38956.fb2
irresistible predisposición a despeñarse por aquel abismo.
—Bueno, pues tú dirás… –se la quedó mirando y ella reaccionó con cierta
extrañeza–. Me has dicho que el cine al que querías ir estaba en Callao, ¿no?
—¡Ah, claro, claro! –se inclinó hacia delante para que su falda se abriera del todo
y echó una ojeada a su alrededor–. Vamos a ver… Este mismo me vale –sentenció, señalando el edificio situado a su derecha–. Sí, éste está bien.
—¿Cómo que está bien? –preguntó él, riéndose abiertamente para disimular los
efectos del espasmo que acababa de pegar sus tripas entre sí–. ¿Quieres ver esa
película o no?
—Pues claro que quiero. ¡Qué cosas dices!
Entonces se rieron juntos, pero ella se recompuso enseguida y se esforzó por
comportarse con naturalidad, como si de verdad no pasara nada, como si nunca
fuera a pasar nada, mientras aparcaban y llegaban andando hasta la puerta del
cine. Así, al llegar a la taquilla, Juan Olmedo se dio cuenta por fin de lo que se
estaba jugando desde hacía un rato, porque se encontró repentinamente débil,
tan vulnerable, tan frágil como cuando la vio por primera vez, bailando sola
delante de un espejo, y contra todo lo que quería creer, contra todo lo que creía
querer, comprendió que iba a venirse abajo sin remedio si, al final, aquel furioso
espejismo de gloria y de catástrofe desembocaba en una tarde de cine cualquiera.
—Sácalas de arriba –le dijo ella a tiempo, como si hubiera podido leerle el
pensamiento.
—¿De arriba?
—Claro –y mintió con aplomo–.
A mí me gusta ver el cine desde arriba.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre –chasqueó los labios para improvisar un mohín de impaciencia–.
Hay que ver, Juan, qué mala memoria tienes…
—La sala está casi vacía –terció la taquillera–. Hay sitios buenos abajo.
Juan se volvió para mirar a su cuñada, y ella se acercó a él hasta pegarse
completamente a su cuerpo.
—Hazme caso –le susurró al oído–, no seas tonto.
—Bueno, pues démelas de arriba.
Unos minutos después, cuando se apagaron las luces, sus butacas eran las únicas
que estaban ocupadas en la zona superior de la sala.
La sintonía de Movierecord sonaba igual que antes, cuando él se abalanzaba
sobre el asiento que estaba a su derecha para buscarla a ciegas, con la boca y
con las manos, con toda la ceguera de su boca y de sus manos, para que ella
protestara airadamente por su vehemencia. Por eso, no pudo evitar la tentación
de acercar su cabeza a la de Charo, y cerrar los ojos para rozar su pelo con la
cara y oler el aire que la rodeaba, pero después, erguido de nuevo en su asiento,
se limitó a mirar la pantalla, donde una serie de planos muy rápidos iban
presentando a los personajes de una estúpida comedia norteamericana,
romántica, estudiantil.
—¡Qué mala es la película!, ¿verdad? –murmuró Charo después de un rato.
Él asintió con la cabeza, y esperó.
—Es aburridísima –insistió ella poco después–, y además…
Creo que ya la he visto. Sí, sí, la vi hace una semana o por ahí…
Hay que ver, ¡qué tonta soy! ¿A que sí? Es increíble…
—¿Quieres que nos vayamos?
–preguntó él, sofocando a medias la risa nerviosa que le estaba erizando la piel