38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 49

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humilde morada de un viejo militante histórico brutalmente represaliado por el

régimen, respondió sentándose cada vez más cerca, hasta que un día logró

colocarse a su lado.

—¿Por qué me miras tanto? –le preguntó ella en un susurro, sin mover la cabeza,

los ojos fijos en la persona que estaba hablando en aquel momento.

—Porque me gusta mirarte –contestó él, con una seguridad a la que Sara no

acertó a oponer nada.

Luego, cuando la reunión terminó, Vicente salió con ella y la acompañó hasta la

puerta de su despacho sin despegar los labios. De vez en cuando, Sara se reía

ante la muda terquedad de aquel cortejo, y entonces él se reía también, igual que

un niño, sin más motivos que el presentimiento audaz, jubiloso, de que por fin

habían vuelto los buenos tiempos de hacer tonterías.

—Bueno… –dijo ella, al final del último pasillo–. Pues ya hemos llegado.

—¿Quién eres tú, compañera?

–le preguntó él entonces, empleando por primera vez, en tono de broma, esa

palabra que el tiempo acabaría convirtiendo en una contraseña irónica, y sin

embargo sincera, entre los dos–. ¿De dónde sales?

Sara resopló, se apoyó en la puerta y le miró al fondo de los ojos. Para esa

pregunta sí tenía respuesta, llevaba semanas pensándola, desmenuzándola,

elaborándola para poder ofrecérsela a sí misma.

—Soy tu opuesto –le contestó–, tu igual y tu contrario. Como un reflejo tuyo en

un espejo.

La primera vez fueron a un hotel muy bueno, muy caro, muy discreto, al lado del

aeropuerto.

Cuando ya se marchaban, Sara se fijó en una cajita de cartón que reposaba,

intacta, en un estante del cuarto de baño, con dos botellitas transparentes

rellenas de gel, y otras dos de champú, y otras tantas de colonia, y dos jaboneras

minúsculas, y una esponja pequeña, y un costurero en miniatura. A mi madre le

encantaría, se dijo, le encantaría, pero cuando ya alargaba la mano para cogerlo,

recordó a tiempo que las señoras nunca se llevan nada de las habitaciones de los

hoteles. Mientras caminaba por el pasillo, la codicia de aquella caja, el seguro regocijo con el que Sebastiana abriría cada envase, y lo olería, y lo volvería a cerrar, y lo colocaría en el lugar más visible del cuarto de baño para limpiarlo, y tocarlo, y olerlo todos los días, se fundió con sentimientos más oscuros, más complejos, una nostalgia indefinible, profundísima y grave, de un tiempo que todavía no había dejado de pasar. Sara había salido antes con varios hombres, se había acostado incluso con alguno de ellos, pero ninguno le había gustado de verdad, ninguno como aquél, que era imposible. La intensidad de esas horas que aún no habían terminado del todo le escocía en la piel, en los ojos, y ablandaba cada uno de sus músculos, cada gota de su sangre, cada magullado pliegue de su memoria. Quizás, esos pequeños altares privados a los que su madre era tan aficionada acabarían teniendo sentido algún día. Quizás ya no habría otra oportunidad.

Al llegar al ascensor, fingió que buscaba algo en el bolso, le pidió a Vicente la llave de la habitación y dijo lo primero que se le ocurrió. Voy a volver un momento, creo que me he dejado los pendientes… Salió corriendo, y no se le ocurrió pensar que él podría haberse fijado en que aquella tarde se le había olvidado ponerse pendientes. Acababa de desmontar aquella caja de cartón para guardarla en el bolso junto con todo su contenido, cuando descubrió su reflejo en el espejo. De pie en el pasillo, al lado de la puerta del cuarto de baño, él la miraba en silencio. Ella se puso colorada, y tampoco supo qué decir. Pasó un segundo, y otro, y otro más, sin que ocurriera nada. Luego, Vicente fue hacia ella, la abrazó, y la besó en la boca durante mucho tiempo. Años después, cuando ya nada tenía remedio, Sara Gómez Morales, calculadora prodigiosa, comprendió que aquel momento, precisamente aquel momento, había sido el origen del principal, el más grave, el único error de cálculo verdaderamente importante que había llegado a cometer en su vida.

El levante sopló sin cesar durante ocho días y nueve noches, demasiado viento, demasiado tiempo, para que nadie conservara hasta el final un recuerdo alegre de su llegada. Cuando se marchó, dejó a cambio un mundo limpio, sosegado, días de sol y calma, y un aire más benévolo que ese rocío también diurno que había acertado a infiltrarse en cada molécula de todas las cosas mientras al poniente le quedaron fuerzas para castigar al otoño con un sombrío y otoñal suplemento de tristeza.

—Parece que vamos a tener un buen invierno –pronosticó Maribel, una de las tardes en las que se dejó arrastrar por Sara para dar una vuelta en el coche y echarle un vistazo a los edificios en construcción–. Templado y seco. Es lo que tiene el levante, que no hay quien lo soporte, desde luego, pero tampoco puede una vivir sin él.

A Sara, que ya se sentía un poco casada con el viento, le hizo gracia la fatalidad conyugal de aquella definición, pero no se atrevió a añadir nada. Sin embargo, pronto descubriría que Maribel tenía razón. También para ella el invierno sería

mejor que el otoño.

Al fin y al cabo, la vida, esa razón suprema y ambigua que los años habían convertido ya en su propio pariente, su propia vieja y desleal conocida, había hecho de ella una experta en mudanzas. Su capacidad de adaptación, esa aptitud innata en los niños que suele atrofiarse después por la falta de uso, había ido perfeccionándose poco a poco, a lo largo de su juventud, de su edad mediana, y hasta más allá de la madurez, en la larga sucesión de escenarios, reales o ficticios, públicos y privados, donde nunca había logrado instalarse por mucho tiempo. Para sobrevivir a cada cambio, a cada ajuste, a cada uno de los nuevos destinos que había tenido que asumir a la fuerza al principio, por su voluntad después, había tenido que esforzarse siempre en hallar una clave, un objetivo, un número exacto y redondo, sin matices, sin residuos, sin insignificantes y fastidiosos decimales. Esta vez el proceso fue distinto, porque esa necesidad se había extinguido junto con todos aquellos que la habían provocado. Ahora estaba sola, objetiva e irremediablemente sola, sola de verdad en una estación fantasma, una vía muerta sin más ambición que la de las amapolas que pudieran llegar a florecer un día entre el polvo de las traviesas abandonadas a su suerte. Por eso, sin dejar de admitir que se aburría, sin renunciar tampoco al sabor ingrato de la decepción, Sara aceptó el pequeño destino de las flores silvestres y aprendió a vivir otra vez aquel invierno. Cuando consiguió asimilar la quietud, absorberla, reconciliarse por última vez con la pereza de sus relojes, todo empezó a ser más fácil.

Mientras se acostumbraba a hacerlo todo despacio sin controlar en cada etapa cuántos minutos había invertido en completar la etapa anterior, sus días fueron adquiriendo una estabilidad modesta y progresiva, un hábito de serenidad casi ritual que se extendió por fin también a su ánimo. Leer sin llevar la cuenta de los libros devorados en la última semana, engancharse a los programas de televisión más triviales, convertirse en una clienta asidua de los vídeo–clubes del pueblo, aprovechar la benignidad del clima para salir a pasear por la playa, y proponerse llegar a una roca determinada, y dar la vuelta al lograrlo sin aspirar siquiera a la muda compañía de los cangrejos, encerrarse en la cocina de vez en cuando con un recetario de los difíciles e invertir mucho más tiempo del razonable en hacer una tarta irresistible para merendársela ella sola, y disfrutarla, fueron consolidándose como hitos apreciables en sí mismos, habitaciones recién estrenadas y aún no exploradas del todo de una vida que sólo entonces empezó a ser distinta de las demás que había conocido.

Cuando el aburrimiento cambió de nombre, Sara descansó al comprobar que su fortaleza había sobrevivido a su desconfianza. Cuando culminó la hazaña de dejar pasar un domingo entero sin hablar con nadie ni sentirse mal por haberlo logrado, descubrió que las vidas fáciles estaban en relación con la pereza, la lentitud de unos pocos movimientos imprescindibles. Cuando la ansiedad se disipó, y se llevó con ella, al remoto escondrijo donde los buenos levantes amontonan sus botines, todos los temores, las cotidianas aprensiones y la extrañeza de la penúltima mudanza, Sara comprendió que ésta había sido tan definitiva como algún día

llegaría a ser la última, la muerte que la alcanzaría al borde del océano, entre el

amor y el odio de los vientos.

Al acatar todas estas normas con el más adecuadamente perezoso de los

entusiasmos, sólo se consintió a sí misma una excepción, un trabajo, un afán

ajeno a sus propias necesidades. Siguió firme en el propósito de convertir a

Maribel en propietaria porque, incluso al margen de cualquier impulso altruista, de

cualquier compromiso con su propio pasado, aquel proyecto la entretenía más

que ningún libro, ningún programa de televisión, ninguna película.

Estudiar las memorias de calidades que facilitan las constructoras para

destrozarlas palabra por palabra, sugiriendo un número infinito de mejoras sobre

el plano, y emborronar paquetes enteros de folios en blanco con cálculos de