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equilibrado sobre una sola pierna, en el centro del puente de Brooklyn, y una
nieve muda, espesa, blanda, caía como un regalo envenenado sobre el Hudson–.
Sólo Nueva York.
—Ya, como casi todo el mundo.
Nueva York es magnífica pero debería venir al Sur. Aquello es distinto, ¿sabe?,
es… –y entonces cerró el puño de la mano derecha, y envió a su brazo detrás
para dibujar en el aire una especie de curva enfática y grotesca, una muestra de
entusiasmo teatral, tan emparentada con la jubilosa histeria de los anuncios de
Coca–Cola que Sara contuvo la risa con dificultad–.
Es auténtico.
—”The real thing».
—Justo. Así que habla usted inglés…
—Sí, pero no tan bien como usted español.
Luego llegó su turno, primero el de él, que quiso esperarla, después el de ella,
hasta que se despidieron por fin, cargados con sus respectivas bolsas de plástico,
en la puerta de la pescadería, cuando Bill propuso ir a tomar una cerveza y Sara
se excusó, diciendo que, con tanta espera, se le había hecho tarde. El sábado por
la mañana ya no pudo negarse. Él, que no parecía tener otra ocupación que
patrullar el pueblo a todas horas sin más propósito que multiplicar las
oportunidades de encontrársela, la saludó en el primer tramo de la calle peatonal,
llena de tiendas y de animación durante todo el año, que ella solía escoger para
pasear.
Aquel día, además, iba a una ferretería que estaba justo en el otro extremo, en
una plaza que les ofreció la tentación de una terraza, tan sorprendente y tan justa
a la vez en aquella soleada, cálida mañana de levante en febrero, como un
desmentido del invierno. El respaldo de las sillas estaba helado, sin embargo. Sara
se estaba reprochando ya la facilidad con la que había vuelto a sucumbir al
espejismo de aquel sol tibio y voluntarioso que no lograba templar los metales,
cuando Bill se quitó el jersey que llevaba como único abrigo y se quedó con una
camiseta de algodón negro, de manga corta y muy ceñida, que desafiaba el color
blanco del vello de sus brazos, tan ambiguo de repente como si fuera un adorno,
sobre la piel tensa, bronceada, para revelar cada línea, cada sombra, cada
músculo de un asombroso torso de hombre joven, un cuerpo trabajado,
adiestrado a conciencia en su propio fervor. Sara Gómez tuvo que reconocer que
estaba impresionada. Mientras valoraba la potencia de aquella masa compacta, ni
un gramo de grasa, las curvas de los pectorales dibujándose con una nitidez casi
ofensiva para comprometer la integridad del oscuro envoltorio que parecía a
punto de reventar por las costuras, se dijo que veinte años antes habría
rechazado aquel espectáculo como la típica e indeseable exhibición hormonal que
efectivamente era. Pero ahora tenía veinte años más, y algunas tonterías menos
dentro de la cabeza. Sonrió. Él, que se estaba dando cuenta de todo, le devolvió
la sonrisa.
—¿Cuántos años tienes? –le preguntó entonces, tuteándole por primera vez y por
instinto.
—Cincuenta y nueve.
—Nadie lo diría. La verdad es que estás muy en forma.
—Sí –y dejó escapar una risita boba que se parecía mucho a la que una Sara
Gómez de treinta y tres años habría esperado del propietario de un cuerpo como
aquél–. Bueno… En mi profesión, no queda más remedio.