38956.fb2
Y, sin embargo, su hermano iba con él a donde él fuera, cuando dormía y cuando despertaba, cuando una situación, una persona, un objeto se lo recordaba, y cuando no había nada a su alrededor que pudiera evocarlo. Nunca había paseado con Damián por una playa invernal, pero el mar se lo devolvía, y se lo devolvía el viento, que abrumaba las copas de las palmeras que no crecen en Madrid, y el sigiloso garabato que dibuja una salamanquesa al reptar a toda prisa por una pared blanca, sombreada de buganvillas, en el jardín de una casa que su hermano jamás había llegado a ver. Cualquier movimiento, cualquier paisaje, cualquier gesto convocaba la presencia de un niño robusto y ágil, veloz y habilidoso, sonriente y casi rubio en la imagen que Juan no lograba desalojar de su memoria, Dami, porque entonces ni siquiera era Damián, con ocho, con diez, con doce años, sentado en el bordillo de la acera, frente al portal de la casa de Villaverde Alto, con las piernas cruzadas, los dedos manipulando cualquier cosa en su regazo, y la cabeza inclinada para que el sol imprimiera reflejos de un amarillo rojizo sobre su pelo seco, castaño y ondulado. Así podía verlo en cualquier parte, sentado siempre en la acera, indiferente por igual a las ruedas de los coches y a los pies de los transeúntes, con pantalones cortos y alguna de las camisetas a rayas que los dos tenían a medias cuando todavía ninguno se creía con derecho a poseer algo que no fuera también del otro, Dami el magnífico, el mejor, arreglando el molinillo de café de su madre, o ensayando un truco de cartas con una baraja, o dándole vueltas a un cacharro que se hubiera encontrado tirado por la calle y que después de pasar por sus manos no tendría más remedio que acabar sirviendo para algo.
En el recuerdo, Juan se acercaba a él, andando despacio, y se paraba a su lado. Entonces, su hermano levantaba la cabeza para mirarle, y le reconocía con una sonrisa completa, riendo las cejas, riendo los ojos, riendo los labios cortados, los dientes blanquísimos, y a través de los años, de las distancias, de las leyes oblicuas y perversas del cariño, del rencor, Juan seguía regocijándose al recibir esa sonrisa que estaba muerta pero brillaba, muerta pero gritaba, muerta, pero capaz de latir por siempre con la precisión de las mareas mientras él viviera para alimentarla con la desconsolada máquina de su memoria y su culpa. Él no quería verle, no quería recordarle así, tal y como era cuando le amaba más que a nadie, cuando sentía que no era nada más que la mejor parte de sí mismo, pero no lograba cerrar los ojos a tiempo mientras Dami se levantaba de la acera para enseñarle el artefacto que acababa de inventar. El mundo habría sido un lugar mejor sin él, pensaba al escuchar el remoto, candoroso eco de su propia voz lejana e infantil, celebrando el ingenio de su hermano con palabras fervientes, entregadas. El mundo tenía que ser un lugar mejor sin él, se repetía mientras le veía limpiarse las manos en los pantalones, y echar a andar a su lado, y su propio brazo, más corto y más redondo, moreno y sin vello, rodeaba el cuello de su hermano para equipararse con el brazo que reposaba ya sobre su hombro. El mundo iba a ser un lugar mejor sin él, mientras los dos niños Olmedo, el listo y el
tonto, el bueno y el malo, volvían a casa abrazados para separarse solamente al pie de la escalera, y Dami llegaba siempre el primero a la puerta de casa. El mundo no era un lugar mejor sin él.
Cuando se volvía para mirarle, y le sonreía otra vez, y le esperaba antes de tocar el timbre, Juan intentaba desesperadamente manipular esa imagen, superponer otro ceño fruncido sobre la limpieza tersa de la frente, otros ojos turbios sobre la blancura que circundaba aquella mirada de color avellana, otra boca fina y asqueada sobre la frescura de los labios entreabiertos, piezas sueltas pero complementarias que deberían ir encajando a la perfección en cada rasgo del rostro de su hermano, porque le pertenecían con más intensidad, con más razón, que la cándida viveza de esa sonrisa de niño que tanto le atormentaba y que sin embargo nunca conseguía borrar del todo. Recordaba muy bien el rostro que Damián había fabricado para sí mismo con el paso de los años, esa cara que había acabado mereciéndose, la grosera robustez de su papada, las venas que se le hinchaban en el cuello cada vez que elevaba la voz, sus perpetuas ojeras de trasnochador sistemático, el abotargamiento insensible de sus mejillas en mañanas de resaca, la rítmica frecuencia con la que inhalaba aire por la nariz cuando estaba nervioso, y el precoz relajamiento de sus labios, el inferior siempre descolgado, tan doblado sobre sí mismo como el de un anciano, hasta cuando parecía contento.
Recordaba muy bien esos detalles, y los convocaba sin esfuerzo a su memoria, pero nunca lograba desterrar del todo al niño que seguía sentado en un bordillo, y que seguía mirándole por detrás de los ojos del hombre en quien se había convertido.
En el instante en que Damián resbaló, mientras caía rodando por la escalera, Juan componía una frase que nunca llegaría a pronunciar en voz alta, pero que se apoderó de su pensamiento durante unos segundos que serían cruciales para el resto de su vida. No era, sin embargo, una respuesta a la pregunta que él le había dirigido un instante antes de que su pie calculara mal, para encontrar sólo aire donde esperaba hallar el borde del penúltimo escalón. ¿Te crees que me importa?, le había gritado Damián, las venas tensas, rígidas contra su cuello, la cara enrojecida, los labios cargados de desprecio, si siempre lo he sabido, siempre he…
Juan Olmedo nunca contestó a esa última pregunta, ni fue capaz de reconstruir jamás la inacabada frase que pretendía reemplazar a su respuesta. Ni la una ni la otra llegaron a inquietarle entonces, absorto como estaba en una sola y obsesiva reflexión. El mundo sería un lugar mucho mejor si su hermano Damián nunca hubiera llegado a vivir en él. Eso pensaba Juan, eso sentía en el instante en que murió su hermano. Y cuando por fin todo parecía haber terminado, porque a su alrededor todo parecía empezar de nuevo, a veces repetía una variante casi idéntica de aquella frase, el mundo tendría que ser un lugar mucho mejor sin ti, y no movía los labios pero tampoco hablaba consigo mismo, sino con la imagen de un niño de ocho, de diez, de doce años, vestido con pantalón corto y una camiseta de rayas, que estaba sentado en el bordillo de una acera, un niño
despierto y habilidoso que era su hermano y se limitaba a sonreírle, a mover la mano abierta en el aire para saludarle sin decir nada, mientras un sol anaranjado y mortecino, tan frágil como el que ilumina los buenos sueños, imprimía reflejos rubios, angélicos, en su pelo castaño, ondulado y seco.
El doctor Olmedo conocía los fundamentos teóricos de aquel fenómeno, las razones de su memoria anclada en lo mejor, sólo en lo bueno, los perversos mecanismos de una nostalgia obstinada en hacerle olvidar lo que sabía para hacer aflorar a la superficie lo que apenas recordaba, imágenes aisladas de la mejor época de su infancia, cuando todo estaba en orden y Dami era un chollo de hermano, y la mitad exacta de sí mismo. Él no podía comportarse como si se sintiera culpable, no podía permitírselo sin desamparar a la vez a su hermano, a su sobrina, aquella niña cuya felicidad era tan importante para él, pero sabía que su culpa estaba allí, acechándole, y que la única actitud inteligente a su alcance consistía en aprender a vivir con ella. Sin embargo, al principio pensaba que todo esto acabaría pasando, que los camiones de la mudanza culminarían la tarea del tiempo y la distancia llevándose también, en la barriga hueca del regreso, la tramposa parcialidad de su memoria para dejarlo a solas con los hechos de su vida, tal y como fueron en realidad. No había sido así. En la calma casi absoluta de aquel invierno seco y templado, Dami seguía con él, ganando eternamente la carrera, y Juan presintió que llegaría a acostumbrarse a su vigilia muda y sonriente, como había acabado acostumbrándose a tantas otras cosas en su vida. Charo terminó de pintarse los labios, estudió su aspecto en el espejito plegable que sostenía con la mano izquierda, se dio por satisfecha con el resultado y se giró en la silla para mirarle de frente.
—Bueno, ¿qué? –Juan, que nunca la había visto con sus pinturas de guerra, no atinó a preguntarle siquiera a qué se refería, y ella fue más explícita–. ¿Me vas a llevar al cine o no?
Los labios de su cuñada, perfectamente delineados con un lápiz muy oscuro y esmaltados en un color más peligroso que el rojo, más intenso que el granate, brillante y sin embargo casi marrón, atraparon sus ojos como los pétalos secretos de una flor carnívora.
—Pues… no sé –balbuceó–. Si te apetece…
—Mucho –contestó ella, dirigiéndole una sonrisa que le confundió, porque la habría interpretado sin grandes dificultades en el rostro de cualquier otra mujer, y repitió esa afirmación silabeando un poco más cuidadosamente de lo que era necesario–. Me apetece mucho.
—Sí, anda, Juanito, iros al cine –su madre, que recogía el mantel a toda prisa con uno de sus vestidos de los domingos, le animó con un gesto de la cabeza–. Así me dejas de paso en casa de tu tía Carmen, que me ha invitado a ir a tomar café con Alfonso.
Juan siguió con los ojos a su madre, tratando de aparentar una serenidad que no sentía, y luego miró a Charo con la suspicacia de un adulto que trata de sorprender a un niño pequeño cuando se da cuenta de que lleva demasiado tiempo sin hacer ruido. Ella acababa de meter el tabaco en el bolso y sacaba las
gafas de sol de su funda con una naturalidad que parecía incompatible con cualquier estrategia preconcebida. Él, que ya estaba empezando a acostumbrarse a no saber jamás cómo tratarla, se advirtió a sí mismo que lo más sensato sería marcharse solo, a casa, y enseguida, pero aún no sabía de dónde iba a sacar las fuerzas necesarias para seguir sus propios consejos cuando ella le interpeló de nuevo.
—¿Qué? ¿Nos vamos? —¿Ya sabes lo que quieres ver?
—Desde luego que sí… –sus labios volvieron a curvarse en una sonrisa que él ya no supo interpretar antes de ceder a una carcajada mínima en el mismo instante en el que Alfonso, oliendo a colonia, con la cara limpia y un impecable traje de franela gris, entraba en el salón. —¿A que estoy guapo? –les preguntó.
—Guapísimo –le contestó Charo, y avanzó hacia él para abrazarle, y besarle en los labios después con la misma delicada levedad con la que besaría a su hija cuando naciera.
Tuvieron que apretarse para bajar los cuatro juntos en el ascensor, y Juan tuvo la impresión de que Charo se le pegaba un poco más de lo imprescindible, aunque ella se mantuvo siempre de espaldas a él, bromeando con Alfonso y paladeando también, quizás, el desconcierto en el que esa situación le sumergía. Él la escuchaba parlotear en el tono agudo y convencionalmente entusiasta que mejor captaba la atención de su hermano menor mientras notaba, o creía notar, que el culo de su cuñada presionaba directa, casi enconadamente, contra su muslo derecho. Escenas como ésta, con variantes más o menos audaces, se habían repetido con una frecuencia tan rítmica que parecía deliberada desde, que Juan había vuelto a Madrid, hacía casi un año ya. Durante todos esos meses, ciertas palabras, ciertas sonrisas, ciertas miradas de la mujer de Damián le habían precipitado, de domingo en domingo, en dos sensaciones alternativas y contrapuestas. A veces, se sentía como un objeto inmóvil alrededor del cual Charo daba vueltas y más vueltas, sus ojos iluminados por la ansiosa codicia de una niña que cada mañana, al ir al colegio, escogiera el camino más largo para pasar por delante del escaparate de una juguetería y volver a mirar, una vez más, al muñeco con el que sueña por las noches. Eso le gustaba, pero el precio de aquellas fugaces punzadas de un placer secreto, más intenso aún por ser tan inconveniente, era demasiado alto para pagarlo sin plazo y sin limite. Porque un instante después de haber advertido la promesa envuelta en un simple gesto de su cuñada, cualquier indicio tan insignificante que nadie, aparte de él, parecía haber llegado a advertirlo, Charo se levantaba y se iba con Damián a la casa donde vivían, donde dormían y se despertaban juntos, y él se quedaba a solas con la perpetua certeza de no ser más que un idiota fácil de engañar y la memoria de una humillación antigua y rabiosa, una herida muy fea, condenada a no cerrarse jamás.
Camino del coche, pasaron por delante del bar de Mingo. El propietario del local, que limpiaba una mesa con un trapo sucio y su tradicional aire de cansancio, les
saludó con desgana y ellos le devolvieron el saludo a coro. Juan miró a su derecha y vio a Charo, la insólita amenaza de sus labios sangrantes, el perfil de su pecho tensando una camiseta negra y escotada, y las baldosas de la acera le devolvieron a otro tiempo, otra tarde muy cálida pero más extravagante aún, porque no sucedió en abril, sino a finales de septiembre, en el filo de un perezoso otoño con vocación de calor. Fue eso lo que le llamó la atención, porque en las últimas semanas, las mesas habían aparecido y desaparecido varias veces de la acera apurando la crueldad de los termómetros, su implacable designio de prolongar el verano terrible que había sido el verano sin ella. Entonces les vio juntos por primera vez. Damián y Charo estaban sentados en sillas contiguas, formando parte de un corro donde Juan reconoció sin esfuerzo a algunos amigos de ella, miembros de aquella imprescindible pandilla cuya complicidad él nunca había tenido interés en procurarse, y a algunos amigos de él, Nicanor a la cabeza. Y fue Nicanor quien se le quedó mirando, con una sonrisa triunfal que no le correspondía y que sin embargo expresaba un júbilo indudable, como si fuera él quien más se alegrara de la derrota de Juan, de su ruina, como si los celos del estudiante a quien sus ojos habían clavado en la acera le procuraran una incomprensible y mezquina felicidad de perro guardián. No debería haberse detenido, tendría que haber seguido andando, pasar por delante sin girar la cabeza e irse a casa, pero Charo llevaba una camiseta blanca y escotada, y estaba muy guapa, y muy morena, y la voz de Damián se elevó con autoridad sobre las demás, y no pudo evitarlo. Se paró en medio de la acera, sacó con mucha parsimonia un paquete de tabaco del bolsillo de su camisa, y luego un cigarrillo de aquel paquete, y más tarde un mechero de otro bolsillo, sólo para mirarles de reojo y poder creérselo, para estrellarse ante la monstruosa coincidencia de aquel escote y aquella voz, para reconocer la escena que veían sus ojos sin lograr acatar todavía su mirada, y para pasarlo aún peor cuando Damián le vio al fin, y estrechó el cuerpo que rodeaba con el brazo derecho antes de dejar resbalar sus dedos por el pecho de Charo y estrujarlo después desde abajo, propulsándolo por el borde de la camiseta mientras le miraba de frente, con un ojo morado y su sonrisa más atravesada. Ella se dejó hacer hasta que se dio cuenta de que los ojos de Damián estaban fijos en un punto, y siguió su mirada para descubrir a Juan de pie, parado en la acera. Entonces se zafó del abrazo tan deprisa como pudo, se enderezó en la silla y fingió concentrarse en la conversación que se desarrollaba a su derecha. Se había puesto colorada, pero aquel detalle, lejos de aplacarla, incrementó la furia de Juan, que la había tratado siempre con todo el cuidado que le consentía la dolorosa intensidad de su deseo para descubrir ahora, junto con un indicio irrefutable de su propia, infinita y absoluta imbecilidad, que a ella parecía gustarle que su hermano le tocara las tetas en público. Cuando llegó a su casa se sentía peor de lo que recordaba haber estado en su vida. Sabía que aquella chulería, un alarde típico de Damián, era una manera de devolverle el golpe, su respuesta al puñetazo que le había tirado al suelo un par de días antes, y la afirmación definitiva de un triunfo que iba mucho más allá de la propiedad de ese cuerpo por el que Juan Olmedo Sánchez habría hecho
cualquier cosa, cualquier cosa, en aquel caluroso atardecer del peor de los septiembres, pero eso no le hacía ningún bien. Al contrario. En aquella etapa de su vida, el conocimiento parecía empeñado en volverse contra él como el más feroz de los enemigos.
—¿Qué me dices, eh? –le había preguntado su hermano mientras arrojaba un periódico sobre su libro–. Y esto no es más que el principio… Así había empezado todo. Lo que Juan tenía sobre la mesa era una especie de boletín gratuito con formato de diario, cuatro pliegos de papel barato doblados por la mitad que los comerciantes de Estrecho dejaban sobre el mostrador para que se los llevaran sus clientes. Él había sentido la curiosidad de hojear alguna vez aquellas páginas repletas de publicidad que solían incluir también alguna entrevista o reportaje, y un par de artículos sobre aspectos pintorescos o castizos de la vida del barrio. En la portada del número de otoño de 1980, impresa en color sobre una superficie tan porosa que todas las líneas se habían ensanchado, montando unas sobre otras hasta hacer casi irreconocible el resultado, Damián, vestido con traje y corbata y apoyado en el borde de una mesa de despacho, miraba al objetivo con una gran sonrisa, bajo una frase entrecomillada en la que afirmaba: «Nunca se es demasiado joven para triunfar».
—No te encuentro muy favorecido, la verdad –Juan consiguió reprimir a tiempo una carcajada, pero no pudo resistir la tentación de señalar en la foto los ojos de Damián, empastados de manchas azules, amarillas y rojas–. Parece que vas maquillado.
—Muy gracioso… –respondió su hermano, arrebatándole el periódico de entre las manos para doblarlo con cuidado, como si fuera una cosa frágil y preciosa, y Juan no quiso añadir nada más, porque era evidente que aquella ridícula entrevista representaba exactamente eso para él.
Desde que acabó el BUP a duras penas y contra su voluntad, para satisfacer un inexorable designio paterno, Damián había abierto tres negocios en poco más de dos años, y todos marchaban muy bien. Nada hacía presagiar una carrera tan exitosa cuando, a cambio de un sorprendente aprobado, le pidió prestada a su padre la pequeña cantidad que costaba el traspaso de un quiosco de helados y chucherías que llevaba años cerrado ante la puerta de uno de los institutos de Formación Profesional más grandes de Madrid, a unos pocos metros de su casa. Damián lo reabrió, ahorró todas sus ganancias el tiempo necesario para comprar una máquina de perritos calientes, instaló después otra de palomitas, empezó a vender cómics, tabaco, revistas y bocadillos, y cuando ya tenía dinero de sobra para devolverle el préstamo con el que empezó, le pidió a su padre una prórroga y al banco un crédito –cuyo primer titular fue Juan, porque a él, por aquel entonces, le faltaban unos meses para alcanzar la mayoría de edad– y se quedó con un local maldito, que no había tenido éxito en ninguna de sus vidas anteriores.
En el barrio había bastantes panaderías, pero la que él instaló tenía un rótulo distinto al de todas las demás, Boutique del Pan, y ofrecía variedades que jamás se habían visto por aquellos pagos, panes de todos los tamaños, de todos los
pesos, de todas las formas, con pasas, con nueces, con sésamo, con semillas, roscas, vieras, bollitos de formas diferentes, candeales, integrales, de molde, de pueblo, baguettes, colines y picos de todas las formas y sabores. Y el invento arrasó. Contra las previsiones de su familia, mantuvo abierto el quiosco de las chucherías en las horas clave, entradas y salidas de clase, porque los niños daban mucho más dinero del que nadie podía imaginar y, durante unos meses, empleó a tiempo parcial a su madre, que atendía la panadería desde las ocho hasta las nueve y media, y desde la una hasta las dos, y a su hermana Paquita, que se hacía cargo del quiosco por las tardes, de cinco a ocho, hasta que los beneficios le permitieron contratar a un ayudante para todo el día. La panadería llevaba abierta más de un año cuando se quedó vacío el local de al lado. Sus padres le rogaron que no fuera tan deprisa, que no se metiera en otro crédito ahora que estaba empezando a pagar holgadamente el que debía, pero el director del banco, que le había calado desde que habló con él por primera vez, le confirmó que allí estaba él, con todos los millones que hicieran falta. Damián se lo pensó mucho, e hizo muchos números antes de decidir que iba a arriesgarse otra vez. Y otra vez volvió a arrasar. Cuando su trayectoria empresarial llamó la atención del periódico del barrio, ya poseía, además del quiosco y la panadería, una cafetería donde servía, convenientemente elaborados, rellenos y encarecidos, los panes y los bollos que vendía en la tienda de al lado, para garantizar, según afirmaba en sus declaraciones, la calidad y la frescura de todos sus productos. Juan, que había seguido la trayectoria de su hermano con la misma mezcla de estupor y admiración que tenía a medio barrio con la boca abierta, no dejaba de asombrarse de que a nadie se le hubiera ocurrido antes la genialidad que estaba haciendo rico a Damián.
—Es una simple cuestión de perspectiva –le había confesado él, una noche en la que el exceso de copas se sumó a la ebriedad del triunfo para soltarle la lengua más de la cuenta–. ¿Quiénes viven aquí, en este barrio? Como mínimo, gente como papá y mamá, ¿no?, que han dejado de estar mal económicamente, que han empezado desde abajo, que han trabajado mucho, pero que, al final, han prosperado. Y luego, gente que gana más dinero, pero que vive aquí, aquí porque no puede comprarse un piso en la calle Serrano, claro. ¿Y eso qué quiere decir? Pues que, hasta en las zonas peores, éste sigue siendo un barrio más o menos popular, pero ya no es un barrio obrero. Está demasiado cerca del centro, por un lado, y de Puerta de Hierro, por el otro, para seguir siéndolo. Además, enfrente de la Dehesa se han construido bloques nuevos para gente con un poder adquisitivo mucho más alto que el de los vecinos de las casas antiguas, y eso sin contar la colonia, que ahora es casi una urbanización de lujo. Total, que éste es un barrio de clase media, aunque sus habitantes no lo sepan todavía. ¿Y por qué no lo saben? Porque el comercio está por debajo de las posibilidades de los consumidores. Porque no es lo mismo comprarse un piso en la calle Serrano que pagar cinco duros más por una barra de pan especial, o las doscientas pesetas de diferencia que significa merendar un croissant relleno de cangrejo y un café aromatizado con canela en un local como el mío, tan elegante y con muebles tan
modernos, en vez de un café con leche a secas y un pincho de tortilla en el bar de Mingo, con el suelo lleno de servilletas arrugadas y las mesas de formica escritas a punta de cuchillo.
A eso llegan todos, y se sienten halagados por gastarse el dinero, claro, porque les parece un gasto propio del barrio de Salamanca y no de éste… No se trata siempre de bajar los precios. A veces, se gana más dinero subiéndolos. Eso es todo.
Sin embargo, a pesar de la irreprochable limpieza, de la astucia y la perspicacia que expresaban todos aquellos cálculos, Juan también conocía la debilidad de su hermano, la ambición oculta bajo el aplomo, y en esa suficiencia ligeramente despectiva que coloreaba sus palabras. En la balda más alta de la estantería que ambos compartían, ordenadas por la fecha de publicación y protegidas, o camufladas, por una carpeta de plástico, se apilaban todas las publicaciones, casi siempre revistas o suplementos dominicales aunque también había páginas recortadas de algunos periódicos, que se habían ocupado en los últimos tiempos del tema de los jóvenes millonarios, el fenómeno de los empresarios que, a los veinte años, eran ya dueños de cadenas de tiendas de ropa, de negocios de informática, o de inmensas discotecas en Ibiza y en la Costa del Sol. Damián, que se había consagrado a persuadir a sus vecinos de que vivían en un barrio de clase media, no se resignaba a formar parte con ellos de esa mediocre e insulsa categoría social, y a medida que los rostros juveniles, casi infantiles aún, de los nuevos campeones del dinero se iban haciendo populares, crecían en él, a partes iguales, el deseo incondicional de llegar a ser como ellos y el negro rencor de quien se siente injustamente marginado, discriminado por razones dudosas, espurias, ajenas a sus méritos.
—¡Mira éste! –decía, dando una vuelta, y otra, y otra más, a la mesa que ocupaba la mayor parte del espacio en el pequeño salón–comedor de su casa, tan encadenado a la revista que sostenía a la altura de sus ojos como un burro a una noria invisible–. Pero si éste ha heredado la joyería de sus padres, ¡no te jode! ¿Y ésta? ¿Qué me dices de ésta? Pero si tiene ya treinta años… ¿Una agencia de modelos?
¡Ja! Seguro que sólo trabaja ella. ¿Y eso es ser empresario? ¿Eso es crear riqueza, nuevos puestos de trabajo, prosperidad económica? ¿Esto, y no lo que hago yo? ¡Vamos, no me jodas!
Cuando asistían a estas apasionadas sesiones de indignación, sus padres y sus hermanas iban mostrándole su apoyo en la escala gradual que él mismo marcaba con sus preguntas y sus respuestas, asintiendo con la cabeza primero, moviendo las manos en el aire después, y prorrumpiendo en toda clase de lamentos solidarios –desde luego, ¡no hay derecho!, tú sí que tienes mérito, hijo mío, tú sí que has empezado desde abajo, hay que ver, ¡si es que siempre salen los mismos!, claro, tanto hablar de la democracia, pero si no tienes un apellido famoso, no tienes nada que hacer, esto es una vergüenza, desde luego, pues claro que sí, pues clarocuando Damián se callaba de una vez. La voz de Juan era la única ausente de este coro ácido y chillón, el sonoro ejercicio de catarsis que la
familia ofrecía en desagravio a su triunfador privado, pero eso no significaba que no tuviera sus propias ideas respecto a la sed de fama de su hermano. La insistencia con la que Damián buscaba la notoriedad social, el único beneficio que se le resistía, inspiraba en Juan la dosis de compasión implícita en una considerable vergüenza ajena pero, sobre todo, le desconcertaba más que cualquier otro aspecto de su súbito enriquecimiento. Él estaba tan seguro como podía estarlo una persona sensata de que nadie, jamás, descolgaría un teléfono desde la redacción de algún gran periódico nacional para interesarse por el propietario de la panadería más elegante de Estrecho, por muy buen negocio que resultara ser. En el mundo al que Damián inconcebiblemente aspiraba, sus méritos no le elevaban muy por encima de la talla de un pigmeo salvaje y semidesnudo, e incluso en el caso de que llegara a convertirse en un par de años en el auténtico rey del pan de la zona Norte, seguiría pasando lo mismo, porque el glamour de las fotografías de estudio no tiene demasiado que ver con los saldos de las cuentas corrientes. Que no se diera cuenta de esto, que tuviera tanta vanidad y tan poco orgullo, era un misterio que le desbordaba. Cuando no le quedaba más remedio que reconocer el talento de Damián, su capacidad, una inteligencia objetiva que iba mucho más allá de su gracia para contar chistes, su hermano le parecía al mismo tiempo, y por primera vez en su vida, algo parecido a un tonto, un personajillo patético, una cómica caricatura contemporánea de Dorian Grey, un payaso dispuesto a vender su alma al diablo por media página en papel «couch\” con tres líneas de elogios en el pie de foto. Por eso no quiso comentar el que sería el primero y el único de sus éxitos, aquel retrato caótico de perfiles confusos y colores sucios en el que ni siquiera él habría logrado identificarle sin forzar la vista. Pero Damián le conocía demasiado bien como para aceptar la neutralidad de su silencio, y después de poner a salvo aquella entrevista de la que estaba tan orgulloso en la misma carpeta donde guardaba todas las que habían ido alimentando su deseo, se sacó de la manga el único as capaz de dejar a Juan desnudo, arruinado y sin fuerzas para seguir jugando. —¡Ah! Y otra cosa… Esa chica, Charo, la que vive en el segundo, la que salía contigo, ¿no?
–Juan, que no se había levantado para hablar con su hermano, se dio la vuelta en la silla y le miró–. Bueno, pues ahora sale conmigo.
Aquella vez sí acertó. Damián se encontró en el suelo antes de tener tiempo para deshacer la media sonrisa de hombre hecho a sí mismo con la que había querido subrayar la noticia. Juan le había derribado con un único golpe, un puñetazo dirigido al pómulo derecho que alcanzó su destino con una milimétrica y contundente precisión. El novio de Charo tenía ahora un corte debajo del ojo que en pocas horas desarrollaría un bonito hematoma, para ofrecer al natural un aspecto semejante al que tenía en la foto del periódico del barrio, pero, aunque hiciera muchos años que Juan no derrotaba a Damián en una pelea, aunque su víctima ni siquiera hubiera llegado a enterarse muy bien de cómo había sucedido, el ganador sabía que su victoria no valía más que la mísera entrevista que la
había desencadenado.
—Eres un hijo de puta –le dijo de todas formas, mirándole por una vez desde arriba antes de salir de la habitación.
—¡Ja! –contestó Damián desde el suelo, e insistió antes de levantarse–. ¡Ja, ja! Cuarenta y ocho horas más tarde, aquellas risitas atronaban entre las sienes de Juan Olmedo mientras la imagen de Charo y Damián desnudos, acariciándose en una cama, le trituraba por dentro con la mecánica y despiadada tenacidad de un martillo hidráulico. La punta del taladro machacaba sus vértebras una por una y Juan recordaba la pregunta retórica con la que su hermano había rematado una odiosa disertación sobre deportivos y utilitarios –¿a qué no te la has tirado, eh?, ¿a que ni siquiera te la has tirado?– para tratar de convencerse a sí mismo de que era un idiota, de que ya lo sabía, de que no podía perder los papeles de una manera tan penosa, pero tuvo que pasar por toda la escala de la insensatez antes de recobrar una calma capaz al menos de engañar a los demás. Entretanto, se entregó a los desvaríos más feroces, y obtuvo a cambio un placer de una clase que desconocía. A solas en su cuarto, recorriendo una y otra vez los cuatro pasos que medía la habitación en todas las direcciones, hizo planes. Debería secuestrar a Charo, sin violencia física, sin hacerle daño, anestesiarla con cloroformo y llevarla a un lugar seguro, la carbonera del instituto de Villaverde Alto donde él había estudiado, por ejemplo, un sótano inmenso que permanecía desierto desde abril hasta noviembre, en los meses en los que no se encendía la calefacción. El candado que aseguraba la puerta era tan fácil de abrir que él y sus amigos lo habían forzado siempre que habían querido, para fumar canutos o enrollarse con novias de ocasión. Allí llevaría a Charo, la ataría a una silla y esperaría tranquilamente a que se despertara.
No te asustes, le diría luego, no te voy a hacer nada malo, sólo quiero que me escuches. Te has equivocado, Charito, has cometido un error muy grave, y te lo voy a demostrar… Entonces le contaría la verdad, que Damián, con todos sus negocios, con todo su dinero, con su coche nuevo y todos esos humos de triunfador, no era más que un desgraciado, un pobre hombre, un iluso que vendería a su madre a cambio de media página en el suplemento dominical de «El País», y que no podía quererla, que nunca podría, como la quería él, porque él era mejor, más inteligente, más sensible, más consciente que su hermano, y estaba tan enamorado de ella que no conocía siquiera palabras para expresar aproximadamente lo que sentía. ¿Cómo has podido estar tan ciega, Charo?, le preguntaría entonces, ¿cómo has podido hacerme esto a mí? ¿Qué pasa, que él te lleva a sitios caros? ¿Que le deja propinas de quinientas pelas a los porteros de las discotecas? ¿Y eso qué coño es, qué mierda es eso, Charito? Si yo te quería tanto que me dolían los ojos cada vez que te veía, y me dolían los dedos cada vez que te tocaba, y habría hecho cualquier cosa por ti, cualquiera, cualquier cosa… Al llegar a este punto, aterrado por su debilidad, se dejó caer sobre la cama. La realidad sucedía muy lejos del sótano de su instituto, y era sencilla. Charo no estaba atada a una silla, el pelo empapado de sudor, pegado a la cara, los ojos grandes de miedo y de asombro revelando al fin que comprendía. Él no caminaba
ahora hacia ella, no rodeaba la silla andando despacio, no se situaba a su espalda para dejarle sentir su polla en la nuca, ni cubría sus pechos con las manos, ni le pellizcaba los pezones, ni le hablaba al oído, si lo que te gusta es esto, también sé hacerlo… Él estaba solo, en su cuarto, tirado en la cama, rechazado, humillado, despreciado por la única chica de la que había estado enamorado en su vida, y ella estaría ahora por ahí, follando con su hermano en cualquier sitio. Era demasiado horroroso, demasiado injusto, demasiado dañino como para aceptarlo, aunque fuera verdad. Por eso regresó a Villaverde y se masturbó despacio, con delicadeza, intentando alargar hasta lo improbable aquel paréntesis que le mantenía ausente de un dolor que no llegó a ceder del todo. Tuvo un orgasmo muy intenso pero al mismo tiempo sintió frío, y el tacto viscoso del semen que embadurnaba su mano le produjo una extraña mezcla de lástima y repulsión. Luego, se sentó en el borde de la cama, abrió los ojos, volvió a cerrarlos, se dejó caer de nuevo y se echó a llorar como un niño pequeño.
La mañana siguiente amaneció gris, como amanecerían todas durante muchos meses. No vio a Damián hasta la hora de comer y entonces, aunque no cruzó ni una palabra con él, aunque no sucedió nada que distinguiera aquella comida de tantas otras, se sintió definitivamente hundido. Mirando a su hermano, el hombre feliz que bromeaba con las niñas y felicitaba a su madre por lo buenas que le habían salido las lentejas, tuvo un presentimiento bastante exacto de lo que iba a ser su vida en lo sucesivo, un temblor constante, una aprensión perpetua, una cadena de instantes iguales de un miedo purísimo, miedo a volver a verla, y a verla con Damián, miedo a encontrársela en cualquier momento por el pasillo de su propia casa, en fiestas de cumpleaños o en tardes de días corrientes, miedo a que sonara el teléfono y él tuviera que cogerlo sin saber si su voz le respondería o no al otro lado de la línea. Estoy jodido, pero jodido de verdad, se dijo antes de levantarse de la mesa. Esa sensación nunca llegó a disolverse por completo en la rutina de los meses sucesivos, pero se acostumbró antes de lo que hubiera creído a su nueva situación, llegó a acostumbrarse a ver a Charo cada día, a oír su voz por el pasillo, a encontrársela sentada a la mesa los domingos, a verla reír, y hablar, y besar a Damián, a tenerla cerca sin poder tocarla, sin poder besarla, sin querer mirarla siquiera.
Casi ocho años más tarde, cuando bajó del coche en la calle Altamirano, delante del portal de su tía Carmen, para ayudar a salir a su madre y a su hermano Alfonso, Juan Olmedo apenas se reconocía a sí mismo en aquel chico que sufrió tanto, ese chaval tan torpe y encerrado en sí mismo que era demasiado bueno pero muy soberbio, servicial y huraño al mismo tiempo, callado y como ausente, porque se asustaba de todo y nunca acababa de encontrar la manera de resolver las cosas con brillantez fuera de los exiguos límites de la mesa de su habitación, donde estudiaba, y estudiaba, y volvía a estudiar, siempre de espaldas a lo que pudiera ocurrir a su alrededor. A cambio, guardaba la memoria de la violencia y el deseo, los ingredientes básicos de una pasión fija, imperturbable, y tan codiciosa como su propio destino, un tormento que no cesaba ni en sueños, un desierto que se arremolinaba a su alrededor de día y de noche hasta llenarle la boca de
arena, un caballo enloquecido de furia que galopaba sin descanso entre sus vísceras. Nunca deseó a Charo tanto como entonces, cuando podía imaginar con precisión el eco de la voz que se deslizaba en su oído, el tacto y el tamaño del cuerpo que se aplastaba contra su cuerpo, la familiar amalgama de palabras y frases hechas, de gestos y de ademanes, de costumbres y manías que estaría empapando el tejido de su vida anterior. Conocía muy bien a su hermano, llevaba toda la vida conociéndole, y por eso le veía hasta sin querer, el perfil de su cabeza recortándose sobre una almohada, su mano afirmándose en la breve cintura que él sentía aún en las yemas de sus dedos, o hundiéndose en el sexo de una muchacha satisfecha que le devolvería alegremente, una por una, cada caricia. Y él estaba en medio, entre los dos, atado a su cama, cosido a sus cuerpos, incapaz de sacudirse la diaria tortura de su compañía, indiferente a su propia razón, a su antigua capacidad para analizar de manera correcta las cosas. De vez en cuando, intentaba oponerse a sí mismo, convencerse de la absurda naturaleza de sus reacciones, arrancarse aquella morbosa inclinación, aquel dolor misteriosamente imprescindible, una fiebre que le inmovilizaba, que le esclavizaba, que le anulaba frente a las dos criaturas de este mundo que deberían parecerle más despreciables.
Y lo intentaba, pero no podía, y cada mañana se daba cuenta de que deseaba a Charo un poco más que la mañana anterior, y de que el odio que había empezado a sentir hacia su hermano había crecido en la misma, indescifrable medida, y sin embargo, seguía viviendo. Mucho más tarde, Juan Olmedo comprendería que ésa fue la enseñanza principal de aquellos años, aprender a vivir a cualquier precio, por encima de todo, vendando sus heridas con esa determinación, esa voluntad, esa conciencia que ya no le servían de nada porque ni siquiera le protegían de sí mismo, pero nunca olvidaría el sabor de la rabia, ni aquellos gritos mudos con los que increpaba al cielo en las agónicas vigilias de años de noches blancas, eternas, que se le iban en chillar sin abrir los labios, devuélvemela, Dios, devuélvemela, Damián dormía en la cama de al lado y él se retorcía en la suya de cara a la pared, sin hacer ruido, devuélvemela y haré lo que tú quieras, seré lo que tú quieras, te daré lo que me pidas si me la devuelves, devuélvemela… No había vuelto a hablar con Dios desde entonces, pero cuando Charo se sentó a su lado, en el asiento del copiloto, y la raja de su falda se abrió, y no hizo nada para recomponerla, empezó a preguntarse si el diablo no sería un poco duro de oído. —Espera, no arranques todavía –le pidió, bajando la visera para estudiarse en el espejo–. Me voy a retocar.
—No te hace falta –dijo él, abandonándose con menos resistencia de la que le habría gustado a la fascinación de su lápiz de labios–. Estás muy guapa. —¿En serio?