38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 51

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principio del curso, y aunque aquel recuerdo no bastaba para corregir su pereza,

lo poquísimo que le apetecía volver a salir de casa a aquellas horas que el

invierno había convertido en un preludio inmediato de la noche, se sentó frente a

ellos y volvió a sonreír, porque había aprendido de su padre que la condición de la

lealtad es ser más poderosa que el cansancio.

—Bueno, vamos a ver… ¿Adónde queréis ir exactamente?

—Pues… –esta vez fue Tamara la que empezó–. A un montón de sitios, la verdad.

—A mí me gustaría mirar los videojuegos que han salido para saber cuál voy a

pedir –especificó Andrés.

—A mí también. Y comprar un árbol de Navidad, con bolas y eso, porque aquí no

tenemos.

—En El Corte Inglés creo que han puesto un belén de esos mecánicos, con

personajes que hablan y se mueven.

—Y en los demás centros comerciales a lo mejor también han puesto algo.

—Seguro. El año pasado, en uno de El Puerto montaron una piscina de bolas, con

toboganes y redes para trepar, muy chula. Yo no fui, porque como mi madre no

tiene coche, pero igual este año lo montan otra vez.

—Y nos han contado que por aquí cerca ponen varios mercadillos de Navidad.

—Y han estrenado una peli muy buena, como de las galaxias.

—Y otra de dos mellizas que se pierden.

—Ésa es muy cursi.

—Pues a mí me gusta.

—Pues a mí no.

—¡Vale! –Sara chilló con los brazos extendidos e impuso la paz con facilidad–. Un

día vamos a ver la de las galaxias y otro día vamos a ver la de las mellizas.

Y todavía tuvieron tiempo de ver dos más, una superproducción norteamericana

que versionaba una supuesta leyenda medieval centroeuropea y otra de dibujos

animados japoneses, antes de que acabaran las vacaciones y, con ellas, la particular campaña de Navidad de Sara Gómez, casi un mes entero para recuperar, de vez en cuando, la olvidada sensación de no disponer de tiempo suficiente para hacer todas las cosas que se había propuesto hacer en un día. Mientras tuvieron que ir a clase por la mañana, los niños se presentaban en su casa justo después de comer, y hacían los deberes allí mismo para ganar tiempo. Después, la novedad principal no tuvo que ver con el horario, sino con el número, porque desde las once y diez de la mañana del 26 de diciembre, martes, siempre fueron tres.

—Nos tenemos que llevar a Alfonso, Sara –le anunció Tamara, con un gesto sinceramente compungido, cuando se la encontró en el umbral llevando a su tío de la mano–. No nos queda más remedio –prosiguió, hablando siempre en primera persona del plural, como si su vecina llevara meses soñando con el plan de ir hasta El Puerto para comprobar si habían vuelto a instalar la piscina de bolas y comer luego en una hamburguesería–.

Le han dado las vacaciones y Juan me ha dicho que le tengo que hacer compañía, porque Maribel no se quiere quedar a solas con él. Le da miedo que se ponga raro, pero qué va, si es muy bueno, y se va a portar muy bien, ¿a que sí? –él asintió tres veces, moviendo la cabeza con energía–. ¡Hala, Alfonso! Quédate un momento aquí, que voy a buscar a Andrés…

Tamara le dio un beso en la mano antes de soltársela y entró en la casa corriendo. Sara encogió ligeramente los hombros sin atreverse a mirar de frente a aquel huésped inesperado, mientras se preguntaba qué estaría esperando de ella. Había estado algunas veces cerca de Alfonso Olmedo, pero siempre en presencia de su hermano mayor, y había observado la cuidadosa mezcla de disciplina e indulgencia con la que Juan le trataba, exigiéndole, con firmeza si era necesario, que hiciera las cosas que sabía hacer, mientras le perdonaba al mismo tiempo y sin esfuerzo los errores que pudiera cometer al emprender tareas que estaban por encima de sus capacidades. Pero ella no sabía por dónde pasaba la línea que separaba las travesuras de las torpezas. Estaba a punto de decidir que lo mejor sería tratarle como a un adulto cuando percibió que él la estaba mirando sin pestañear. Ella le devolvió la mirada, y entonces Alfonso le ofreció la mano como un niño pequeño que quiere que lo saquen de paseo. Sara la aceptó, cogió aquella mano de hombre, blanda, grande, velluda, la apretó un instante entre sus dedos, apreció su tamaño, su forma, su abandono, y la situación le pareció tan ridícula que dejó escapar una risita ahogada, nerviosa.

—Es divertido, ¿eh? –dijo Alfonso entonces, con el trabajoso acento gutural que bastaría a cualquier desconocido para comprender que había algo en su cabeza que no acababa de funcionar bien, por más que pronunciara correctamente todas las sílabas de cada palabra.

—Sí –respondió Sara, sin saber muy bien por qué contestaba así. —¿El qué? –volvió a preguntar Alfonso entonces, más consecuente. —Pues… No sé… Que vamos a ir de paseo, y vamos a comer fuera, y… En ese momento, los niños regresaron para salvarla pero, aunque respiró al

escuchar la campana que ponía fin al asalto de las preguntas que no sabía contestar, cuando todos estuvieron sentados en el coche, Sara decidió que aquello se tenía que acabar. Las cosas estaban empezando a llegar demasiado lejos. Ella no era la madre de los niños, ni su abuela, para que la tuvieran todo el día de aquí para allá, como una especie de niñera motorizada y sin sueldo a la que zarandear sin piedad por pasillos y escaleras, de puesto en puesto, de tienda en tienda, de capricho en capricho. Hasta entonces no había visto las cosas de aquella manera.

A ella le habían entretenido las dos películas, la de las galaxias y la de las mellizas, y había disfrutado de los paseos invernales por las calles iluminadas, del color y el bullicio de los mercadillos donde se había dejado llevar por el ambiente hasta el punto de comprar una corona de flores secas para adornar la puerta de su casa, donde ningún otro detalle sugería que el calendario no estuviera detenido en octubre, o en abril. También se había aburrido algunas veces, esperando a que los niños terminaran de comparar juegos de coches o de karatecas, pero en general le gustaba ver cómo se divertían, y esa sensación casi olvidada de tener por delante un programa minucioso, dilatado, repleto de tantas cosas por hacer. Hasta entonces, todo eso, y el placer de bajarse de los tacones al volver a casa cansada, y hasta aturdida, a la hora de la cena, le había parecido bien, y hasta podría haber dicho que la había compensado si no fuera porque no había gran cosa que compensar, porque la diversión de los niños no le había restado el tiempo necesario para emprender tareas más importantes, ni más urgentes, nada que no pudiera esperar un par de semanas, ni algunos meses, ni años enteros, el resto de su vida si hiciera falta. Sin embargo, aunque le molestara encontrar en sí misma un indicio de las aprensivas supersticiones de Maribel, la incorporación de Alfonso le parecía demasiado. Esta misma tarde dimito, se prometió a sí misma al salir del coche, impermeable al júbilo con el que Andrés y Tamara celebraban una gran pancarta donde aparecía fotografiado un complejo artefacto de piezas de plástico de colores, y se preparó para sostener la conversación más accidentada de su vida mientras ellos dos se cansaban de tirarse por lo que parecía un número incalculable de rampas y de espirales. Y sin embargo, nada de esto ocurrió. Tamara se acercó al encargado, le soltó el más dramático y lastimero de los discursos, y logró que dejara pasar a su tío con más facilidad de la previsible. Alfonso estaba muy bien entrenado. Sara se quedó asombrada al verle trepar y saltar con una agilidad considerable, antes de sospechar que seguramente el ejercicio físico había formado parte de su terapia desde su infancia de niño aparte. En aquella atracción inmensa y no demasiado concurrida a media mañana, Alfonso Olmedo sólo llamaba la atención por su tamaño, y se divertía tanto como los demás.

Cuando transcurrieron los sesenta minutos de ajetreo a los que daba derecho el precio de la entrada, Sara Gómez ya se había serenado lo suficiente como para buscar también en sí misma los motivos de la desazón que había amenazado con echarle a perder el día, una indagación que empezaba y terminaba en el mismo único y archiconocido punto. La Navidad la ponía de mala leche, eso era. Después

de haber recurrido a las más diversas tácticas para endulzar el proverbial mal rato de todos los años, había optado por aparentar que la ignoraba por completo, pero no obtenía resultados más satisfactorios que los que habían arrojado los intentos de celebrarla exhaustivamente en solitario, de huir de la soledad instalándose en casa de su hermana Socorro, o de consumirse de tristeza en el parador de un pueblo castellano, donde le había tocado cenar en un comedor repleto de mesas ocupadas por un solo comensal, todos los imbéciles de Madrid que habían tenido a la vez la misma estúpida idea. Aquélla era la inconfesable y principal razón de que se hubiera plegado con tanta docilidad a los ilimitados caprichos de Andrés, de Tamara, y el interés oculto que alentaba en la abnegada generosidad de sus respuestas, siempre que Juan o Maribel le rogaban que, por favor, no les hiciera tanto caso, para que ella les asegurara que, de verdad, le encantaba llevarlos al cine y pasearlos por ahí.

Confiaba en que la compañía de los niños, su energía, su entusiasmo, su infinita capacidad de desear, la vacunara contra su propia desolación, esa compacta sensación de fracaso que inundaba su ánimo cuando el sonido de la primera zambomba abría en un instante, y sin control, las blindadas compuertas de su memoria. Pero la Navidad es una enemiga correosa, resbaladiza como una anguila, artera como un gato malhumorado, desbordante como una plaga de insectos domésticos y soluble en el aire, igual que el polvo. Podría haber cruzado el mundo, haber buscado refugio en Bangkok, en Tegucigalpa, en las Islas Vírgenes, y allí también la habría atrapado, la habría aplastado con su mensaje incluso si no hubiera sido capaz de entender ni una sola palabra del idioma que usaba para hostigarla. Por eso se quedó en casa. No encendió el televisor, no escuchó la radio, no cenó aquella noche ni comió al día siguiente nada que no hubiera cenado o comido en cualquier otra fecha, consiguió interesarse enseguida en la artificiosa y complicada trama de un bestseller de setecientas páginas de intrigas y asesinatos que había comprado antes del verano y reservado cuidadosamente para la ocasión, y siguió escuchando las zambombas que nadie tocaba, las panderetas que nadie agitaba, los villancicos que nadie cantaba. No odiaba la Navidad, no tenía motivos, ni siquiera compañía, para odiarla. Pero le ponía de mala leche. Muy mala. Malísima. Tanta que necesitó una mañana entera para darse cuenta de que ya había pasado, y de que Alfonso Olmedo no tenía la culpa de que más de medio siglo no hubiera sido bastante para encontrar una certeza, un camino, una casa propia a la que volver, las manos vacías o repletas de oro, cuando el 24 de diciembre regresaba cada año con su noche única, musical y terrible.

Aparte de todo, lo cierto es que Alfonso se portó muy bien. Dócil y tranquilo, no se alejó en ningún momento del grupo y obedeció con naturalidad a su sobrina, que tampoco le perdió de vista en ningún momento, como si, a pesar de los esfuerzos diplomáticos de su vecina, chófer, tutora y mecenas, hubiera sido capaz de advertir lo que se estaban jugando todos aquella mañana. Sin embargo, cuando Sara se apresuró a ocupar la única mesa que quedaba libre en la hamburguesería y él se sentó inmediatamente a su lado, con

la inocente pasividad de quien está acostumbrado a que siempre se lo den todo hecho, Tamara se ofreció a ir con Andrés en busca de la comida, y lo dejó solo por una vez. En su ausencia, tan breve que en los relojes no superó el espacio de un cuarto de hora, se desencadenó el único contratiempo del día, y Alfonso Olmedo perdió el control.

Sara se puso muy nerviosa, pero más tarde hallaría motivos para no arrepentirse de haber estado presente, porque sólo entonces empezó a pensar en él como en un ser completo, una persona independiente de su hermano, de su sobrina, unos ojos y una voz que también tenían su propia historia que contar. La escena fue tan corriente, tan vulgar, que a duras penas llegó a merecer ese nombre. Cuando Alfonso corrió bruscamente la silla, e intentó esconderse detrás de ella, Sara ni siquiera fue capaz de descubrir qué había ocurrido, qué se había movido, qué elemento nuevo o extraño se había incorporado al monótono paisaje de mesas de plástico y carteles de colores que estaba contemplando, qué ingrediente tranquilizador o familiar se había esfumado de repente, sin hacer ruido. Y por más que se esforzó en encontrarlo, no habría logrado identificar ningún cambio si Alfonso, mientras le retorcía el brazo hasta el borde del dolor, no le hubiera susurrado al oído aquella extraña palabra, un nombre propio que sonaba a chiste y sonaba a antiguo, a figurante sin frase en cualquier rancia comedia castiza.

—Nicanor –decía, alargando la última sílaba de una manera que habría resultado cómica si no fuera por el miedo que le impulsaba a estirar entre los dientes la última erre como si fuera un chicle–, Nicanor, Nicanor…

—¿Quién? –Sara no se atrevía a levantar la voz, y preguntaba en un murmullo nervioso, mirando en todas las direcciones sin identificar a nadie ni entender nada, excepto que Alfonso lo estaba pasando mal–. ¿Qué? ¿Qué dices? —Nicanor –repetía él, creyendo contestar con aquel nombre a cada una de las preguntas de Sara, su rabia creciendo al comprobar que no lo lograba–, Nicanor, Nicanor…

–hasta que por fin supo ser más explícito–. Ese uniforme, ¿no lo ves? Es Nicanor. Entonces ella miró hacia delante y empezó a comprender. Una pareja de policías nacionales, uno joven, rubio y corpulento, el otro mayor, casi calvo y más gordo, esperaban turno en la cola desde hacía un rato. En el local no había ningún otro individuo uniformado aparte de los camareros, así que Alfonso tenía que referirse forzosamente a ellos. Sara se giró en la silla para mirarle, se asombró de cuánto había cambiado su aspecto, y acercó una mano a su cara en un acto de compasión instintiva al contemplar su palidez, el color enfermizo que se había apoderado de su rostro, las gotas de sudor que se precipitaban en el vacío desde el desnudo promontorio de su frente.

—El policía –murmuró sin levantar nunca la voz, sin dejar tampoco de acariciar las mejillas de Alfonso con sus dedos–. Uno de los policías, ¿no? Lo conoces, y se llama Nicanor, ¿es eso? –él asintió con la cabeza, sin mirarla, la mirada siempre clavada en los hombres vestidos de azul–. ¿Quién es, el rubio? –Alfonso negó con la cabeza y Sara se corrigió sobre la marcha–. No, es el otro. El más alto es

Nicanor…

—Sí, no me gusta… A Juanito tampoco. A Juanito no le gusta. Es malo, Nicanor,

es malo, me hace pruebas, me pega, me hace pruebas, yo odio las pruebas, las

odio…

—¿Te pega?