38956.fb2
apariencia de reproche que flotaba sobre sus palabras, o que él creyó percibir
flotando sobre sus palabras, impulsó a Juan a estudiarla con cuidado, y entonces
la vio reír, abandonarse a una carcajada súbita y nerviosa que no se había
extinguido del todo cuando él dejó de tratarla de usted sin darse cuenta.
—No me estarás provocando, ¿verdad, Maribel? –ella volvió a reírse, y él la
acompañó en el último tramo de su risa–. Porque llevo demasiado tiempo
portándome bien.
—¿Y no le gusta?
—Pues no. Me gusta más portarme mal.
—Ya… –entonces, cuando Juan creía que iba a volcarse sobre él, se echó para
atrás, pegó la espalda al respaldo de la silla, y se comportó como si no hubiera
pasado nada–. Yo lo que quería decir es que usted no engorda.
—Ah –aceptó él, y los dos volvieron a reírse a la vez.
Entonces pareció terminar todo pero fue precisamente entonces cuando empezó.
Maribel, que a veces parecía tan torpe, tan bruta, tan ignorante de la forma de
hacer bien las cosas, tuvo la inteligencia de aflojar la presión en aquel momento,
sin forzar las consecuencias de aquella conversación, sin tratar de sacar ventaja
de la debilidad que él había demostrado por primera vez. Aquella tarde,
sorprendentemente, no encontró nada que hacer, ni una sola excusa para andar a
gatas, para subirse en una silla, para estirarse en diagonal sobre la superficie de
una mesa y alcanzar con una mano cualquier objeto que estuviera en el otro
extremo, en la habitación donde Juan masticaba con esfuerzo su asombro,
repasando una y otra vez aquel luminoso malentendido que había nacido de sus
propias ganas de malentender. A partir de entonces, en las horas que se
sucedieron entre la sobremesa de aquel lunes y la mañana del viernes siguiente,
Juan Olmedo no volvió a pensar en que Maribel no le gustaba, ni en ninguna otra
cosa. Sabía que era una barbaridad, una locura, un disparate, y la forma más
idiota de complicarse la vida, pero no quiso acordarse de lo que sabía. Estaba
demasiado ocupado adiestrando a sus ojos, a las yemas de sus dedos, a su piel, a
sus músculos, y manteniendo a raya su sensatez. No le costó mucho trabajo
lograrlo, porque su deseo volvió a funcionar como un interruptor impecable, un
mecanismo capaz de desconectar a la vez todos los cables de su conciencia para
someterla por completo a la ventajosa tiranía de su voluntad. Al fin y al cabo, diez
años de adulterio ininterrumpido con la mujer de su hermano habían hecho de él
un experto en el arte de concederse indulgencias.
Cuando ella abrió la puerta con su llave, él estaba todavía en la cama, con las
persianas bajadas y el pijama puesto. Mientras escuchaba el eco de los tacones
de Maribel en la planta de abajo, se levantó, se desnudó, y abrió un poco las
persianas. Durante algunos segundos no escuchó ningún ruido.
Luego, los tacones de Maribel se dejaron oír en series cortas, repetidas, indecisas.
Juan las interpretó como una prueba de que ella le estaba buscando, y fue hasta
el baño, abrió los grifos del lavabo, contó hasta tres, y volvió a cerrarlos. Luego se
metió en la cama, dobló la almohada para recostarse sobre ella, se cubrió con las
sábanas hasta la cintura, cruzó los brazos y esperó.
Ella interpretó sin esfuerzo aquella pista, porque sus pisadas empezaron a resonar
enseguida en la escalera. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero llamó
con los nudillos antes de entrar.
—Pasa –dijo él, sin mover un músculo.
—Ah, ¡uy! –Maribel avanzó dos pasos y se detuvo en seco–. Si está en la cama