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Hasta entonces, había vivido con sus padres como una invitada, una pasajera accidental y transitoria, la prolongación natural de aquella niña de casa ajena que venía sólo a comer, sólo los domingos. Durante dos semanas, todos habían mantenido su parte en aquella ficción. Ella salía de su cuarto a las horas de las comidas y nadie más entraba en aquella habitación enmoquetada de azul donde la ropa sucia se amontonaba sobre la cama entre libros abiertos, envoltorios de galletas y bolsas de patatas fritas abandonadas a la mitad. Aquella mañana, su madre había incumplido esas normas y Sara ni siquiera necesitó preguntarse por qué enrojecía de vergüenza ante la visión de aquel cuarto que seguía teniendo el suelo ligeramente inclinado, y sin embargo ahora parecía más grande, y más cómodo, y más acogedor que nunca. En aquel momento, Sara Gómez Morales tomó posición frente a su destino, aunque no se diera cuenta de que lo estaba haciendo. Siempre la habían tratado con blandura, pero si había logrado crecer, y avanzar, y llegar a vivir esa inconcreta mezcla de pesadilla y sueño imposible en la que se estaba ahogando, era porque había aprendido a tiempo a ser dura consigo misma. Cuando su madrina la despidió en el portal de la casa de la calle Velázquez, no hubo piedad. Ahora tampoco la habría.
Sara recordó una habitación de casa de muñecas, aquel otro cuarto de muebles lacados en blanco y decorados a mano que el paso de los años había convertido
en un perverso espejismo infantil, la clave de una realidad encubierta por la rutina y las fiestas de cumpleaños, el ridículo vestigio de un mundo concebido para una niña cuyo único pecado había sido cumplir diez años, y luego once, y después doce, y trece, y catorce, y recuperó la rabia que sintió una noche que le parecía tan lejana ya como si hubiera sucedido en otra galaxia, la primera noche de sus dieciséis años, cuando comprendió de golpe no sólo por qué no le cabían las piernas en el escritorio, sino por qué nunca jamás iba a tener otro escritorio hecho a la medida de sus piernas de adulta. Doña Sara se había cansado de jugar a las mamás y no merecía siquiera la recompensa de una lágrima. Lo que Sara no podía consentir ahora era que su madre, sin haber tenido nunca la oportunidad de enseñarla a jugar a su manera, la tratara como a la señorita que había dejado de ser.
Ella estaba en la cocina, picando cebolla, ajo y perejil en una tabla de madera. Sara fue hasta allí y se quedó de pie, a su lado, sin saber qué decir, por dónde empezar, cómo gritar esta vez que ningún tren, ya hubiera salido de Madrid, de Barcelona o del fondo de las calderas del infierno, le iba a pasar a ella por encima. Nunca. Ninguno. Jamás. Los segundos pasaban despacio, el ajo ya no se veía, y mientras el cuchillo reducía la cebolla a porciones infinitesimales, Sara envidiaba en silencio la afortunada serenidad de su filo y no se decidía ni a arriesgarse a humillar a su madre dándole las gracias, ni a correr el riesgo de ofenderla pidiéndole que no se le ocurriera volver a limpiarle la habitación. Entonces, Sebastiana le dio la vuelta al cuchillo, empujó con el dorso el contenido de la tabla hacia una sartén sin que un solo trozo cayera fuera, se limpió las manos en el delantal, y sonrió.
—¿Qué tal? –saludó a su hija en un tono risueño que se limitaba a celebrar aquella inesperada visita, sin exigir ninguna respuesta. —Bien –contestó Sara de todas formas–. ¿Qué haces? —Carne guisada, para comer. —¡Qué buena! ¿Y no le echas patatas?
—Sí, pero al final… –y la madre desvió la mirada para dirigirla a la cacerola, como si no hubiera sido capaz de interpretar a tiempo el sentido de esa repentina curiosidad, el exagerado entusiasmo de la hija, pero rectificó enseguida, y volvió a mirarla–. Las patatas son más blandas que la carne, se cuecen muy deprisa. Si las echo ahora, se desharán. Por eso hay que esperar hasta que la carne esté casi hecha. Con media hora tienen bastante. —¡Ah! –murmuró Sara–. No lo sabía.
Y ninguna de las dos encontró otra cosa que decir. Sebastiana se lavó las manos y, cuando se aburrió de frotárselas con un paño limpio, lavó también la tabla, para secarla con la misma exasperada e innecesaria parsimonia que había aplicado antes a la cara interior de sus dedos, a las cutículas, al borde de las uñas. Sara se daba cuenta de que su madre estaba nerviosa, pero ella tenía también las manos vacías, y no iba a encontrar en ningún cajón un cuchillo capaz de romper la membrana invisible, poderosa, que las mantenía a raya, estancadas en la prudencial distancia de la cortesía, en orillas distintas de un silencio que las
llamaba por su nombre. Una era la madre de la otra, y ésta era su hija, y sin
embargo nunca habían aprendido a hablar, a estar juntas. Las dos percibían ya el
exacto peso del aire que se elevaba sobre sus cabezas como si un émbolo las
fuera aplastando poco a poco para taladrar el suelo con sus cuatro pies, cuando
Sebastiana se llevó la mano a la frente y sonrió.
—¡La ropa! –exclamó entonces, aliviada por haber encontrado al fin algo que
decir–. Tengo que tenderla, se me había olvidado.
—No, mamá –Sara se le adelantó, buscó con los ojos el barreño, lo encontró
sobre una silla y fue más rápida–. Ya la tiendo yo.
Abrió la ventana y encontró un cestillo lleno de pinzas en el alféizar. Se hizo un lío
con las poleas hasta que comprendió que tenía que empezar a tender sólo a partir
del nudo, y desde ese momento se propuso no cometer ningún otro error. Es muy
sencillo, se repetía cada vez que fijaba un extremo de la ropa a la cuerda, muy
sencillo, y trabajaba despacio, asegurando cada movimiento, lo único importante
es que no se caiga nada al patio… Entonces sacó del barreño una camisa, y le dio
la vuelta, y se la volvió a dar, y la miró otra vez, por los dos lados.
—Mamá… –se atrevió a preguntar por fin–. ¿Por dónde se cuelgan las camisas,
por la parte de los hombros o por abajo?
—Por abajo, y es mejor que pongas las pinzas encima de las costuras, porque
dejan menos señal y se planchan mejor luego.
Sara colgó bien las camisas y mal casi todo lo demás, pero logró emparejar los
calcetines y tender la colada entera sin que ninguna pieza cayera al patio, y al
terminar se sintió bastante satisfecha de sí misma, porque tampoco sabía que
veinticinco minutos fueran un plazo excesivo para aquella tarea.
—Bueno –dijo, mientras cerraba la ventana y se daba la vuelta con el barreño en
la mano, sin saber qué hacer con él–. Esto ya está, ahora…
Entonces se calló. Su madre estaba de pie, muy cerca, y la miraba con la cabeza
muy derecha, las manos estrujando el delantal, y un velo líquido en los ojos. Sara
nunca había podido soportar ese temblor de los ojos de su madre, el llanto
retenido que bailaba en sus pupilas durante minutos enteros como el signo
contradictorio de una tormenta mansa, el indicio de unas lágrimas que nunca
estallaban, que se derramaban en silencio, si lo hacían, con el ritmo lento,
lluvioso, de quien sabe llorar también para expresarse.
—No llores, mamá –Sara tiró el barreño al suelo y fue hacia ella, ahogándose en
sollozos más violentos–. Yo… lo siento mucho…
—¿Y qué vas a sentir tú, hija, qué vas a sentir?
—No lo sé, mamá… No sé…
Sebastiana abrió sus brazos cortos, rechonchos, y Sara, que era mucho más alta,
supo encoger para desplomarse entre ellos. Así estuvieron las dos mucho tiempo,
aprendiendo a hablar tarde, y sin palabras. Mientras tanto, el guisado se agarró.
Aquel día acabaron comiendo huevos fritos con patatas y Arcadio no quiso
preguntar nada, porque cuando llegó a casa, a las dos de la tarde, se dio cuenta