38956.fb2
Cuando te conocí, me parecías demasiado bueno, demasiado estudioso, y serio, y
considerado, ¿te acuerdas?, y sin embargo me agobiaba mucho aquella manía
tuya de estar siempre encima de mí, siempre besándome, y abrazándome, y
sobándome… –sonrió, y giró la cabeza para mirar hacia delante, y fundir sus ojos
con la penumbra de la calle–. Entonces yo creía que me iban los tipos duros.
creí que tu hermano era un tipo duro, pero en eso también me equivoqué. Damián no es ni duro ni blando, es otra cosa. A él, simplemente, no le interesa nada, no le interesa nadie. Por eso le va tan bien en la vida, porque todo le da igual. Y a veces… Ahora, cuando te veo con Elena, en casa de tu madre, tan serio como antes, tan preocupado por todos, y por tantas cosas, tan buen hijo, tan buen hermano, pues… Ya no creo que seas demasiado bueno, ¿sabes?
sin embargo, pienso en cómo serás con ella, ¿no?, cuando estéis solos, cuando nadie os vea, y me imagino que…, bueno, pues que la tratarás como me tratabas a mí antes, ¿no?, aunque nadie se lo imagine, y… Bueno, pues… Puedes mandarme a la mierda, pero la verdad es que me da mucha envidia.
Ahora me encantaría tener un marido que estuviera todo el tiempo besándome, y
abrazándome, y sobándome, y eso ahora, justo ahora, cuando ya lo he hecho
todo mal.
Así que lo de tu polla es lo de menos. No te voy a mentir precisamente en eso,
puedes estar tranquilo. No soy muy lista, pero tampoco soy tonta.
Se dio la vuelta en el asiento para mirarle de frente y Juan la miró sin verla, sus
ojos atrapados en las huellas que dos lágrimas gordas, definitivas, habían dejado
al resbalar por una piel que era la misma y era distinta, el rostro exhausto y
polvoriento de una chica atada a una silla, el pelo empapado de sudor, pegado a
la cara, los ojos grandes de miedo y de asombro revelando al fin que comprendía,
que después de tanto tiempo, al fin lo había comprendido todo.
—¿No vas a decir nada? –le preguntó Charo entonces, removiéndose en el asiento
como si estuviera incómoda.
Durante un instante Juan Olmedo se dijo que arrancaría el coche, y pasaría
deprisa por delante de la casa de su hermano, y saldría de la colonia por la puerta
opuesta a aquella por la que había entrado, y se alejaría del centro de la ciudad
por la primera carretera que encontrara, y seguiría avanzando, sin abandonar
nunca la raya continua, hasta encontrar un hotel con buena pinta a trescientos o
cuatrocientos kilómetros de Madrid.
Pero fue sólo un instante.
—Dime por lo menos si estabas enamorado de mí.
—Eso ya lo sabes, Charo –entonces fue ella la que no quiso añadir nada y él
siguió hablando, porque no le molestaba, ni le avergonzaba, ni le importaba
decírselo–. Claro que estaba enamorado de ti. Como un imbécil. Como un animal.
Como… Como un desesperado.
Entonces sí arrancó el coche, pero no pisó el acelerador a fondo.
A unos trescientos metros, en la puerta de su casa, vio a Damián, parado en la
acera, hablando con Nicanor, y aparcó en doble fila muy cerca, junto a un hueco
suficiente para que Charo saliera, pero ella no se movió.
—Mira el tonto este, qué contento está –se limitó a comentar en un tono
exageradamente cantarín, como si le costara trabajo rebozar cada palabra en un
tranquilizador baño de frivolidad–. Seguro que ha ganado el Atleti. Dale las luces,
anda, que no nos ha visto…
Entre la tercera y la cuarta ráfaga, Damián los reconoció por fin, y levantó las dos
manos, la izquierda con tres dedos extendidos, la derecha con uno solo, antes de
echar a andar hacia ellos.
—Tres a uno, ¿no? –tradujo Charo en voz alta, sonriendo a la figura que se
acercaba–. Serás gilipollas… –e inmediatamente después, sin desviar la mirada ni
descomponer aquella sonrisa, se dirigió a Juan–. ¿Cuándo tienes la próxima
guardia?
—El miércoles.
—Iré a verte el jueves, a las cinco –su marido había llegado a su altura, y tenía ya