38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 63

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todavía… ¿Le he despertado?

—No.

—¿Qué le pasa, se encuentra mal?

—No –volvió a contestar él, y sonrió–. Me encuentro muy bien.

Estupendamente.

—Ya… –Maribel dejó escapar una carcajada breve, insegura, y mientras se

rascaba las manos como si le acabara de brotar un sarpullido, avanzó otro

modesto, prudente tramo hacia él–. ¿Quiere que le traiga un café?

—No.

—¿Quiere que le suba las persianas?

—No.

—¿Quiere que le alcance el pijama?

—No.

Se quedó de pie, a un par de metros de la cama, mirándole sin dejar de sonreír,

sin atreverse tampoco a seguir preguntando.

—Ven aquí… –dijo Juan entonces, dando un manotazo encima de la colcha–, que

te voy a enseñar qué es lo que quiero.

Maribel se acercó a él con pasos lentos, silenciosos, los ojos muy abiertos, el

rostro serio, concentrado, sin memoria alguna de la sonrisa que lo iluminaba hacía

un momento, se sentó en el borde de la cama, y le miró de frente. Juan se volvió

ligeramente hacia allí y empezó a desabrocharle la bata despacio, con las dos

manos. En el primer botón, ella cerró los ojos.

En el tercero, volvió a abrirlos.

Cuando cayó el último, se desprendió de la tela con un movimiento de los

hombros y terminó de desnudarse ella misma, con una habilidad, una rapidez sorprendentes. Quizás para compensarlas, se tumbó sobre la cama con una lentitud majestuosa y controlada, la complacida, indolente pasividad de una odalisca clásica, y mantuvo sus ojos fijos en los de Juan sin iniciar ningún movimiento, como si estuviera segura de que él sabría apreciar lo que estaba viendo. Ni siquiera se movió cuando una mano abierta empezó a deslizarse sobre su cuerpo, desde la clavícula hacia abajo primero, desde las rodillas hacia arriba después, perdiendo serenidad en cada milímetro de su piel de manzana recién lavada. Él reconocía su firmeza, la tensa elasticidad de aquella carne dura que sabía ablandarse bajo la presión de sus pulgares, y que extraía de su propia abundancia la ventaja de un cierto temblor aterciopelado, oceánico, en la base de los pechos, en las caderas redondas, en la mullida funda que, a la altura de sus riñones, desencadenaba la furia compacta y circular de un culo estupendo, más que estupendo, tan insoportablemente perfecto que lo sintió en el filo de los dientes mientras lo recorría con las yemas de los dedos. Aquella mujer estaba llena de asas, y él no había decidido aún a qué par renunciar cuando metió la lengua en su boca para encontrar un sabor áspero y caliente, el sabor del aguardiente donde maceran las guindas, que es el sabor de las mujeres desnudas que saben exactamente lo que quieren. Después sus labios se abrieron, para pronunciar con naturalidad una frase que él no fue muy consciente de haber escogido.

—Estás muy buena, Maribel.

Esas palabras, tan sencillas, actuaron como una llave, un resorte secreto y clandestino, una inesperada sentencia favorable. Ella las escuchó, las interpretó, y se volcó sobre él con todo lo que era, todo lo que tenía, ganando confianza en cada minuto, en cada gesto, en cada avance, hasta que él, desbordado al principio por su avidez, la insospechada voracidad que agitaba de repente aquel cuerpo que había conocido tan complacido en su quietud, en su abandono, impuso una pausa y tomó el mando. No vayas tan deprisa, murmuró en su oreja, vamos a hacer las cosas a mi manera, y ella asintió sonriendo, vale, dijo después, como usted quiera, y él pensó, Maribel, por favor, no me llames de usted, lo pensó pero no lo dijo, porque le gustaba oírla, y entonces empezó a arrepentirse y todavía le gustó más, le gustaba verla temblar, y el brillo líquido que empañaba sus ojos cuando los abría, y la violencia que afilaba su barbilla cuando los cerraba para dejar caer la cabeza hacia atrás, y la imprecisión casi animal de sus dedos, el balbuceo casi infantil de sus labios, la tensión casi dolorosa que deformaba sus pies crispados al acercarse al final, y el delgado hilo de baba que se le caía por un lado de la boca para dejar después un transparente cerco de humedad sobre la sábana. Cuando terminaron, él estaba tan satisfecho que ya se atrevió a reconocer que Maribel le gustaba menos por fuera que por dentro, esa íntima y absoluta capacidad para la propia y absoluta aniquilación que hasta aquel momento no se había detenido a echar de menos después de tantos meses de follar con una puta. Mientras la acariciaba con una mano descansada y casi exhausta, buscó una manera de decírselo, de agradecerle la generosa avaricia de

su piel, tan egoísta, y tan sincera, y tan complaciente a la vez, pero ella encontró

antes algo que decir.

—Parece mentira. No me imaginaba que fuera usted así, en la cama, quiero decir,

porque, no sé… Es usted tan serio, tan…, tan educado –sonrió, y acercó una

mano a la cara de Juan, y la tocó muy despacio, con la punta de los dedos, como

si tuviera miedo de equivocarse–. No me podía figurar que luego fuera a ser tan…

tan… ¡uf!

—¿Aficionado? –sugirió el.

—No, no es eso –ella negó con la cabeza–. O bueno, sí, pero no del todo. Lo que

yo quería decir, es… –y entonces se puso colorada–. Bueno, da igual.

—No, no da igual.

—Que sí, en serio…

—Que no, Maribel, dímelo –Juan cogió su cara con las dos manos y la obligó a

mirarle–.

Quiero saberlo.

—Es que igual le sienta mal, porque… Pero yo lo digo en el buen sentido, ¿eh?,

que conste, porque… Bueno, yo también soy n poco así, a mí también me gusta,

ésos son precisamente los hombres que más me gustan, cuando me gustan,

claro, y en el buen sentido, quiero decir, porque hay otro malo, pero… En fin, ¿no

se va a enfadar?

—No.

—Lo que no me podía imaginar… es que fuera usted… tan vicioso.

Al escucharla, Juan Olmedo se echó a reír, y tuvo casi ganas de abrazarla, de