38956.fb2
levante afloje. Da miedo, ¿verdad?
Andrés levantó la cabeza y leyó una respuesta afirmativa en los ojos de Juan, en
los de Sara, aunque ninguno de los dos quisiera contestarle.
—Es siniestro –comentó él por fin, como si no hubiera sido capaz de encontrar
antes la palabra justa para calificar lo que estaba viendo.
—Sí –Sara arrugó el ceño–.
Pobres animales.
—No es más que viento –repitió Andrés, meneando la cabeza–, pero a mí me da
mucho miedo… Me da miedo que acabemos todos locos, igual que los pájaros.
II
El precio de los fusiles
Al día siguiente, domingo, Sara Gómez se levantó tarde y con una desconocida
sensación de bienestar que al principio ni siquiera fue capaz de catalogar como
tal.
Cuando lo logró, se incorporó en la cama y dirigió una mirada suspicaz a su
alrededor, como si algo, los muebles, los objetos, el orden en el que estaban
colocados, pudiera haberse movido durante la noche, en la ausencia forzosa de
sus horas de sueño. Pero no halló el origen de ese cambio repentino entre las
cuatro esquinas de su habitación.
Tampoco en su interior. Sentía la cabeza tan pesada como si la tuviera llena de agua y esa turbiedad placentera de las buenas resacas, las que se resuelven en una insensibilidad esencial para combatir la violencia de los amaneceres, esquivando el dolor de cabeza y la conciencia de culpa que germina en la garganta seca de las malas borracheras. Volvió a tumbarse, se acurrucó en una esquina de la cama y se tapó hasta la nariz, dispuesta a apurar esa sensación que no era capaz de comprender, un bienestar que no controlaba pero que tampoco comprometía la objetividad de sus percepciones.
Después de haber sostenido durante casi treinta años un idilio inconstante pero tumultuoso con el alcohol, Sara había desembocado en una disciplina de abstinencia personal que se resumía en una regla básica. Nunca bebía cuando estaba sola. Sin embargo, se permitía una copa, o dos, cuando tenía la oportunidad de disfrutarlas entre otros bebedores, porque ésas no le daban miedo. Desde que vivía al lado del mar, estas normas habían cambiado ligeramente, plegándose a la voluntad del paisaje y al nuevo carácter de una soledad distinta, pero los resultados seguían siendo aceptables. Lo de la noche anterior había sido una excepción, se dijo, y ni siquiera excesiva. En esta certeza se acunó hasta que consiguió dormirse de nuevo. Su padre siempre se tomaba una copa de coñac después de cenar. Sara no se acordaba de cuándo había empezado a mirarla con envidia, pero ya fumaba en casa, y traía un sueldo cada fin de mes, cuando decidió empezar a acompañarle. Al verla por primera vez con una copa en la mano, su madre se tapó la cara con el delantal, el gesto terminante, universal, con el que expresaba casi cualquier sentimiento, indignación, alegría, escándalo, sorpresa, disgusto, emoción o tristeza, pero a su marido no le pareció mal. Arcadio conocía a su hija mejor que Sebastiana porque podía leer en su cara, en la firmeza de sus labios, en la determinación de sus cejas, en una forma peculiar de levantar la cabeza con la nariz por delante como si pudiera olfatear las amenazas, la huella del carácter que él tuvo una vez hasta que su suerte le obligó a tragárselo y lo perdió para siempre. Por eso, cada vez que rellenaba su copa echaba un chorrito en la de Sara, y fruncía el ceño para comentar sin palabras la monótona queja de su mujer, que les recordaba cada noche en un murmullo infatigable, como un rezo, una salmodia, que aquello era cosa de hombres, de hombres, y que ya lo decía hasta el anuncio, cosa de hombres, de hombres, no de jovencitas… Sin embargo, a escondidas de la publicidad, el coñac también da calor y compañía a las mujeres.
Las arropa por las noches, dentro y fuera de sí mismas, las protege piadosamente de su memoria, y cubre sus ojos con el velo neutro, gris, del sueño fácil. Cuando lo descubrió, Sara se lanzó en sus brazos con la alegría incauta de las amantes primerizas, y en ausencia de otros amores, lo cultivó sin paciencia y con tesón. Hasta que le vio la cara. Entonces, su propia pobreza la salvó. Personas con más intereses, con más preocupaciones, con más propiedades, con más horizontes que ella, habrían sucumbido en su lugar al fuego dulce de la disolución, pero Sara
no tenía nada, ninguna cosa excepto a sí misma, y no podía perderse como se estaba perdiendo, gota a gota, en la opacidad de las madrugadas, en las puñaladas de los despertares, en esa pasta seca y embarrada que rellenaba cada hueco de su boca entre los dientes y las encías; la sed sólida, espesa, que masticaba sin ganas entre la última copa y la siguiente. Por eso, una noche cualquiera que parecía idéntica a todas las demás, descubrió que no podía afrontar la mirada de su padre. La dignidad, ese recurso desesperado y último de las supervivientes, fue su primera razón para dejar de beber. Pero las vidas difíciles fabrican adultos difíciles, y la facilidad es líquida, ambarina, confortable, barata, útil. Imprescindible a veces, y de memoria larga, duradera. Sara Gómez no habría querido volver a beber pero lo hizo, una vez, y otra, y otra, siempre que descubría que su camino se borraba, que se esfumaba ante sus ojos, que ya no podía avanzar, escoger una dirección, seguir adelante, siempre adelante, porque todas las flechas convergían, señalaban hacia el mismo lugar, ella misma parada, quieta, clavada en el suelo. Conocía bien ese pánico, ese cansancio de la inmovilidad, del aburrimiento grave y profundo que suele embozarse en nombres más sonoros, hastío, angustia, desesperanza. Ella sola tal vez habría hallado una salida, pero no estaba sola, tenía a su cargo a dos ancianos maltratados y exhaustos que merecían al menos un final apacible. Cuando dudaba hasta de eso, el coñac volvía a darle calor, compañía, hasta que el paladar se le empastaba de barro, y entonces lo dejaba, y ya sabía que no era para siempre. Esa incertidumbre, el presentimiento constante de las recaídas, no la atormentaba, porque había aprendido a vivir en la ambigüedad como los peces aprenden a nadar en el agua, por pura necesidad, por puro instinto, antes incluso de tener recuerdos. La niña partida por la mitad que cambiaba de ojos igual que de vestido, y sabía mirar en color, y mirar en blanco y negro, se había extinguido en la figura discreta de una mujer corriente, una silueta común, reconocible aunque no vulgar, que sin embargo nunca encajaba en ninguna parte, como la pieza defectuosa que recorre una y otra vez la superficie de un puzzle gigantesco sin hallar jamás un hueco hecho a su medida. Cuando se abusa demasiado de la elasticidad de un tejido, las fibras se relajan, se rinden, se aflojan para siempre. Así su ánimo, incapaz ya de dar más de sí, se había amoldado al caos, un desorden sentimental que no hallaba solución, pero sí cierta apariencia de estructura, en el fondo de una copa de coñac. Más allá, ya no esperaba nada, no aspiraba a nada, no quería saber nada. Hasta que de repente todo cambió. Algún oculto engranaje del universo se puso en marcha, una tuerca remota ajustó en un tornillo, una estrella cambió súbitamente de rumbo, y se hizo la luz en la imaginación de una mujer sin futuro. Cuando Sara Gómez descubrió que por fin tenía una oportunidad de enderezar el destino con sus propias manos, comprendió de inmediato que la sobriedad era un requisito fundamental para sus planes. A partir de aquel momento, tenía que pensar mucho y hacerlo deprisa, estar muy despierta, pendiente hasta de los menores detalles, y mimar escrupulosamente su reputación. Se despidió del coñac con un beso lánguido y melancólico, esa nostalgia imprecisa con la que se abandona a los amantes que
hacen daño sólo a costa de haber regalado antes el precario fulgor de un placer purísimo, venenoso, irreemplazable, pero, sin embargo, no lo echó de menos en el frenesí cotidiano de su dulce impostura ni en la feroz explosión que vino después, el frenesí distinto pero igualmente intenso que había culminado en una vida nueva, una flamante normalidad que jamás se habría atrevido a calcular para sí misma.
Entonces se puso alerta. Al fin y al cabo, tenía tan pocas cosas que tampoco había sabido nunca cómo despedirse de nada, ni de nadie, para siempre. Pero en la playa descubrió que el coñac había cambiado con ella. Había cambiado su sabor, más manso ahora, más pálido, y había cambiado su poder, que parecía haber renunciado al seco despotismo de antaño para ejercer una autoridad –matizada, flexible, limitada a la cantidad que llenaba la copa. Después de treinta años de pasión y de culpa, Sara Gómez aprendió a beber por placer, para cultivar el leve estado de alumbramiento interior que cimenta el prestigio de los bebedores sabios, renunciando al fin a la necesidad sucia y humillante de beber para atontarse, para no pensar, para no saber, para merecer el pobre premio de un sueño largo y pesado. Cuando se dio cuenta, sintió una amarga punzada de compasión hacia sí misma, pero concluyó que peor habría sido no llegar a sentirla nunca. Desde entonces, había vuelto a beber sola, una copa única después de la cena, nunca llena del todo, y no todas las noches, y el rito mudo de calentarla en la mano, de consumirla despacio, mirando el cielo o leyendo un libro, se había convertido en el mejor momento de muchos de sus días.
La noche anterior había renunciado espontáneamente a ese equilibrio, pero agradeció la magnanimidad de su cuerpo, que no quiso pasarle factura, sin llegar a arrepentirse del todo. La verdad es que durante la fiesta y sobre todo después, cuando todos los niños se marcharon y Juan Olmedo la invitó a quedarse para disfrutar de una última copa en el campo de batalla al que había quedado reducido el salón de su casa, había estado mucho más pendiente de lo que ocurría a su alrededor que de la cantidad de coñac que ingería en cada sorbo. Con la excepción del instante de terror que paralizó a Alfonso ante la imagen de dos gaviotas clavadas en el cielo, no había sucedido nada extraño. Tamara parecía contenta, tranquila, y tan cansada como era de esperar después de tantas horas de protagonismo absoluto, pero Sara seguía dándole vueltas a la inquietud de Juan, al nerviosismo que había mordido las esquinas de cada palabra en aquella revelación que ella no esperaba ni había provocado, una confidencia grave que sin embargo le había sonado tan fácil, tan fluida como si estuviera ensayada. Era él quien había escogido ponerla en guardia, prepararla para un impacto que no llegaría a producirse, hablar de más. Sara sabía por sí misma que el exceso de precauciones puede llegar a resultar más significativo que su ausencia, y al comparar el oscuro color de los tenores de Juan Olmedo con la neutra placidez de las escenas que estaba contemplando, se afirmó en la sospecha de que algo no encajaba, como si algún detalle importante no hubiera llegado a aflorar entre las breves, ordenadas, exactas pausas de su discurso.
—Mi hermano Damián, el padre de Tamara, murió hace exactamente un año –le explicó mientras caminaban deprisa, con el viento en contra, por la calle comercial más importante del pueblo–, el mismo día del cumpleaños de la niña. Su hija estuvo esperándole toda la tarde para partir la tarta, pero él no pudo llegar a tiempo. Apareció a las tantas de la mañana. Tamara, que se había cogido un berrinche espantoso, estaba ya durmiendo.
Damián había bebido muchísimo y no andaba muy bien de reflejos. Yo le estaba esperando. Estaba preocupado porque no había llamado para avisar, nadie sabía por dónde andaba, y me enfadé al verle así, porque estaba desatado, siempre borracho, no comía, no dormía… Se pasaba mucho, todos los días. Total, que discutimos, se puso nervioso, perdió el equilibrio y se cayó por la escalera. Era una escalera larga, recta, sin rellanos, la escalera ideal para matarse, y además tuvo mala suerte, muy mala suerte, porque se partió el cráneo contra un escalón. Mi cuñada había muerto siete meses antes, en un accidente de coche, y no sé cómo reaccionará la niña ante otra fiesta de cumpleaños. Yo habría preferido no celebrarla, pero ella está empeñada en hacerlo y, después de pensarlo mucho, he decidido hacerle caso. Creo que darle demasiada importancia al aniversario acabaría siendo peor. Por eso no te escuchaba, lo siento.
Aquella mañana, Juan Olmedo la había llamado a casa desde el trabajo. Faltaban solamente un par de días para el cumpleaños de su sobrina, y aunque llevaba semanas dándole vueltas a la cuestión del regalo, no había decidido nada todavía hasta que la noche anterior, un instante antes de quedarse dormido, tuvo por fin una idea luminosa. Iba a regalarle a Tamara un traje de flamenca. Por un lado estaba seguro de que le gustaría, porque a todas las niñas les gusta tener un vestido tan especial, pero además le había parecido una forma de afianzarla en su nueva vida, de ayudarla a echar raíces, a asentarse en el lugar donde vivía. Una compañera del hospital le había dado la dirección de una modista que vendía trajes durante todo el año, y se le había ocurrido llamarla para pedirle que le acompañara, porque no estaba muy seguro de saber escoger. También podría recurrir a Maribel, añadió al final, pero no me fío demasiado de sus gustos. Sara sonrió antes de asegurarle que no había hecho planes para aquella tarde y que le encantaría ir de compras con él. Mientras tanto, pensaba que aquélla sería una oportunidad excelente para comentar con su vecino los flamantes planes inmobiliarios que estaba empezando a diseñar, tanto para asegurar el futuro de su asistenta como para combatir su propio aburrimiento.
Quedaron a media tarde en un bar del centro del pueblo y ella atacó enseguida, cuando aún no habían terminado los cafés. Juan estuvo de acuerdo en que, aun pareciendo atolondrada, caprichosa, Maribel era en realidad una mujer muy trabajadora y responsable, y llegó a darle la razón a Sara en cuanto a la conveniencia de que invirtiera el dinero que había heredado. Más allá, su atención se fue extinguiendo en una serie mecánica de gestos de asentimiento y gruñidos de aprobación que convencieron a su interlocutora de que la oía sin escucharla. —Bueno –resopló ella, cuando no había llegado aún a la mitad de la lista de posibilidades que estaba empezando a barajar–, ya veo que no es un tema que te
apasione.
—No, no es eso –respondió él, mirándola a la cara por primera vez desde que caminaban juntos–.
Es que estoy preocupado, perdóname…
Entonces le contó cómo había muerto su hermano, el padre de Tamara, y ninguno de los dos volvió a decir nada, ni de aquél ni de ningún otro asunto, hasta que el vestido que eligieron les proporcionó un tema de conversación confortablemente trivial para el camino de vuelta.
Desde aquel momento, Sara Gómez no había dejado de analizar la escueta noticia de la muerte de Damián Olmedo. Hiciera lo que hiciera, ducharse, cocinar o ver la televisión, la figura de un hombre rodando por una escalera la acompañaba como si estuviera grabada en relieve sobre el telón de fondo de su memoria, consintiendo apenas la breve aparición de otras imágenes, otras fugaces figuras, pero sin querer borrarse del todo. Le fue dando vueltas a aquella historia con la metódica minuciosidad que había convertido su cabeza en una herramienta de cálculo, pero no fue capaz de hallar en ella ninguna fisura, ningún resquicio que consintiera la amenaza de una palanca.
Cada una de las preguntas que se le ocurrían tenía una respuesta inmediata, evidente. La gente muere todos los días en accidentes domésticos, crueles de puro estúpidos, se asfixian con el hueso de una ciruela, se caen al intentar arreglar el tejado de su casa o se electrocutan colgando una lámpara, y sus muertes resultan tan triviales, tan brutalmente razonables, que ni siquiera merecen una nota en los periódicos. Juan Olmedo estaba allí, pero eso no era extraño.
Las familias suelen reunirse en los cumpleaños de los niños, y él debía de tener mucha relación con Tamara, con sus padres, porque de lo contrario no se habría hecho cargo de ella después, cuando se quedó sola. Que viera caer, morir a su hermano, aportaba un detalle siniestro a su relato, pero tampoco escapaba a la lógica. Si estaba con él, en lo alto de la escalera, no habría podido evitar el accidente, y si estaba abajo y vio cómo se le venía encima, no habría tenido tiempo para reaccionar. Cuando se conocieron, el verano anterior, Tamara le había contado que sus padres murieron en un accidente y, como si la pudorosa parquedad en los detalles dependiera de un factor genético, no quiso añadir nada más. Sara había supuesto desde el principio que la niña hablaba de un accidente de tráfico, y ella se lo confirmó más adelante con algunos datos sueltos que ahora parecía evidente que se referían solamente a la muerte de la madre, pero hasta para eso existía una explicación sencilla. Si su padre había llegado tarde y borracho a su cumpleaños, si había discutido por eso con su hermano y se había caído por la escalera, el recuerdo del accidente sería para ella peor que una pesadilla. Quizás se sentiría incluso culpable de haberlo provocado y, hasta si no era así, la versión de que ambos padres habían muerto juntos, en el mismo accidente, siempre parecería más sencilla, más limpia que la verdad. Nadie hace demasiadas preguntas sobre los coches que se estrellan, como si las personas que los usan a diario asumieran alegremente que el destino de cualquier coche es
estrellarse antes o después. Tal vez había sido el propio Juan quien había aconsejado a su sobrina que se limitara a contar aquella mentira a medias, y Sara no sólo lo habría comprendido, sino que habría aprobado esa estrategia con energía. Al llegar a este punto, se daba cuenta de que estaba atrapada en una historia verosímil que además tenía ingredientes de sobra para ser cierta y, sin embargo, algo la impulsaba a volver al principio, a repasar otra vez todos los datos, a preguntarse dónde estaba el error, mientras la figura de un hombre desconocido que cae rodando por una escalera se le hacía tan familiar como si pretendiera quedarse a vivir dentro de su cabeza.
La expectación que Juan había provocado con sus advertencias se deshizo como una burbuja de jabón ante la naturalidad con la que Tamara desempeñó su papel de anfitriona. Sin embargo, cuando el final del bullicio la consintió volver a pensar, mientras hablaba con su vecino cara a cara en un rincón del salón, Sara se dijo que la ausencia de reacciones de la niña encerraba un misterio aún más profundo que la inesperada confidencia de su tío. Le habría parecido más natural que Tamara estuviera triste, mustia siquiera por dentro, que forzara sus sonrisas, que se hubiera emocionado al soplar las velas, que hubiera dado alguna señal, si no de duelo, sí al menos de cierta melancolía. En su alegre impasibilidad, que no albergaba ninguna esquina, ningún hueco para el recuerdo del padre muerto, creyó encontrar Sara Gómez un argumento nuevo para seguir meditando, mientras el coñac la envolvía poco a poco en una espesa crisálida de algodón sedoso, tibio y transparente.
A la mañana siguiente no lo había olvidado del todo, pero cuando logró levantarse por fin, hacia las once, le intrigaba mucho más esa insólita, benéfica sensación cuyo origen no había podido descubrir aún. Abrió la puerta del cuarto de baño y la cólera de la corriente la congeló en el umbral durante un instante. Desventajas de acostarse borracha, pensó, al darse cuenta de que se había dejado la ventana abierta toda la noche y, aunque estaba tiritando, no quiso cerrarla, porque el aire frío le venía bien para despejarse, y el cielo, arrogante de puro azul en la frontera de diciembre, alardeaba de un sol resplandeciente y circular, como una garantía anticipada de la primavera. Se envolvió en el albornoz y al sentir el contacto del tejido contra su piel, vio casi esas chispas de colores que identifican las obras de las hadas madrinas en las ilustraciones de los libros infantiles. Cuando se cubrió las mejillas con las solapas, lo comprendió todo. El albornoz estaba seco, completa y definitivamente seco, tan esponjoso, tan crujiente como si lo acabara de descolgar de la cuerda en pleno agosto. Hacía más de un mes, tal vez dos, que no tocaba nada parecido.
Entonces supo lo que saben las gaviotas, y entendió al fin esa extraña frase con la que la gente del pueblo describía los efectos de un viento sin el cual no podrían ni sabrían vivir en invierno.
El levante se lo lleva todo, decían, y era verdad. Sara volvió al dormitorio, abrió el balcón de par en par y se abandonó al viento que barría las casas, que secaba las sábanas, que limpiaba el aire, que aireaba la sangre estancada en el mohoso abrigo de la humedad, esa tristeza pantanosa y sucia de los días más cortos. El
levante azotaba su cara, desflecaba su pelo, bailaba dentro de su cabeza e inundaba sus pulmones con el ritmo necesario, regular, de una marea aérea y torrencial que afilaba el sentido del verbo respirar. La pesadez del plomo, la mecánica del óxido, el aterciopelado veneno del musgo huían en tropel, con esa prisa torpe de los cobardes, ante el empuje de aquel viento formidable, tan poderoso y paternal como un dios clásico.
Sara corrió al piso de abajo, aseguró las puertas para que no golpearan, improvisó una colección de pisapapeles con ceniceros y cacerolas, y abrió las ventanas una por una. No se acordó entonces del otro levante, el demonio rencoroso que hace hervir el cielo, y a la gente con él, en la inmensa olla de paredes transparentes donde se cuecen los días más infernales de cada verano. Los papeles y los objetos que echaron a volar por su cuenta pese a todas sus precauciones le trajeron en cambio el recuerdo de la noche anterior, el desorden en el que habría amanecido la casa de sus vecinos y, como si el viento pudiera barrer también las ideas tontas, se asombró de haber llegado a consagrar tanta atención a desmenuzar las claves de una tragedia que no encerraba otro misterio que su propia, trágica naturaleza. Todas las obras del azar son enigmáticas, porque su misma esencia es un enigma, y ella debería saberlo mejor que nadie. Si Juan Olmedo tuviera algún día la oportunidad de escuchar su propia historia, empezaría a preguntarse de qué película habría podido sacar ella tantos disparates antes de llegar a la mitad.
Cuando el levante agotó su capacidad de regocijo, fue a la cocina y se preparó un café. No quiso tomar nada más porque era ya muy tarde, todo un acontecimiento que celebrar en el peor día de la semana. Mientras calculaba que apenas llegaría a cruzar unas pocas palabras con el quiosquero y tal vez con el camarero de algún bar si se animaba a ir de paseo al pueblo por la tarde, removió junto con el azúcar la verdad de todas las mañanas de domingo.
—Lo que pasa es que me aburro –musitó, aunque su vecino no pudiera oírla, ni absolverla en el acto de todas sus sospechas–, eso es lo único que pasa…
En octubre de 1963, cuando empezó a frecuentar aquella clase tan distinta de las aulas que conocía, Sara Gómez Morales recordaba bien los tormentos que le había infligido el álgebra en el último año de bachiller. Por eso se tomó la taquigrafía como un pasatiempo, una simple técnica que dominar a base de memoria y horas de práctica. Con la mecanografía le ocurrió algo parecido, aunque la máquina representaba un elemento ajeno para alguien acostumbrado a trabajar solamente con una pluma y un papel.
De todos modos, aquel verano había aprendido cosas mucho más raras, que le exigieron dosis de concentración muy superiores. A calcular la cantidad de lejía necesaria para lavar la ropa blanca sin que la tela se debilite ni se ponga amarilla, por ejemplo. A planchar una americana a través de un paño húmedo. A determinar el punto exacto del tomate frito, en el momento en que la pulpa ha soltado ya todo el líquido pero el aceite todavía no ha empezado a aflorar a la
superficie. A limpiar boquerones quitándoles la cabeza y la raspa sin que el lomo se parta por la mitad. A sacudir un felpudo con esa especie de gigantesco pay– pay de mimbre trenzado que su madre llamaba simplemente el cacharro ese de sacudir el felpudo. A blanquear las junturas de los azulejos viejos, mates y deshechos ya por las esquinas en un polvillo grisáceo que se confunde con la argamasa, repasando los contornos con un pincelito mojado en un líquido que huele mal y que después, una vez seco, hay que extender con un paño por toda la superficie para intentar devolver a la cerámica un poco del brillo que le han arrebatado los años, hasta que los brazos empiezan a doler tanto como si amenazaran con desprenderse del tronco ellos solos y caerse al suelo a la vez, inútiles y rotos, agotados, definitivamente muertos.