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ayudaron a pensar. No va a pasar nada, se decía, ¿qué puede pasar? Está
toreando de salón, quemando cohetes con cerillas de cocina, apostando con
garbanzos, es demasiado tarde para mí, demasiado tarde para ella, demasiado
tarde para todo. A pesar de eso, estaba nervioso, como si un tumulto de hormigas
borrachas se atropellaran bajo su piel y una ebriedad seca, imaginaria,
amortiguara y afinara al mismo tiempo la capacidad de sus sentidos. No era la
primera vez que su cuñada jugaba a aquel juego, pero ella nunca había ido más
allá de una somera exhibición de intenciones y él, demasiado pendiente de sus
cicatrices, no había llegado ni siquiera a eso.
Aquella tarde incluía una novedad inquietante, sin embargo. Era la primera vez
que Charo y él estaban solos desde aquella lejana noche de primavera en la que
se endeudó con Damián para llevarla a la discoteca más lujosa de Madrid. Y todo
había ocurrido por casualidad, desde que, a las dos en punto de la tarde, había
llamado al timbre de la casa de su madre para encontrársela al otro lado de la
puerta.
Ella había mirado a su izquierda primero, a su derecha después, hasta comprobar
que nadie le acompañaba, y luego se había recostado tranquilamente contra el
quicio, cerrándole el paso con una postura propia del «sheriff» del condado en
cualquier vieja película de indios y vaqueros.
—¿Y Elena?
—No ha podido venir, está de guardia.
—¡Qué pena!, ¿no? –y sonrió, como si ninguna otra noticia hubiera podido hacerla
más feliz–. La pobre, estar de guardia en domingo y perderse la paella de tu
madre, con lo bien que le sale…
Sólo entonces le dejó pasar, y él la siguió por el pasillo hasta el comedor, donde
Damián presumía con sus cuñados, aficionados de escaso poder adquisitivo, de
que su amigo Nicanor había conseguido dos entradas para el palco de autoridades
del Calderón.
—Por lo visto, dan una copa antes –estaba explicando con su voz más hueca
cuando Juan entró– y una especie de cóctel al final del partido, así que a ver si
hoy comemos pronto, porque tengo que salir pitando…
Cuando se fue, sin esperar al postre, Charo se desplazó sigilosamente hasta
ocupar el asiento de su marido y Juan se la encontró a su lado, hablándole al oído
casi por sorpresa.
—Nos han dejado solos, Juanito.
—Eso parece.
—Podríamos ir al cine –y entonces levantó la cabeza, miró a su alrededor y
comprobó que la televisión estaba encendida, y nadie demasiado cerca de ellos–como en los viejos tiempos.
Aquellas palabras acariciaron las maltrechas vértebras del chaval desesperado que
Juan Olmedo ya no era, pero el hombre en quien se había convertido las sintió
como el filo de una navaja húmeda que resbalara muy despacio sobre su lengua.
Aunque guardó la compostura tan admirablemente que tuvo incluso la sensación
de que ella se había ofendido por la neutra serenidad con la que valoró su oferta
antes de aceptarla, en aquel momento se obligó a pensar que no iba a pasar
nada, que no podía pasar nada, nada de nada. Al llegar a Callao, mientras la falda
de Charo seguía abierta, su muslo izquierdo reluciendo con la dorada complicidad
de las medias, su boca curvada en una sonrisa íntima, autosuficiente, que no
cambió de signo cuando el coche se detuvo junto a la acera, todavía no había
querido admitir la verdadera naturaleza de aquel presentimiento artificioso y