38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 58

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—¿Quieres unas tortitas, una hamburguesa, un sándwich de tres pisos?

—No me refería a esa clase de deuda, antes…

—Yo tampoco. Sólo quiero que sepas que ahora puedo pagarlo –había hablado

mirándola a los ojos, y vio cómo se oscurecían rápidamente al apartarse de él, su

rostro viajando en un segundo desde el brillante destello de la travesura hasta

una sombra gris, indefinida–.

Era eso, ¿no? Lo que pasaba era eso.

—No –contestó ella después de un rato–. O sí. Yo qué sé…

Nunca he sido muy lista, ya lo sabes. Y prefiero un trozo de tarta. De chocolate. Y

un cubata de ron.

—Y hablar de otra cosa –añadió él sin dejar de mirarla, de estrellarse contra la

vocación de sus ojos, que le recordaban a gritos que podrían estar toda la vida

mirándola.

—Pues sí… Tampoco soy muy valiente –se rió, y él la acompañópero, en fin,

tengo otros méritos.

—Eso desde luego.

Cuando le trajeron la tarta, se la comió despacio, siguiendo un patrón riguroso,

sistemático. Levantaba un fragmento de la cobertura de chocolate con el tenedor

y se la llevaba a la boca en primer lugar sin mover los dientes, deshaciéndola con

la lengua contra el paladar, y luego cortaba la porción de bizcocho que estaba

exactamente debajo para masticarla con suavidad, sin perderse el sabor de una

sola miga. Durante aquella operación no dijo nada, y abandonó la tarta solamente

para beberse el cubata en tragos largos y frecuentes, como si fuera agua. Parecía

estar disfrutando tanto que a él le dio pena ver su plato vacío.

—¿Quieres otra? –ofreció entonces.

—Tarta no.

Le sonrió con tristeza, una intensidad casi dolorosa, antes de consultar su reloj y

advertirle que tenían que marcharse ya. Cuando salieron a la calle, el aire seguía

siendo cálido, y la luz suficiente para iluminar los contornos de las cosas, pero Juan sintió que acababa de penetrar en un túnel largo como una noche negra, y se sintió sin fuerzas para avanzar por él, desarmado y confuso, con las manos vacías, más solo que nunca. A su lado, Charo caminaba mirándose los pies, que colocaba en línea recta para pisar solamente las junturas de las baldosas, jugando a uno de esos juegos tontos con los que se entretienen los niños. Cambió de estrategia sin previo aviso, y echó a correr hasta sacarle algunos metros de ventaja para quedarse quieta luego, de pie, en medio de la acera, viéndole venir de frente.

Él, que no forzó el paso, vio cómo se abrían sus labios, y cómo volvían a cerrarse, pronunciando una palabra que se perdió en el barullo de los coches y las pisadas de gentes que andaban deprisa, esquivándola, volviéndose a veces para mirarla, una mujer tan joven en medio de la acera, con los ojos tan frágiles y el cuerpo encogido, un cuerpo glorioso encogido de miedo, o de pena, unos ojos frágiles de pena, o de miedo, y de incertidumbre. —Bésame, Juan –escuchó por fin cuando la tuvo delante.

Entonces se fijó en sus labios, tan distantes ahora de la afilada perfección de la sangre, sus labios casi gruesos, siempre prometedoramente carnosos, desnudos por fin de la trampa fácil del color ajeno, labios abandonados a su propio color, más poderosos aún, más peligrosos que antes. La línea de lápiz que había perfilado su contorno hacía unas horas se veía aún en algunos tramos, rota, medio borrada. Juan buscó sus fragmentos, la reconstruyó con los ojos, y su vida entera cruzó por su memoria con la insistencia fugaz y apresurada de las imágenes que atropellan las retinas de los condenados a muerte un instante antes de morir. Entre los trazos desvaídos, inofensivos ya, de aquella línea oscura, se vio a sí mismo ahogándose de celos, mientras preparaba el examen del MIR como él sabía preparar un examen, y volvió a ver su nota, altísima, y las caras de asombro de sus compañeros cuando anunció que se iba a hacer la residencia fuera de Madrid, lo más lejos posible de una ciudad que ya era ella, nada más que ella y sólo ella, por eso buscó en el mapa los puntos más extremos, más remotos, y eligió Cádiz para mirar al océano, el desafío de un abismo desconocido e infinito, América al fondo, antes que la tranquilizadora compañía del Mediterráneo familiar y doméstico.

En los labios de Charo también estaba Cádiz, el año 83, la luz y la alegría de los primeros meses, la obsesión de encontrarla en otras mujeres, los rostros y los cuerpos de esas mujeres que nunca acababan de parecerse a ella del todo, y ella misma en Navidad, en verano, en algunos fines de semana largos y propicios, cada vez más extraña, más ajena, más diferente a la mujer que él llevaba consigo, cosida a su piel, a su sombra, aquel fantasma risueño y complaciente, irónico, pero furiosamente carnal, que compartía su vida sin moverse de la silla a la que él mismo la había atado en el sótano de su instituto, y que sin embargo se las arreglaba para deslizarse en su cama cada noche, para hacerle compañía cuando estaba solo y para desautorizar sin piedad a las intrusas que se atrevían a invadir su territorio, pobres mujeres de carne y hueso cuyo cuerpo jamás podría

competir con la imprescindible perfección de una naturaleza incorpórea y deslumbrante, la del hada lujosa, apasionada y parcial, que le permitió ver a Charo de blanco y no sufrir, firmar como testigo en su boda y no creérselo, levantar su copa para brindar por el futuro y tener la sensación de que nada había empezado todavía.

Charo dio un paso hacia delante y Juan escuchó los sollozos de su madre, su voz deshaciéndose al otro lado del teléfono, la fea calidad de sus presentimientos y las palabras de su hermana Paca, más entera, ha muerto papá, era una mañana de marzo del año 86, el caso es que estaba bien, no había comentado nada, se ha ido a trabajar y en la puerta de la panadería, cuando tenía el cierre a medio abrir, se ha caído al suelo, desplomado, le ha reventado una vena, por lo visto, eso han dicho, la aorta, creo, tú sabrás, y se ha muerto, Juanito, cuando ha llegado la ambulancia ya estaba muerto, muerto. Él sabía, un aneurisma de aorta, se repitió mientras acariciaba con los ojos la piel mullida y suave de los labios de Charo, ahora entreabiertos, detenidos en una pausa que nunca sería suficiente, y sabía también lo que no quiso saber entonces, el temblor que crecía en los ínfimos resquicios de aquel dolor agudo e indudable, la exasperante lentitud de algunos viajes en tren, el gusano que roía las esquinas de su angustia y hasta de aquella culpa caprichosa, imaginaria, que le condenaba por no haber vivido con su padre los últimos días de su vida.

Él quería a aquel hombre, le quería mucho, se sentía aplastado, devorado, aniquilado por la pena, y sin embargo calculaba, mirando los campos a través de la ventanilla calculaba, abrazando a su madre como si quisiera encerrarla en sí mismo calculaba, llorando y cansándose de llorar, abriéndose al vacío que perforó su cuerpo cuando se quedó sin lágrimas, y aunque no quisiera, aunque se negara, aunque hubiera querido arrancarse la cabeza con las manos, calculaba, dividido entre la tentación de volver y la certeza de que lo que le convenía era no hacerlo, calculaba, sin llegar a ninguna solución. En el principio y en el fin estaba Charo, por encima de los temores de su madre cuando le confesó que no se sentía capaz de manejar a Alfonso ella sola, más allá de la súbita recuperación de aquel viejo sentido de la responsabilidad al que había ido renunciando a medida que sus hermanos aprendían a desayunar y a irse solos al colegio, por debajo del modélico discurso del hijo ejemplar que se ofrecía a pedir un traslado, encontrar una casa cerca de Estrecho y ponerse un busca para estar siempre localizable, en todas partes estaba Charo, tenerla cerca o tenerla lejos, Charo, que había vuelto a mirarle en las largas noches que sucedieron a la muerte de su padre, Charo, que le miraba ahora, parada en una acera de la Gran Vía, con unos ojos turbios y borrosos que no eran los ojos de una mujer feliz.

—Bésame –repitió, y le agarró con las dos manos de las solapas de la chaqueta, sin atraerlo todavía hacia ella, sin hacer fuerza, y Juan la miró, y se asustó de lo que veía, la princesa altiva, la más bella, la más fuerte, pisando en el vacío, a punto de romperse en pedazos en medio de la calle.

Nunca se había parado a pensar si ella era o no feliz, nunca creyó que fuera asunto suyo. Sin embargo, mientras los labios de Charo empezaban a temblar, se

dio cuenta de que su felicidad sí le importaba, y de que no podría verla llorar, por su culpa no, nunca. Ella le miraba como si estuviera colgada de un puente por una cuerda vieja, apolillada, y él casi podía oír el ruido de los cabos al romperse, uno por uno, entonces un coche tocó la bocina, y una imagen inesperada se coló sin permiso ante sus ojos.

Elena era pediatra, tenía el pelo rojo y el mejor culo del hospital. Juan no se había acordado de ella en ningún momento de aquella tarde, pero ahora la estaba viendo, a Elena, que hablaba alemán, y tocaba el violoncelo, y practicaba desnuda los domingos por la mañana al borde de su cama, y quería casarse con él, y vivir en el campo, y tener dos hijos, uno pelirrojo y el otro moreno, como su padre. Cuando la escuchó, llegó a sentir un instante de nostalgia por esa vida improbable, el plácido futuro que ya nunca sería, porque la voz de su novia, una mujer feliz, razonable, la eficacia en persona, se abrió paso desde algún recóndito lugar de su conciencia para proponerle una lectura alternativa de la situación, en un intento desesperado por salvarle, por condenarle eternamente a su salvación. Es la mujer de tu hermano, ¿no?, ella te dejó y luego se lió con él, y ahora están casados, ¿no es eso?, vale, la señora tenía un caprichito, y esta tarde te ha liado para llevarte al cine y te ha hecho una mamada, estupendo, pues eso que sales ganando, ¿y qué va a pasar ahora?, pues nada, yo te lo perdonaré cuando me lo cuentes, ya lo sabes, son cosas que pasan, locuras, tonterías, arrebatos sin importancia, total, esto no te va a cambiar la vida, ¿o qué te has creído?, ¿qué te estás creyendo, Juan? Por el amor de Dios, si tienes casi treinta años…

Charo apretó un momento sus solapas entre los puños y las soltó de golpe, para dejar caer luego sus brazos, las manos apretadas, y cerrar los ojos. Entonces, fue Juan quien dio un paso hacia delante, la abrazó casi con miedo, y la besó. Sabía que estaba jugándose la vida en aquel gesto, y se la jugó a una carta que no era la mejor, que quizás ni siquiera era buena, pero que era la única que había llevado siempre en los bolsillos.

Volvieron al aparcamiento abrazados y ninguno de los dos dijo nada. Mientras esperaba la vuelta y el tíquet de salida, Juan se encontró con el reflejo de su propio rostro en un espejo y registró en él la misma palidez metálica que veía en la cara de su cuñada, las mismas sombras rojizas alrededor de los ojos. Estaba muy cansado.

Condujo despacio, lamentando la fluidez del tráfico de los domingos y aprovechando los semáforos para mirar a Charo, que devolvía el color de la normalidad a sus mejillas con una brocha, a la luz de las farolas. —¿Te dejo aquí? –le preguntó, estrenando su flamante prudencia de adúltero cuando llegaron a la verja de la colonia.

—No –contestó ella, sonriendo–. Puedes entrar hasta el fondo. Tu hermano no es nada celoso, ¿sabes? Está demasiado convencido de que es el hombre–chollo, el marido ideal, el mejor, como para pensar que yo pueda mirar a cualquier otro. Si alguien le contara que le pongo los cuernos, lo primero que pensaría es que soy una imbécil. Luego se cabrearía, claro, pero de momento no le entraría en la

cabeza, en serio… Tampoco debe saber que tiene la polla más pequeña que tú. El

día que se entere, se corta las venas.

En ese momento, el motor del coche se paró sin que Juan llegara a tener

conciencia de haber levantado los pies de los pedales.

—Se te ha calado –resumió Charo, y se echó a reír.

—Y se me calará más veces, si me sigues metiendo esos rollos.

—No son rollos, Juan, es la verdad. Ya te he dicho antes que no soy muy lista,