38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 66

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—Sí que tiene que ver, Maribel –y entonces se preguntó por qué coño estaba tan

empeñado en insistir, en maniobrar en contra de sus propios intereses, pero ella,

que no le daba pena, ni la impresión de ser una mujer desorientada, fácil de

engañar, de confundir, parecía exigirle la misma firmeza con la que se le oponía,

una fuerza que él jamás había sospechado, como nunca se había atrevido a

sospechar que pudiera llegar a desearla tanto como en aquel momento–, claro

que tiene que ver.

—Mire, yo… –ella resopló, cerró un momento los ojos, los apretó, como si quisiera

impulsarse a sí misma, y le habló en un tono diferente al que solía emplear con

él–. El día veintiséis de marzo cumplo treinta y un años. Ya soy muy mayor. Sé

muy bien lo que quiero, y lo que no quiero, y sé también lo que me espera,

aunque no lo quiera. Y sé que mi vida es una mierda, eso también lo sé, y que no

me voy a echar ningún novio que merezca la pena mientras viva en este pueblo

que es donde me va a tocar vivir hasta que me muera, y que tengo un hijo de doce años y que tengo que sacarlo adelante como sea, y que eso es lo único importante. Todo eso sé. Y también sé que no le voy a cazar, por ese lado puede quedarse usted tranquilo, eso ni siquiera se me ha pasado por la cabeza, sé de sobra que usted nunca se va a casar conmigo, que los hombres como usted no se casan con chicas como yo, que nunca lo hacen.

Fíjese si sé cosas, un montón de cosas sé… Pero si vivo con todo lo que sé, me muero, ése es el problema, mi problema –en ese momento, él creyó distinguir un brillo distinto en sus ojos, e intuyó que estaba a punto de venirse abajo, pero ella sacudió la cabeza un par de veces, se rehízo deprisa, y siguió hablando con la misma inclemente y afilada dureza–. Porque igual que yo sé que usted va de putas, usted sabrá que yo tengo mala fama, ¿no? Eso seguro que lo sabe. Bueno, pues no me la merezco, y ¿sabe por qué? Pues porque no soy una puta, precisamente por eso. Así que no hace falta que me suelte tantos rollos. Yo sé de sobra lo que soy. Y usted no va a echar mi fama a perder, a estas alturas. Puede dejar de preocuparse por eso. La verdad, no me esperaba que fuera usted tan machista…

—¿Machista? Juan Olmedo se echó hacia atrás llevándose la mano al pecho, como si aquella palabra le hubiera abierto un boquete justo debajo de la clavícula, mientras la mitad torcida de su cabeza se reía de una forma tan estruendosa que la derecha, sencillamente, se evaporó–. ¿Que yo soy machista? –volvió a preguntar, pensando que tenía gracia que a ella le hubiera dado por reprocharle precisamente eso, y precisamente a él, que cada vez que se follaba a una tía se encontraba con que ni siquiera podía contárselo a sus amigos–. No, Maribel, yo… –claro que era machista, por supuesto que era machista, no le quedaba más remedio que serlo, había nacido así, pero procuraba que no se le notara, estaba seguro de que las mujeres que trabajaban con él jamás habrían recurrido a aquel adjetivo para definirlo, y lo de las otras era distinto, un pacto tácito, un convenio privado, una alianza beneficiosa para ambas partes, y aun así, ninguna hasta entonces se lo había reprochado en voz alta–. Yo no soy machista, al contrario. Yo lo único que pretendo es no hacerte daño, protegerte de mí mismo. —Ya. Pero yo también sé lo que me hace daño y lo que no me lo hace. Y no quiero que usted me proteja. No necesito que nadie me proteja. Yo lo que quiero es que me folle. Y cuando se acabe, se acabó.

Juan Olmedo consultó un momento con sus oídos, dejó que le convencieran de que habían escuchado bien, y sintió que toda la sangre que viajaba por su cuerpo se concentraba de golpe en su cabeza.

Cuando se dio cuenta de que era incapaz de seguir sentado, se puso de pie y se lanzó a andar por el salón de su casa sin ir exactamente a ninguna parte. —Muy bien, Maribel, muy bien, muy bien… –repitió varias veces, como un autómata, sin encontrar nada mejor que decir–. Pues… vale, pues cojonudo, entonces…

Si eso es lo que quieres… Muy bien, Maribel, muy bien… Vale… Pues sí… Entonces, en un giro accidental, casi sin proponérselo, se tropezó con sus ojos y

vio que ella le miraba fijamente, no a la cara, y sonreía. Juan Olmedo siguió

aquella mirada a través de su propio cuerpo y se encontró con su sexo erguido,

que se marcaba con nitidez bajo la delgada tela del pantalón del pijama. Sólo en

aquel momento, sonriendo él también, volvió a sentarse.

—Muy bien, Maribel –repitió por última vez, repentinamente eufórico y resignado

ya a aquel sofisticado bucle de su suerte–. Si lo que tú quieres es que te folle, yo

te follaré… pero encantado de la vida, vamos, es que… Será un placer. Y lo haré

lo mejor que pueda, porque no se me ocurre ningún encargo que me apetezca

más, eso puedes tenerlo claro, pero…

Vamos a hacer una cosa, de todas formas. Para que yo no me sienta mal, para

que no me retuerza cada dos por tres de paternalismo machista, empieza tú, ¿de

acuerdo?

Por lo menos de momento, hasta que me acostumbre a… todo esto.

Cuando quieras acostarte conmigo, dímelo… o atácame, directamente.

Yo procuraré estar a tu altura.

—¿Esto qué es, una especie de trato? –le preguntó ella entonces, con una sonrisa

divertida, los ojos relucientes.

—Sí, algo así.

—¿Y si usted no tiene ganas?

Él recordó por última vez que estaba seguro de que aquella mujer no le gustaba,

y la oyó gritar, y vio el hilo de baba transparente que se le caía de la boca, que

recorría su barbilla, que goteaba sobre la sábana, y estuvo a punto de tumbarla

allí mismo, entre los platos, y los vasos, y la cazuela del menudo sin garbanzos.

—Yo tendré ganas, Maribel.

—¿Siempre?

—Si no abusas demasiado de mí…

—¿Ahora, por ejemplo? –Por ejemplo. A la mañana siguiente, cuando salió de

casa para ir a trabajar, Juan Olmedo sintió una presión familiar en el pecho, la

compañía conocida, reconfortante casi, de un secreto con el que vivir.

Sara Gómez no solía comprar en aquel supermercado tan popular, donde sólo se encontraban productos de marcas desconocidas y las cajeras no tenían bolsas de plástico ni siquiera para los clientes que estaban dispuestos a pagarlas, pero aquélla era la única tienda del pueblo donde vendían unas barritas de chocolate que les gustaban mucho a los niños. Eso era lo único que pensaba comprar aquel sábado por la tarde, cuando escuchó el comentario de un hombre mayor que tenía buena pinta, el pelo canoso excesivamente corto, y una cara irregular que quizás habría sido interesante si la bobalicona placidez de su sonrisa no la echara intermitentemente a perder.

—Yo creo que las de café son las mejores –le dijo en un español perfecto excepto por la pronunciación, marcadamente anglosajona.