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Para ella no habría fusiles, no habría mentiras, las cosas son como son, le había dicho su madre, no tienen remedio. Sus hijos, al menos, no lo habían encontrado. Sara pensaba también en ellos, en sus iguales, sus hermanos, sombras conocidas sólo a medias que vagaban por la casa en los recuerdos de sus padres y que llamaban por teléfono los domingos. Todos estaban lejos.

Arcadio trabajando en Alemania, pelado de frío pero contento y ganando dinero, según sus cartas, que anunciaban siempre una visita siempre aplazada. Sebastiana en Avilés, adonde se había ido detrás de su marido, un obrero asturiano de la siderurgia del que se había hecho novia cuando estaba haciendo la mili en Cuatro Vientos. Los dos menores seguían en Madrid, pero la ciudad había crecido tanto que resultaba difícil creerlo. Pablo vivía en San Fernando de Henares, trabajaba en la ITT y estaba casado con una limpiadora de la Mahou. Tenían dos hijos pequeños y llegaban al fin de semana tan agotados que les compensaba más el trabajo de hacer la comida en casa que la perspectiva de una excursión hasta el centro para comer de balde en Concepción jerónima. Socorrito no llevaba ni un año casada y ya estaba embarazada. Vivía en el puente de

Vallecas, en casa de su suegra, una anciana enferma y malhumorada a la que nunca iba a poder quitarse de encima, porque su marido, además de encofrador, era hijo único. Ella venía con más frecuencia, normalmente por la tarde y siempre con muchas prisas, como si tuviera que escaparse de su casa para ir a darle un beso a su madre.

Sara se alegraba de verla, porque apreciaba el recuerdo de la precaria intimidad que las había unido alrededor de la Mariquita Pérez, y aprovechaba la única enseñanza útil que le debía a las monjas dedicándose a tejer por las noches un jersey de perlé blanco para el bebé. Socorro, por su parte, se comportó desde el primer momento como una hermana mayor, cómplice, protectora, y enseguida empezó a tratarla con la confianza suficiente para contarle cosas de su marido, de su casa, de su vida en Vallecas. Así, Sara le cogió mucho cariño pero aprendió al mismo tiempo que no quería ser como ella. Ni como las muchachas de la casa de la calle Velázquez. Y sin embargo, seguía pensando, soñando con fusiles, cualquier remedio que permitiera equilibrar la balanza del orgullo con un futuro aceptable.

Cuando comprendió que no lo iba a encontrar, cayó en la desesperación y allí vivió algunos días, hasta que su padre, una noche, dijo algo que la animó a pensar otra vez, en una dirección que acabaría resultando irreprochablemente correcta.

—Nosotros no sabíamos nada, hija… Nosotros, lo que dijera el partido, los que habían estudiado, los que valían para mandar, los que sabían. Que había que resistir, pues a resistir, que había que esperar, pues a esperar, que todo el que quisiera se iba a poder marchar a tiempo de aquí, pues eso… Y ya ves cómo nos engañaron, como a tontos, que eso es lo que éramos, tontos perdidos. Ellos sí se marcharon. Casado el primero, y corriendo. Nos entregó y se largó, así mismo. Todavía le estoy oyendo, el general Franco nos ha dado garantías, decía por la radio, no hay que temer represalias contra quien no tenga delitos de sangre. ¿Es que yo tenía? No. Pues me condenaron a muerte dos días después de cogerme, eso hicieron. Pero qué iba a saber yo, hija, qué iba a saber, si yo aprendí a leer con treinta años…

Seis días después, a media tarde, Sara Gómez Morales llamó a la puerta de la casa de los señores de Ochoa, donde todo el mundo la reconoció sólo con verla. Y sin embargo, ya no era ella. La adolescente despreocupada y caprichosa que todos recordaban no sobrevivía más allá del aspecto de una rigurosa impostora que ya se había propuesto no volver a confiar ni en su sombra y no dar un paso más, nunca en la vida, sin anticipar previamente hasta la más trivial de sus consecuencias. Sólo esa acritud había logrado llevarla de la mano ante la presencia de su madrina manteniendo su orgullo a salvo en un refugio interior, tan oscuro, tan hondo, que allí no le hacían daño las mentiras, las promesas traidoras, las sonrisas hipócritas, los besos que pudieran llegar a ensuciar la pureza de sus labios homicidas. La habían tirado a la vía, pero ningún tren iba a pasarle por encima. A ella no. Nunca. Ninguno. Jamás. Aunque tuviera que secarse por dentro, vivir en una alarma

constante, soñar sueños miserables, tragarse el sapo diario de la conformidad y la humillación.

Al fin y al cabo, los fusiles no crecen solos en medio del campo, hay que ganárselos, arrebatárselos al enemigo, saber robarlos o ahorrar para comprarlos, y si ése era el precio que había que pagar, lo pagaría, pero ella no sería humilde, no sería mansa, no sería tonta.

Sólo existía un camino posible para seguir adelante y pasaba a la fuerza por la obligación de armarse. A esa única conclusión había llegado Sara después de pensar y pensar, y pensar más aún, para descubrir que, si su madre estaba en lo cierto, su padre también tenía razón. Ella tenía que acabar siendo de los que habían estudiado, de los que valían para mandar, de los que sabían, y eso significaba, de entrada, encontrar un buen trabajo, ganar dinero, vivir bien. Y luego ya veremos, se prometía a sí misma cuando dudaba de sus planes, cuando se sentía sin fuerzas, sin ganas de seguir, ya veremos, y pensaba en Socorro, en Sebastiana cargada de hijos, en las angustias de los fines de mes, y apretaba los dientes para repetírselo muy en serio, como una orden, un lema, una consigna, ya veremos.

—He pensado en estudiar algo que no sea muy largo, secretariado bilingüe por ejemplo, para aprovechar mi francés. Luego, cuando empiece a trabajar, podría aprender inglés, e ir haciendo otros cursos.

A mí me gusta estudiar, ya lo sabes, se me da bien, pero me gustaría saber qué piensas tú.

Estaba repitiendo con pequeñas variaciones, una hábil estrategia de sinónimos bien escogidos, lo que su madre le había contado acerca de los proyectos que doña Sara tenía para ella, y antes de terminar, comprendió que había acertado. —¡Pues qué voy a pensar! Que hablas con mucha sensatez, hija, y que me alegro mucho de haberte recuperado, de que estés otra vez aquí. No sabes cuánto te he echado de menos…

Mientras los ojos de su madrina traicionaban una emoción reprimida, Sara, a quien ya le daba igual que fuera auténtica o no, procuró agrandar los suyos, convocar a su rostro una tensión concentrada y dramática, responder a aquellos ojos con la misma clase de mirada.

Entonces creyó descubrir que esos apacibles simulacros no le hacían mella por dentro, que no rebajaban la firmeza de las amenazas que consolaban el silencio forzoso de sus labios cerrados, ni abrían espacio alguno para la compasión. Se equivocaba, pero las equivocaciones maduran despacio, como las personas. —Mi amiga Loreto, ya la conoces, ¿verdad? –doña Sara seguía hablando con la gratuita magnanimidad de quienes no necesitan luchar para ganar sus guerras, y Sarita asentía con la cabeza, ya me las pagarás, hija de puta, decorosa, serenamente, me las vas a pagar todas juntas, sentada en el borde de la silla, tan discreta y atenta como se espera de una señorita, ya lo verás, ya…–, tiene una hermana casada con el propietario de media docena de academias repartidas por todo Madrid. Preparan oposiciones, dan cursos de taquigrafía, de secretariado, en fin… La central, como si dijéramos, está en la calle Espoz y Mina, muy cerca de tu

casa. Aunque es un poco tarde y a lo peor hasta han cerrado ya el plazo de la matrícula, estoy segura de que Loreto me haría el favor de conseguirte una plaza. Podrías hacer un curso de tres años y, al final, sacarte el título oficial más completo. Ya te buscaríamos luego una buena colocación. ¿Qué te parece? Doña Sara se quedó mirándola con una sonrisa expectante y las manos juntas, cruzadas sobre el regazo. Sarita había llegado a conocer muy bien el significado de esa sonrisa, la expresión de generosidad complaciente ante todo con ella misma que su madrina había adoptado, por última vez, cuando accedió a forrar sus zapatos de fiesta con seda amarilla, esa cara de hacer regalos que implicaba la contrapartida urgente, inmediata, de una desbordada gratitud. Cumplió fielmente también con esa norma, se acercó a saludar a don Antonio, que apenas le respondió, y pasó por la cocina para despedirse del servicio. Luego, bajó trotando por las escaleras para llegar antes a la calle. Cuando respiró al fin la brisa cálida, calmosa, que agitaba las copas de los árboles, le dolía todo el cuerpo y algo más.

Me acostumbraré, se dijo, ya me acostumbraré, eso seguro, y aunque sus piernas reblandecidas, temblonas, se negaban a moverse, ella las forzó, y forzó el paso hasta perderse en la boca del metro.

Creyó que ya había pasado lo peor, el tiempo del naufragio, de las dudas, de la pasividad envenenada, de los violentos bandazos de la indecisión. Ahora tenía planes, otra cabaña, un propósito al que aferrarse con el grado de esperanza, de desesperación, que pudiera ser preciso en cada momento. Pero la realidad, que es perezosa y se resiste a mudarse de casa, seguía acechándola desde una esquina de la Puerta del Sol, y era muy fea, más incluso que la imperdonable grosería de mencionar el dinero, el precio de las cosas, en una conversación íntima y familiar.

La Academia Robles de Taquigrafía, Mecanografía y Secretariado ocupaba la primera planta de un vetusto edificio que ya ni se acordaba de cuándo había perdido la última memoria de su pasado esplendor. El piso inmenso, laberíntico, que había resultado de las caóticas y sucesivas ampliaciones de un pequeño núcleo original, estaba recorrido por un pasillo que se ramificaba en otros más estrechos, algunos de los cuales terminaban de forma abrupta en una pared para evocar la espina dorsal de un gigante paralizado y deforme. A ambos lados de cada corredor, un número incontable de puertas antiguas de diversas épocas y molduras, uniformadas todas ellas por el mismo centenar de capas de esmalte blanco cuya evolución se podía establecer estudiando con atención los desconchones, sinceros como estratos geológicos, daban paso a otras tantas minúsculas habitaciones, pomposamente clasificadas como aulas. Cada uno de estos cuartitos albergaba un mobiliario dispar, variopinto, que podía llegar a integrar en una sola hilera seis o siete modelos distintos de silla, casi siempre con una pequeña extensión, que hacía las veces de escritorio, incorporada en el lado derecho. Las había de madera, de contrachapado recubierto de un laminado sintético, y de plástico, algunas eran plegables y otras no, podían tener el tablero abatible o fijo, una rejilla bajo el asiento para colocar los libros o sólo aire entre

las patas. El señor Robles, a quien Sara no llegó a ver ni siquiera una vez en los cuatro años que invirtió en obtener los títulos de Secretaria Bilingüe de Dirección y Contabilidad, le daba una póstuma oportunidad a los pupitres que iban desechando los institutos y los colegios públicos pagando un poco más que los traperos, y seguía la misma norma en todo lo demás. Las máquinas de escribir eran tan viejas que sólo aporreando las teclas con saña se lograba, y no siempre, imprimir un carácter sobre el papel. Las mandaban a reparar constantemente, y aun así era rara la que no tenía rota una letra, o dos. La explicación oficial era que les convenía aprender en teclados duros para lograr después el mejor rendimiento cuando trabajaran en máquinas más cómodas y modernas, pero ese argumento no justificaba que todos los plafones tuvieran siempre un tubo fundido, o que la profesora de francés, una cincuentona con la nariz colorada como un pimiento y el acento pastoso de anís, conociera ese idioma peor que la propia Sara.

A la mayoría de los alumnos, sin embargo, todo esto le traía sin cuidado. Al margen de algún voluntarioso y esforzado oficinista que invertía su tiempo libre en mejorar su currículum con vistas a un hipotético ascenso, la Academia Robles se nutría sobre todo de jovencitas de la edad de Sara, procedentes de familias de clase media baja que intentaban proporcionar alguna formación a esas hijas a las que no podían permitirse enviar a la universidad, donde, sin embargo, tal vez llegara a estudiar alguno de sus hermanos varones. Ellas no sufrían precisamente por eso. Casi todas las semanas abandonaba alguna, que se había matriculado sólo por probar, o por no seguir aguantando discursos parecidos al que Sara no había necesitado escuchar más que una vez de labios de su madre. Muchas habrían preferido estar trabajando ya, de aprendizas de peluquera, o de maquilladora, o en una tienda de ropa, los tres puntos que delimitaban con nitidez el invariable triángulo de sus intereses. Todas sabían ponerse rulos, plancharse el pelo, hacerse moños altos, y se pintaban mucho hasta para ir a clase, groseros trazos negros delimitando la frontera de sus párpados entre una mancha de color pastel y la artificiosa rigidez de las pestañas postizas bañadas en rímel, como una hilera de patas de insecto. Se llevaban las faldas cortas, pero las suyas eran cortísimas. Se llevaban las botas altas, pero las suyas eran altísimas. Abonadas a una singular estética del superlativo, Sara miraba con aprensión sus uñas, largas y curvas como navajas, el esmalte seco, rojo rojísimo, un poco más descascarillado cada día de la semana, la hinchazón de sus melenas cardadas y ahítas de laca, los collares que llevaban por docenas, el plástico exagerado y barato de sus pendientes, y las escuchaba hablar a gritos, palmearse bruscamente los muslos al reírse, repetir las mismas expresiones de asombro o de jolgorio, ay, mi madre, mira ésta, tú te lo pierdes, oye, guapa, lo que yo te diga, rica… Los lunes se celebraba una especie de cónclave general en los pasillos, y todas intercambiaban información sobre los bailes y los novios, las dos estrechas bandas de su felicidad.

Entre ellas, Sara se sentía más extraña que nunca, y percibía a la vez su recelo, la hostilidad barnizada de desprecio que afloraba a sus miradas, a los cuchicheos

que se multiplicaban a su paso. Pero tampoco podía acercarse a las mosquitas muertas, esas chicas pálidas, apocadas y sosas, que estudiaban con aplicación para poder llegar un día a parecerse a su ídolo, Isabelita Sevilla. La señorita Sevilla tenía una impresionante colección de diademas de plástico de todos los colores, y se las colocaba con tanta pericia como si se las clavara con alfileres detrás de las orejas, para reforzar la apariencia arquitectónica de su peinado. A un lado del foso quedaba el flequillo, castaño y furiosamente cardado, y al otro, el castillo propiamente dicho, una melena corta tan hueca, tan abombada, tan despegada del cráneo, que parecía una cúpula de merengue de café, un postre salido de un recetario de repostería. La señorita Sevilla era la profesora de taquigrafía, y una de esas mujeres que preferirían salir a la calle desnudas antes que con un bolso que no hiciera juego con los zapatos. En la Academia Robles, esta gran dama de pacotilla que se aferraba al diminutivo de su nombre, y al de su cintura, para no confesar jamás su edad, era tenida por el no va más de la distinción y del buen gusto aunque se le escapara algún «me se» de vez en cuando, una debilidad que nunca llegó a comprometer seriamente su prestigio porque la única de sus alumnas que parecía advertirlo no tenía a nadie cerca con quien hablar, con quien reírse de ella. La señorita Sevilla, aunque nunca llegara a saberlo, era también el modelo aproximado de mujer medianamente acomodada, medianamente capaz, medianamente atractiva, medianamente culta, medianamente elegante, medianamente soltera, medianamente satisfecha, en el que doña Sara Villamarín de Ochoa pensaba que su ahijada podría encajar algún día con aprovechamiento y holgura, un futuro mediano de diademas de colores y seis pares distintos de zapatos como el premio gordo de una lotería de lo razonable.

Pero Sara Gómez Morales no era, nunca sería, una mujer mediana. A cambio, marciana sordomuda y desarmada en el planeta torpe de la mediocridad, no fue capaz de sostener por mucho tiempo el vigor artillero de sus sueños heroicos. La realidad era fea, muy fea, y la vida, más mísera que dura. Eso y que, si se descuidaba, acabaría siendo algún día como la señorita Sevilla, fue lo que mejor aprendió en la Academia Robles de Taquigrafía, Mecanografía y Secretariado. Por lo demás, superó todos los exámenes y las pruebas prácticas con la asombrosa facilidad que se obtiene al someter la inteligencia a la estricta tiranía de la voluntad, y se convirtió en el modelo que su profesora de taquigrafía, y directora virtual de aquella academia cuyo propietario, según los rumores, era también su amante, proponía como ejemplo a todos sus demás alumnos. Esta condición sobresaliente acabó de complicar las relaciones de Sara con sus compañeras, pero eso ya le daba igual.

En menos de un año, Sara Gómez Morales había pasado de una adolescencia aristocrática y preuniversitaria al fervor de un desclasamiento forzoso, y de los rigores de un delirio revolucionario al cálculo de una venganza fría, y tan larga como su vida. En cada uno de esos momentos críticos, intensos, irreversibles, había sido consciente de todos sus movimientos, había meditado sus pasos, sus razones, las ventajas y los riesgos de sus apuestas. Había llegado a dirigir con

éxito hasta sus propios sentimientos, y sin embargo, un día empezó a darle todo igual y ya no se dio cuenta de nada. Algunos trenes circulan tan despacio que parece que no avanzan, que nunca han llegado a abandonar la estación, pero se mueven. Con ese ritmo pasan los años oscuros, insensibles fragmentos de un tiempo engañoso, trampas mortales que se camuflan en los espacios que dejan en blanco los inofensivos números de los relojes.

Se había propuesto triunfar, y lo logró con facilidad, en la modesta escala de los triunfos que estaban a su alcance. Antes de empezar su tercer curso en la academia empezó ya a trabajar por las tardes, llevando los libros de algunas tiendas de su barrio. Entonces se informó del precio de las clases que recibía, se escandalizó ante el ínfimo desembolso que su madrina le había vendido como un privilegiado pasaporte hacia la prosperidad, llamó a doña Sara por teléfono para informarle de que ya no hacía falta que pagara ninguna mensualidad más, y se asombró tanto o más que ella de la pobreza de sus propias reacciones ante lo que debería de haber sido la primera gran victoria de su vida.

Las otras tampoco la hicieron feliz. A los veinte años se colocó en las oficinas de un laboratorio farmacéutico, una empresa modesta donde no le pagaban un gran sueldo pero le dejaban algunas horas libres para seguir estudiando por las tardes, y empezó a coquetear con el coñac. Compró una televisión para sus padres, se matriculó en el primer curso de inglés de la Escuela Oficial de Idiomas, cambió de trabajo, hizo algunos cursos sueltos de contabilidad especializada, elaboró su propio programa de ahorro, se sacó un título de experta en legislación fiscal. Pasaba todos los fines de semana en casa, no tenía amigas, no tenía amigos, iba al cine sola, no salía con nadie, a ninguna parte, estudiaba mucho, bebía bastante. Hizo un cursillo de reglamento de aduanas y empresas de exportación e importación, cambió la cocina del piso de Concepción Jerónima, se colocó como contable en una empresa consignataria de buques, empezó a ganar más dinero del que nunca había soñado con ganar Arcadio Gómez Gómez, reformó el cuarto de baño, cumplió veinticinco años, niveló el suelo de toda la casa, obtuvo por fin un título oficial de inglés, comprendió que no era razonable invertir ni una sola peseta más en un piso de alquiler y empezó a admitir ciertas cosas. Que el amor elaborado y necesario que la unía a sus padres no bastaba para llenar todos los huecos. Que estaba harta de que su madre le preguntara a todas horas por sus compañeros de trabajo para inventarle un novio fantasma a la menor oportunidad. Que estaba igual de harta de que su padre viviera su vida en primera persona, y la abrumara con consejos y sugerencias y recomendaciones absurdas que sólo servían para afirmar que él lo hubiera hecho todo mucho mejor. Que su padre y su madre eran dos pobres ancianos ignorantes que no entendían nada, ni lo que a ella le gustaba, ni lo que ella pretendía, ni lo que aspiraba a hacer.

Que su madrina había tenido razón al suponer en voz alta que lo de Juan Mari no era serio pero que, sin embargo, ahora, cuando había alcanzado una edad suficiente para cultivar la nostalgia, sí echaba de menos aquella fantasía adolescente de lo que iba a ser su vida con Juan Mari, y una cierta exageración

elegante en los detalles. Que aunque apenas iba ya de visita, nunca a comer, siempre sin ganas y muy de tarde en tarde, a la calle Velázquez, le gustaba ver los muebles, utilizar los objetos, respirar el aire de aquella casa. Que por mucho que se abofeteara después íntimamente a sí misma, no podía arrancarse esa debilidad. Que por eso no tenía novio, no tenía amigos, iba al cine sola, estudiaba mucho, bebía bastante. Que no podía hablar con nadie. Que nunca sería nada del todo, ni una señora ni una trabajadora, ni Sarita, ni Sari, ni doña Sara, nada y todo siempre a la vez, todo y nada y la carga de una insatisfacción perpetua, el destino del náufrago que lleva su isla a cuestas, grabada en el cerebro, en la lengua, en el corazón, en el designio implacable de los trenes que la habían perseguido para aplastarla desde que la descubrieron hojeando las páginas de un manual de física de quinto de bachiller.

A veces, la fealdad del mundo se le venía encima y aún se descubría con fuerzas para combatirla.

A veces su orgullo escondido, apaciguado, apaleado por la rutina, le subía por la garganta, le quemaba el paladar y le gritaba con su propia lengua que lo que tenía no era suficiente, que recordara, que se esforzara, que recordara, que siguiera adelante, que recordara, que palpara la ausencia del fusil entre sus manos, que recordara. Cada uno de esos modestos diplomas emitidos por centros de estudios por correspondencia que su madre se empeñaba en enmarcar y colgar en el dormitorio de su hija, resignada a que ella no le consintiera ponerlos en el comedor, era fruto de estos arrebatos desiguales, de esta impotencia activa, de esta ambición inválida y rabiosa. Ninguno como el del verano del 74. Sara tenía veintisiete años y se dijo que ya estaba bien. Lo hizo todo en menos de un mes, veintidós días desde que se lanzó a estudiar las ofertas de trabajo del periódico hasta que estrenó despacho en el departamento de Contabilidad de una gran constructora.

Antes, se había matriculado en primero de Económicas en la Universidad a Distancia y había dado la entrada de un piso todavía en construcción, en una urbanización con ciertas pretensiones, detrás de la plaza de Castilla. Después, se afilió al que había sido el sindicato de su padre, tan ilegal como admirablemente organizado en una empresa tan gigantesca como aquélla. Su cabeza fría, minuciosa, aritmética, destacó enseguida en unas reuniones donde lo que sobraba era temperatura, sangre, palabras, promesas calientes. Tal vez por eso, o porque no era exactamente guapa pero seguía teniendo los mismos ojos de tormenta que su padre, o porque destacaba en el paisaje casi tanto como él, Vicente se fijó en ella enseguida. Ella se había fijado en él en el mismo instante en que le vio aparecer por la puerta del almacén donde la habían citado aquel día. Vicente González –en realidad González de Sandoval, aunque mutilara sistemáticamente su primer apellido– era ocho años mayor que Sara, y el único hijo varón de uno de los mayores accionistas de aquella empresa. Doctor en Ciencias Económicas, marxista por convicción y con argumentos, al acabar la carrera había intentado cortar de un tajo todos sus lazos con una familia cuya trayectoria histórica, ideológica, empresarial, le avergonzaba y le repugnaba al

mismo tiempo. Pudo lograrlo con éxito gracias a la providencial vacante de una plaza de profesor no numerario en la misma facultad donde había estudiado. Entonces se dejó crecer el pelo y la barba, alquiló una buhardilla en Argüelles, se amancebó con una cordobesa aspirante a actriz que cantaba por las noches en un bar, y durante algún tiempo se divirtió y estuvo conforme con su vida. Estuvo implicado también en la organización de las revueltas universitarias del 68. Detenido y procesado, condenado a dos años de reclusión con la benevolencia debida a la verdadera longitud de su apellido, el tribunal no tuvo en cuenta sin embargo el asma alérgica que padecía desde su nacimiento y que parecía llevarle, en cada crisis, al borde de la muerte por asfixia. En la cárcel lo pasó fatal, tan mal que, después de una serie de tres crisis consecutivas, lo pusieron en libertad por motivos de salud, confinándolo en el domicilio familiar durante el resto de la condena. Le quedaban pocas ganas de hacer tonterías.

Su madre le acogió, le cubrió de besos, le afeitó, le cortó el pelo, le instaló en su dormitorio de siempre y le alimentó a base de caldos de carne y lomos de merluza hervida con patatitas. Vicente ya no se acordaba del sabor de la merluza fresca. Tampoco del de María Belén, su novia de toda la vida que, sin embargo, fue a hacerle compañía cada tarde en un derroche de abnegación y de amnesia que habría conmovido a un muerto. Como él seguía vivo pero, a pesar de todo, no parecía muy inclinado a hablar del tema, fue ella quien le dijo a las claras, un buen día, que lo sabía todo, que le había perdonado y que habría que ir pensando en la fecha de la boda. Vicente dudaba de que lo supiera todo, y en especial las prodigiosas habilidades físicas con las que le había enganchado esa cordobesa a la que se temía que no iba a poder reeditar ni siquiera aproximadamente en el cuerpo de su futura esposa, pero accedió, persuadido en parte por la merluza, y en parte por la convicción de que no le quedaba otro remedio. Se casó en 1971, de chaqué, por la Iglesia, y con trescientos cincuenta invitados al banquete del Club de Campo. Ya ocupaba un puesto directivo, relevante, en la empresa de construcción de su padre. En 1972 nació su primer hijo, el enésimo Vicente González de Sandoval. En 1973 debutó en el insomnio, mientras se preguntaba seriamente si se había vuelto loco. En 1974, cuando conoció a Sara, ya pensaba en sí mismo como en una bacteria, una ameba, un insecto y, más que nada, un tonto del culo de marca mayor.

Unos meses antes, el mismo día en que su mujer le dijo que estaba embarazada otra vez y que a ver si, con suerte, era niña, para ponerle Begoña, igual que su abuela, había coincidido en los pasillos de la constructora con un aparejador al que conocía de los viejos tiempos de su militancia política universitaria. A través de él, empezó a acercarse a los líderes sindicales de su empresa, que le aceptaron con los brazos abiertos, conscientes de las ventajas que ese contacto podría llegar a depararles en un plazo no tan largo. No se atrevió a pedir el ingreso en la organización porque no quería arriesgarse a que se lo negaran, pero frecuentaba en silencio las reuniones y, siempre en privado, pasaba información, hacía sugerencias y se sentía al menos un tonto útil. Sara sí supo desde el principio por qué le llamaba la atención.

Era un individuo alto, e incluso robusto, pero tenía un aire levemente enfermizo

que le favorecía, suavizando los rasgos casi toscos, macizos, de una clásica cara

de campesino. El equívoco no iba más allá del abultamiento de sus cejas, del

tamaño de su nariz, de la carnosa rotundidad de su cuello.

Aquel hombre callado, que lo estudiaba todo con curiosidad sin revelar jamás sus

conclusiones, poseía la misma clase de elegancia innata, la misma plateada y

luminosa calidad de esos señores a los que Sara no había vuelto a ver de cerca

desde que dejara de ser una niña, una brillantez que desbordaba las etiquetas, el

precio, el impecable corte de la ropa que llevaba, para manifestarse en todos sus

movimientos, en su manera de sentarse, de encender un cigarrillo, de alargar la

mano para rechazar cualquier cosa con la muda cortesía de aquellos a quienes

siempre les ha sobrado todo. Preguntó y le contaron su historia, y desde entonces

empezó a mirarlo con ternura. Él, que la miraba ya con tanta insistencia como si

hubiera descubierto el revés de su personaje de mujer hecha a sí misma desde la