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veía aparecer tan arreglada, tan perfumada, más gorda que nunca con esa ropa
nueva a la que aún no había dado la oportunidad de ceder, de ensancharse, de
amoldarse a su cuerpo excesivo de buena chica de pueblo. Entonces sentía pena
por ella y también por Andrés, pero nunca pensaba en sí mismo, porque estaba
seguro de que Maribel no le gustaba. O eso creía él, por lo menos. Que estaba
seguro.
—¡Anda! ¿Y qué hace usted aquí? –la primera vez que se lo encontró en pijama,
bajando por la escalera a media mañana, Maribel se llevó un buen susto–. ¿Se ha
puesto malo?
—No, no –sólo entonces se dio cuenta de que ella compartiría sin remedio sus
días libres, pero ni siquiera en aquel momento se preocupó, y se limitó a
regañarse en voz alta a sí mismo por no haberla avisado antes–. Estoy saliente de
guardia. Lo siento, Maribel, tendría que habérselo advertido, pero no me di
cuenta, como cuando vuelvo de Jerez, usted ya se ha ido…
Ayer por la tarde me quedé en el hospital, he estado trabajando toda la noche y,
a cambio, no tengo que volver hasta mañana.
—Ah, sí, ya me acuerdo que me contó algo al principio, cuando empecé a venir
aquí… Y esto de ahora, ¿va a ser así siempre?
—Pues sí, en principio sí.
Haré una guardia a la semana, más o menos, y de vez en cuando dos, porque voy
a intentar pasar los sábados y los domingos en casa, para no dejar a Tamara sola
con Alfonso.
—Ya –ella se quedó pensando, y luego sonrió–. Pues avíseme…
–y antes de que él tuviera tiempo para preguntarse por qué sonreía, le dio una
explicación que no le había pedido–. Se lo digo para hacerle la comida, ¿sabe? Porque tendrá que comer aquí, ¿no?, y la verdad es que yo, cuando no están los niños, pues no cocino. Me como un bocadillo y ya está. —Bueno, pero no se moleste por mí. Procuraré estorbar lo menos posible. Ella no dijo nada, pero volvió a sonreír, y él volvió a despreocuparse de su sonrisa. Fue a la cocina, se hizo un café, se vistió, llegó hasta el pueblo caminando por la playa, compró el periódico, se tomó una cerveza, volvió a casa a las tres de la tarde, se llevó una bandeja al salón para comer delante del televisor –filete con patatas y ensalada, se excusó ella, no me ha dado tiempo a hacer otra cosa–, y se quedó leyendo, tumbado en un sofá, hasta que la niña volvió del colegio.
Una semana después, él ya estaba levantado cuando Maribel abrió la puerta con su llave, a la una menos diez, más o menos.
—Me he traído de casa unas codornices estofadas –anunció, mientras sacaba un recipiente transparente de una bolsa de plástico–, que están mucho más buenas hechas de víspera, a ver si le gustan.
Luego hago un poco de arroz blanco, que es la mejor guarnición para esta salsa, y ya está.
Un par de horas más tarde, el aire olía tan bien que a él le dio vergüenza comer solo, y le preguntó a Maribel en el tono formal, casi ceremonioso, que le pareció el más adecuado para despejar equívocos, si no preferiría poner la mesa para los dos en el salón en lugar de comer sola en la cocina. Ella aceptó sin responderle y al verla pasar ante él varias veces, transportando un mantel primero, luego platos, vasos y cubiertos, Juan Olmedo se dio cuenta de que aquel día no se había puesto las alpargatas, y circulaba por la casa sobre unos zapatos de tacón alto que mejoraban considerablemente el tosco perfil de sus pantorrillas. En aquel momento, todavía se sonrió para sí mismo con una amable condescendencia, y creyó observar sin alterarse el violento contraste entre la sofisticación de aquel calzado y la simplicidad de una bata rosa, desteñida de lejía, que se abría por delante entre cada pareja de botones para dibujar una hilera de pequeñas lagunas oblicuas de piel desnuda. Lo que nunca podría precisar después fue el instante exacto en el que las amenazas de aquella tela cansada, sometida a una tensión terminal, insoportable, dejaron de representar una traición para empezar a acariciar sus ojos como una promesa. Tampoco llegó a percibir con claridad los orígenes de un curioso fenómeno atmosférico, la columna de gas pesado que se instalaba a un milímetro escaso de sus cabezas cuando se sentaban a comer juntos, para hacer denso, sólido, irrespirable el aire que compartían a los dos lados de la mesa. Por más que él encendiera siempre el televisor, por más que se esforzara en mirar a la pantalla y masticar en silencio, por más que se preocupara de escoger elogios tan contundentes que le permitieran alabar con justicia la calidad de la comida –esto está riquísimo, Maribel, pero estupendo, en serio, nunca había comido unas codornices tan buenas– sin volver la cabeza hacia su autora, llegó un momento en que la terquedad de su silencio empezó a ensordecerle por dentro, su cabeza forrándose de corcho mientras se daba cuenta
de que la indiferencia estricta, excesiva, que había adoptado como una señal de respeto hacia aquella mujer llegaba a producir un efecto casi opuesto, propio de un rasgo de superioridad, incluso de desprecio.
Entonces se desentendió de las consecuencias de aquella inevitable intimidad de las comidas a solas y empezó a participar de sus ventajas, a mirar a Maribel, a bromear con ella, a reírse de sus chistes, y a verla comer, llevarse los cubiertos a la boca y abrir los labios, y atrapar un bocado con los dientes, y masticarlo con la boca cerrada, y tragarlo después, mientras su propio deseo aún no asumido distorsionaba la inocencia de cada uno de estos actos para impregnarlos de una obscenidad instintiva, primaria. Al entrar en contacto con sus palabras, el gas pesado no se esfumó, pero cambió de signo para hacerse amable, más húmedo, más caliente, y Juan Olmedo tuvo que reconocer que, a despecho de todos sus prejuicios, y hasta de todas sus opiniones, la verdad era que se estaba divirtiendo.
A medida que iban pasando las semanas, y terminaba un mes, y comenzaba otro, y las semanas volvían a sucederse bajo un cielo tan inmutable que parecía una cúpula pintada de azul, el sol firme y el levante soberano, como un rey infantil y malcriado pero capaz de entretenerse solo con sus juguetes, que apenas se abandonara a algún que otro berrinche para recordar que mandaba, que existía, Juan Olmedo se divirtió hablando con Maribel, viéndola venir, estudiándola a distancia, sin querer aceptar siquiera la hipótesis de que aquella situación pudiera llegar a traspasar algún día los límites de un simple juego de salón. Seguía estando seguro de que aquella mujer no le gustaba y sin embargo se daba cuenta de algunas cosas. Entre otras, de la flamante seguridad que había ido reemplazando poco a poco a los previos y desesperados esfuerzos de su asistenta por gustarle, un aplomo que crecía sin pausa, de guardia en guardia. Mientras él se comportaba como una mosca conscientemente altiva, que levantara a cada rato sus patas de la tentación de los hilos brillantes, sutilísimos, que iban entrecruzándose para componer una superficie cada vez más espesa, más mullida, a su alrededor, Maribel, como una araña gorda y astuta, seguía tejiendo su tela sin descansar, pero sin apresurarse. Juan, que de vez en cuando imitaba el ejemplo de las moscas incautas con una facilidad casi arrogante, para demostrarse a sí mismo, para demostrarle a ella también, que conservaba intacto su control, se daba cuenta de eso, y también de cómo le gustaba, sobre todo ahora que jugaba en casa, en su propio territorio, volver a sentirse un objeto inmóvil alrededor del cual una mujer diera vueltas y vueltas sin procurarle a cambio ninguna angustia, ningún dolor, ningún sombrío presentimiento como los que habían envuelto siempre cada gesto, cada sonrisa, cada palabra de su cuñada. Pero este sentimiento tampoco le alarmaba, al contrario. Sentirse deseado es un bien objetivo, pensaba, algo intrínsecamente bueno, y eso era lo mejor que podía esperar de Maribel, las limpias manifestaciones de su deseo y una diversión pura, inocente, inocua, de la que ella misma sería la primera en cansarse, alguna vez. Sin embargo, había otros misterios que se le resistían, detalles que no llegaba a
comprender bien del todo. Porque aquella mujer no le gustaba, pero cuando aprovechaba la menor oportunidad para ponerse a gatas en la baldosa estrictamente contigua a la que pisaban sus propios pies, con la excusa de buscar el mando a distancia o de recoger alguna pieza de un juguete, no sólo se le iban los ojos detrás de su culo, se le iba la mano también, y más de una vez llegó a levantarla en el aire, esbozando el principio de un azote, para obligarse a sí mismo a bajarla inmediatamente un segundo después. Porque ella no le gustaba, pero cuando, a finales de enero, empezó a hacerse evidente que estaba adelgazando, le dio pena comprobar que los agujeros que se abrían entre los botones de su bata se hacían cada vez más pequeños, y amenazaban con hurtarle la visión de su piel. Porque Maribel no le gustaba, pero en el estruendoso mediodía del último martes de febrero, mientras el levante desencadenaba una ventolera insoportable antes de despedirse, él levantó los ojos de su plato de calamares rellenos, deliciosos, como todo lo que le daba de comer, al percibir el olor ácido, profundo, de una naranja recién pelada, y cuando los dirigió hacia su derecha, ella tenía un gajo a medio comer entre los labios y un chorro de zumo dulzón y pringoso resbalaba muy despacio por su cuello hasta perderse en el surco de sus pechos apretados, afortunadamente inmunes a los efectos de la dieta, y aquella imagen, la complaciente lentitud con la que las gotas pálidas, perfumadas, se perseguían a través de su escote, le dolió en la lengua, su pobre lengua perpleja, torturada, que sólo deseaba hundirse en aquella carne, probarla, lamerla hasta robarle el último rastro del sabor, del olor de las naranjas. Todo esto le parecía demasiado cuando lo comparaba con su certeza de que aquella mujer no le gustaba, y por eso cayó en la tentación de echarle la culpa al levante. Pero, aunque él lo recibió con alegría y la esperanza de que volviera a poner cada cosa en su lugar, el poniente no le devolvió el cumplido. —¡Vaya mañanita que tenemos! –Maribel sacudía el paraguas contra el felpudo cuando él le abrió la puerta, porque ella no le gustaba pero hacía ya semanas que, aunque no hubiera podido dormir nada durante la guardia, se despertaba solo, y siempre un poco antes de la una–. ¡Y yo, que le había traído un poco de arranque para comer! ¿Qué me dice? A ver, ya estamos en marzo y yo pensaba, con el calor que está haciendo… Pero, ¡qué va!, tenemos invierno para rato.
—No importa, Maribel –Juan sonreía, saboreando por anticipado esta nueva muestra de la solicitud de su asistenta–. A mí me encanta el arranque y no lo pruebo desde septiembre, por lo menos. Voy a disfrutarlo igual, aunque haga frío. —Ya, ya lo sé que le gusta –sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa, casi maternal, la expresión de un adulto que se complace del regalo que lleva en el bolsillo más intensamente que el niño al que está destinado–. Por eso lo he hecho. He tenido los tomates al sol… cinco días, o así, para que se pusieran bien maduros.
El arranque, una variedad local y sólida del gazpacho que Juan Olmedo prefería a cualquier otra, estaba tan bueno que ni siquiera echó de menos el verano al atacarlo. A su lado, Maribel, que miraba una tortilla francesa con cara de
aburrimiento, pareció animarse al verle comer.
—¿Pero no lo va a probar siquiera? –se sorprendió Juan–. Le ha salido estupendo.
—Bueno –cedió ella, dirigiendo la punta del tenedor hacia el plato situado a su
izquierda–. Sí, está bien –añadió después, paladeándolo–. ¿Un poco salado?
—No, no me lo parece.
—Ya. Es que con esto del régimen, me estoy quedando hasta sin paladar, pero,
en fin… La verdad es que el verano pasado me puse como una foca, y algo tenía
que hacer. Claro, que yo, es lo que tengo… –y dejó de mover las manos, y la
cabeza, y le miró fijamente en el instante de la confesión–, que me encanta
comer.
—Sí, a mí también.
—Ya, pero a usted no se le nota.
Parecía un comentario inofensivo, trivial, razonable. Seguramente ella nunca
había pretendido que fuera otra cosa, pero algo, un elemento que no llegó a