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—No, déjalo… Mejor nos quedamos.
Durante algunos minutos, la única acción se limitó a lo que ocurría en la pantalla.
Luego, Charo cambió de postura, se retorció en la butaca para volverse hacia él,
estiró la mano derecha y, muy tranquilamente, con un ademán armonioso,
experto, le desabrochó el botón de la bragueta de los vaqueros.
—¿Qué estás haciendo, Charito?
—Pues…, ahora te estoy bajando la cremallera.
—Ya, ya me he dado cuenta –miró a su cuñada y se la encontró con la boca
abierta, los ojos fijos, absortos en el trabajo de sus dedos–. ¿Y por qué lo haces?
—Pues porque quiero sacarte la polla… Mira, ¿ves?
Juan Olmedo, que nunca había sido menos y nunca había sido más Juan Olmedo
que en aquel momento, siguió aquella sugerencia y vio su sexo, que tampoco lo
había sido tanto nunca jamás, erguido en la mano de su cuñada.
—Estate quieta, Charo –le exigió con poca convicción, su voz ahogándose en las
últimas sílabas.
—No pienso –contestó ella–.
Me he portado muy mal contigo, Juanito… Ya va siendo hora de que te trate bien.
Y además… Me moría de la curiosidad, ¿sabes? Al fin y al cabo, nunca te la había
visto, ni la había tocado, eras tan buen chico antes… Y encima, parece que a ella
le gusta.
—Pero a mí no.
—No me lo creo.
Entonces empezó a mover la mano muy despacio, arriba y abajo, coordinando en
un ritmo preciso, inequívoco, sabiamente perezoso, las dispersas caricias del
principio, y él empezó a sentirse muy bien mientras su mirada oscilaba entre el
rostro de su cuñada, concentrado y tenso como el de una niña empeñada en
completar a la perfección un trabajo difícil, y la respuesta de su propio sexo
mimado, privilegiado, que parecía sonreírle, recompensarle, hablarle por fin con
palabras justas, reconfortantes, dulcísimas.
—Somos ya muy mayores para esto –protestó de todas formas, esforzándose
para que su voz sonara entera, leve y falsamente despectiva incluso. —¡Ah! Pero no te preocupes por eso… –la de Charo, un murmullo sordo que borboteaba como si su lengua se fuera hinchando un poco más en cada sílaba, era en cambio la voz de una mujer excitada que no tenía interés en disimularlo–. Lo voy a mejorar enseguida. Pero antes me gustaría que me besaras. Bésame, anda, que hace casi ocho años que no me besas… Mientras acercaba su cabeza a la de ella, mantuvo los ojos abiertos y el corazón encogido por aquel golpe bajo, la exacta cronología de su ausencia, el plazo del dolor, y el de aquel secuestro imaginario que no producía al cabo sino más dolor, pero Charo abrió los labios para acogerle sin consentir a su mano derecha el menor desaliento, y su boca seguía sabiendo a caramelo en el umbral de una avidez desconocida, una sed salvaje, incondicional, reemplazando a la insospechada delicadeza de la primera vez, y Juan conoció cuánto había cambiado un instante antes de comprender lo que se había perdido, y entre las olas todavía indecisas, lentas, gobernables, de un placer que se dejaba controlar, sintió cómo crecía la memoria de su rabia, la oscura desesperación de antaño, y sin dejar de volcarse en esa boca abierta y definitiva que nunca le había pertenecido a él, sino a Damián, rodeó con un brazo el cuerpo de Charo para atrapar uno de sus pechos, el objeto de aquella lejana y grosera exhibición, y lo amasó, y lo apretó, y lo estrujó, y lo pellizcó mientras, en su cabeza, la voz de un chico torpe y sin suerte que hablaba con Dios y decía te quiero sin mover los labios delante de un plato de sopa y de la novia de su hermano, sentada al otro lado de la mesa, combatía hasta la primera sangre con la sorna madura y autocomplaciente de un hombre que no necesitaba nada de nadie y apretaba los dientes para gritar, jódete ahora, hija de puta, ahora te vas a joder… Ella no se quejó, no dijo nada, pero la pinza que se había cerrado sobre su pezón derecho precipitó quizás su siguiente movimiento, y Juan pudo anticiparlo, interpretó sin dificultad sus intenciones cuando Charo decidió cambiar de objetivo y separó la cabeza de la suya para zambullirse sin transición alguna en su vientre, y ahora aquellos labios que parecían tan satisfechos antes de sangrar en vano recorrían las paredes verticales de su sexo para procurarle un placer creciente, razonable, conocido, y eso estaba bien, aún podía controlarlo, pero en algún momento, cerca del final, se acordó de abrir los ojos, y en la penumbra tramposa de una oscuridad parcial, iluminada a ráfagas por la luz lejana e imposible de una playa de California, vio la melena negra y reluciente, brillante como una sábana recién lavada, que se desparramaba sobre sus vaqueros, y entonces supo con certeza quién era él, y quién era ella, y la boca de Charo lo llamó por su nombre, y volvió a hablar con Dios sin darse cuenta.
—Ahora estás en deuda conmigo –susurró ella después, mientras apoyaba la cabeza en su hombro para buscar su cuello con la frente y una súbita, desamparada urgencia.
—Sí –admitió él, conmovido hasta los huesos, y la abrazó con fuerza antes de besarla en los labios con el mismo cuidado que ponía antes en besarla. Ninguno de los dos volvió a moverse, ni a decir nada, hasta que acabó la película.
Luego, fue ella quien se levantó primero. Bajó las escaleras sin volver la cabeza y
no quiso volver a mirarle hasta que estuvieron ya en la calle. Y cuando le sonrió,
después de echarle un vistazo al reloj, él ya no se sorprendió de la ansiedad con
la que había estado esperando esa sonrisa.
—Son sólo las seis y media –anunció en un tono neutro, apacible–. Podríamos ir a
tomar algo, ¿no?
—Claro –asintió él, mientras el corazón le brincaba en el pecho con una
asombrosa, impropia jovialidad–. ¿Te siguen gustando los Vips?
—Sí, me encantan –volvió a sonreírle, y le cogió del brazo–.
De eso sí que te acuerdas, ¿eh?
—Me acuerdo de todo, Charo.
De todo.
Para terminar de demostrárselo, cuando se sentaron frente a frente a una mesa
pequeña de plástico anaranjado, en uno de aquellos locales por los que ella solía
suspirar tanto en los peores momentos del cubata y medio de cada fin de
semana, se anticipó a sus deseos sin darle tiempo para mirar la carta.