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que es el miedo más tonto que se puede tener.
Miedo de que me guste, porque en el fondo no me apetece que me guste, y
miedo de que no me guste, porque entonces lo dejaré, y a lo mejor ya no hay
más. Y no es que yo necesite un hombre, que lo vaya buscando, al revés. Esto
era lo último en lo que pensaba cuando me vine a vivir aquí, pero… Yo qué sé.
¿Sabes lo que me gustaría de verdad? Borrarlo. Darle a una tecla y que
desapareciera. Que no hubiera aparecido nunca, mejor dicho. La verdad es que
esto nunca se me ha dado nada bien. Mi… –se quedó pensando, buscando una
palabra que no encontró, e hizo un gesto burlón con los labios antes de
continuar– vida amorosa, digamos, siempre ha sido un desastre.
—Te la cambio sin mirar –él sonreía.
—No estés tan seguro.
—Segurísimo.
Habían llegado hasta Punta Candor, y ella se sorprendió de que el camino se le
hubiera hecho tan corto. Había salido de casa hacia las cinco para que le diera el
aire, como si la brisa y la luz, el sol oblicuo que ya se iba resistiendo a abandonar
el cielo a media tarde, pudieran ventilar sus dudas, su desconcierto, sugerirle
quizás un cierto método de solución. Entonces vio a Juan Olmedo dormitando en
una tumbona, tapado con una manta de Iberia, en el porche de su casa, y sintió
el impulso de llamarle, de invitarle a pasear con ella, de contárselo todo, y él
estaba tan cerca, y todo parecía tan fácil, que ni siquiera llegó a darse cuenta de
que hacía muchos años que no se consentía a sí misma el lujo de ceder a un
impulso. Su vecino estaba medio dormido, pero se espabiló deprisa y aceptó
enseguida, como si fuera consciente de que era la única persona en aquella
época, en aquel lugar, a la que Sara podía recurrir. Hasta entonces no había dicho
gran cosa, aunque la escuchaba con atención mientras ella se daba cuenta de que
le sentaba bien hablar. Ahora, en cambio, fue él quien tomó la iniciativa de
cogerla por el brazo y dirigirla hacia las escaleras del bar, un chiringuito de
paredes acristaladas, casi siempre desierto fuera de temporada, que al
desprenderse en septiembre del bullicio, el trasiego de los cuerpos semidesnudos,
concentraba en el vaho de las ventanas una melancolía húmeda, una lluvia aérea,
interior, que resultaba al mismo tiempo acogedora y triste, como las playas en
invierno.
Todos los coñacs que la ofrecieron eran bastante malos. Juan la animó a pasarse
al whisky, que era mejor, pero ella permaneció fiel al sabor de la facilidad, un
tanto más áspero, más rasposo esta vez que de costumbre, pero muy parecido a
cambio al gusto bronco y anónimo del líquido que solía rellenar las botellas de su
padre.
—Y lo peor de todo, ¿sabes?, es que ni siquiera ha intentado acostarse conmigo.
Yo estoy aquí, dale que te pego, dándole vueltas a lo mismo todo el rato, y a lo
mejor… No sé. A lo mejor, él piensa que, a nuestra edad, ya ni siquiera merece la
pena intentarlo.
Lo que me ha pedido, en realidad, es que me vaya con él a Sevilla, a pasar el fin
de semana. Ha insinuado que, de paso, podríamos ir a ver la coronación de no se
qué Virgen. En los Remedios, o no sé dónde –hizo una pausa para exagerar las
manifestaciones de su escándalo, los ojos muy abiertos, las cejas arqueadas, los
labios separados–. ¿Te lo puedes creer?
Él se echó a reír primero, pero ella le secundó enseguida con una especie de
complicidad gamberra e infantil, como la de dos escolares que intercambiaran