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con aroma de menta–. Y es verdad que son muy buenas, pero a los niños no les
gustan, así que…
No tenía ningún interés en prolongar aquella conversación, pero cuando ya había
echado a andar hacia la caja, él dijo algo que la dejó clavada en el pasillo.
—Sí, la he visto con los niños. En el coche, y en el pueblo, algunas veces –entonces logró fruncir el ceño sin dejar de sonreír, una exhibición que dejó a Sara
aún más perpleja–. Son… ¿sus hijos?
—No –y sonrió ella también, cayendo casi sin darse cuenta en la trampa de una
hipótesis tan rejuvenecedora.
—Pero no pueden ser sus nietos –prosiguió él, insistiendo sin rubor en el mismo
halago–. Usted es demasiado joven para tener nietos tan mayores.
—No, tampoco son mis nietos.
Son… hijos de unos amigos, y van a venir a merendar a casa, así que me tengo
que ir.
Él tuvo que percibir el cambio de tono, el seco apresuramiento con el que Sara
estaba intentando despedirse, pero reaccionó deprisa y sin señales de desánimo.
—Bueno, pues ya nos veremos…
por ahí –dio un paso hacia delante para ofrecer una mano enérgica que ella no
tuvo la opción de no estrechar–. Me llamo William, pero todo el mundo me llama
Bill. Vivo en las casas rosa, la urbanización que está al lado de la suya.
—¡Ah, sí, claro! Pues entonces hasta pronto –y cuando se estaba yendo de
verdad, se dio cuenta de que se había olvidado de algo–.
Yo me llamo Sara.
Luego volvió al coche, pensó brevemente en aquel hombre, en su aspecto, en su
manera de hablar, esa naturalidad con la que había omitido, al presentarse, el
dato de su nacionalidad, como si diera por sentado que ella se habría dado cuenta
enseguida de que era norteamericano, y al llegar a su casa ya lo había olvidado
todo. El martes siguiente, a media tarde, sus ojos no quisieron distinguirle entre
las personas que hacían cola en la pescadería de la cooperativa del pueblo, pero
él se acercó a saludarla.
—¿Tiene prisa? –le preguntó en un tono expresamente solícito, caballeroso a la
vez–. Si quiere, le cambio el número. A mí no me importa esperar.
—No, no… –Sara miró de reojo los lenguados y, después de contarlos, se advirtió
a sí misma que se iban a acabar sin remedio antes de que llegara su turno, pero
no le apetecía deberle un favor a aquel desconocido–. Yo tampoco tengo nada
urgente que hacer.
Él inició una conversación trivial sobre el pescado de la bahía, esforzándose por
pronunciar con la soltura de un experto los nombres de las especies más típicas,
las más exóticas tierra adentro, la urta, la corvina, las almendritas, los huevos de
choco.
—Ésa es una de las cosas que más me gustan de vivir aquí, el pescado. En mi
tierra no lo comemos nunca.
—¿De dónde es usted? –preguntó Sara, más por cortesía que por curiosidad, y él
ensanchó su perpetua sonrisa, complacido por lo que debió de interpretar como el
primer signo de interés de su accidental, casi forzosa interlocutora.
—Del Sur. Una ciudad pequeña, en el estado de Virginia, no muy lejos de
Richmond. ¿Conoce los Estados Unidos?
—Nueva York –respondió ella, y recuperó una imagen antigua, alegre, dolorosa, la
nariz de Vicente como un acento de color púrpura en su rostro aterido de frío, el
cuerpo doble, empaquetado en ropa de abrigo, los guantes, la bufanda y el gorro