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hay ninguna posibilidad de que vuelva a pasar, y ya está.
—Pero ha salido bien… –apuntó ella, sentándose por fin, muy despacio.
—Muy bien –asintió él, afirmando con la cabeza para darle más énfasis a sus
palabras–. La verdad es que ha salido de puta madre. Y ése es el problema.
Porque esto no puede volver a pasar, Maribel. Deberíamos olvidarlo ahora mismo,
comportarnos como si ya lo hubiéramos olvidado, y sé que lo que estoy diciendo
parece una tontería, que es como cuando los jueces de las películas les piden a
los miembros del jurado que no tengan en cuenta lo que acaban de escuchar, por
más que lo hayan escuchado ya y lo vayan a recordar aunque no quieran, lo sé,
sé que tú no te vas a olvidar de esto, y yo tampoco, por supuesto que yo
tampoco.
Pero eso es lo que deberíamos hacer. Tenemos que arreglar esto como sea,
porque nos hemos equivocado, o me he equivocado yo, mejor dicho. Perdóname,
porque todo ha sido culpa mía.
—¿Por qué? –ella parecía perpleja–. No lo entiendo.
—Pues porque sí, Maribel, porque esto es una burrada, porque no está bien, no
tiene ni pies ni cabeza, ¿no lo entiendes? –leyó en sus ojos que no lo entendía y
se atrevió a ser más explícito–. Porque tú eres mi empleada, porque tu hijo y mi
sobrina van al mismo colegio, porque están siempre juntos y siempre por aquí en
medio, y porque tú eres mi asistenta y yo te pago un sueldo todos los meses para
que limpies la casa… No tiene sentido que esto vuelva a pasar.
Ella se quedó callada un instante, y la expresión de su rostro, la atención de sus
ojos, la serenidad de sus cejas, no cambió ni un ápice cuando volvió a hablar, con
voz tranquila.
—Pero a usted no le importa pagar.
Él volvió la cabeza hacia ella como si aquella revelación hubiera tirado de su nariz
con una cuerda.
—Así que lo sabes –susurró, sonriendo de pura sorpresa, casi a su pesar y a
través del desconcierto.
—Claro que lo sé –Maribel le hizo una seña con la barbilla en dirección a su plato–. Coma, ande, que se le va a quedar la comida helada… En los pueblos se sabe
todo.
—Pero tú… –se llevó un callo a la boca, lo masticó despacio para ganar tiempo, y
aunque le molestó infinitamente tener que reconocerlo en aquel momento,
reconoció para sí mismo que aquellos callos eran los mejores que había comido
desde que se marchó de Madrid–. ¿Cómo te has enterado?
—Mi ex marido se pasa la vida metido en ese bar. Le conoce de vista, sabe quién
es usted. Y ella presume mucho. Está muy orgullosa, por lo visto.
—Ya. Pero eso es distinto, Maribel.
—¿Por qué?
—Porque ella es una puta –hizo una pausa para mirarla–. Y tú no.
—¡Pues entonces! –ella soltó un alarido casi triunfal mientras estrellaba los dos
puños encima de la mesa—. ¡Eso es lo que yo quería decirle! ¿Dónde está el
problema? Usted me paga por limpiarle la casa, y yo se la limpio, y amén.
Lo otro no tiene nada que ver, es como si quedáramos fuera de aquí, es…
nuestra vida privada, como si dijéramos.
—Sí –él sonrió ante la fórmula que ella había elegido para explicarse–, pero el
caso es que no estamos en la calle. Estamos aquí, en esta casa. Y da la
casualidad de que ésta es mi casa.
—Eso no tiene nada que ver.