonterías en la cabeza? ¿Sara?
¿Tamara? ¡De cateto! Tú no sabes lo que dices, hijo mío…
—Claro que lo sé –murmuró Andrés, mientras el desaliento suplantaba a la rabia
en su voz, delgada ahora, tensa y frágil como un hilo a punto de romperse–. Y no
hace falta que me lo diga nadie. Me doy cuenta yo solo de las cosas.