38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 71

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palabras prohibidas en el patio del colegio. Entonces, Sara se dio cuenta de que le

habría resultado mucho más fácil decidirse si, alguna vez, las largas, prolijas y

ceremoniosas conversaciones que había sostenido con el americano hubieran

desembocado en una explosión de esa risa simple y tonta que no tiene ningún

sentido excepto el de cimentar la intimidad. Después, Juan Olmedo bostezó.

—¿Quieres otra copa? –le ofreció, después de frotarse los ojos con decisión.

—No, lo que tenemos que hacer es irnos –Sara puso las manos abiertas sobre la

mesa para insinuar el gesto de levantarse–. Te me vas a quedar dormido aquí

mismo, de la lata que te estoy dando.

—No, qué va, no es eso…

–Juan buscó al camarero con los ojos e hizo un gesto circular con la mano, para

pedir otra ronda–.

Vamos a tomarnos otra. Es verdad que tengo sueño, pero tú no tienes la culpa.

Anoche estuve de guardia y esta mañana me he desvelado, no sé por qué. Me

pasa de vez en cuando, pero lo llevo bien, en serio. Lo que estaba pensando es

que, si te vas a Sevilla, te vas a perder el cumpleaños de Maribel.

Nos ha invitado a comer arroz con galeras, ya sabes…

Sara asintió con la cabeza al recordar la decepción de su asistenta, el mohín de

disgusto con el que había recibido la noticia, la vehemencia con la que le había

explicado que las galeras, un bicho rarísimo, como un antepasado prehistórico de

las cigalas, se cogen sólo en unos pocos kilómetros de costa y sólo en una época

del año, como mucho seis semanas, en febrero a veces, en marzo casi siempre, y

que son carísimas. En la venta donde iban a comer no le habían garantizado que tuvieran para esa fecha, y por eso había tenido que convencer a su hermano, el pescador, de que le guardara un par de docenas. Ande, ande, que usted también, le había reprochado luego, mire que ir a echarse un novio americano ahora, con lo bien que estábamos, y Sara se había apresurado a desmentirlo todo, como si tuviera algún motivo para avergonzarse, no es mi novio, Maribel, le había dicho, y tampoco está claro que me vaya a ir a Sevilla con él, ni siquiera sé si me apetece. Ella se la había quedado mirando con una duda pintada en la cara, esa cara suya que había ido cambiando para hacerse más angulosa, más delicada, más interesante en la misma medida en que su cuerpo se afinaba, pero que era ahora, sobre todo, una cara iluminada y sin embargo dulce, con una luz interna y sonrosada, una blandura inédita que borraba el recuerdo de la antigua tensión que solía amargar la línea de sus labios. Pues entonces, se había atrevido a seguir por fin, es lo que yo digo, que si fuera el hombre de su vida, como si dijéramos, o sea, si usted llevara tiempo andándole detrás, si estuviera loca por él y todo eso, pues, ea… Yo hasta me alegraría, se lo juro, por mí no, eso desde luego, pero sí por usted, pero si no es eso… La verdad es que hombres, lo que se dice hombres, ¡anda que no hay hombres en el mundo! A patadas hay, ésa es la verdad, y todos iguales, a ver si no, a todos les gusta lo mismo… Entonces, había sido Sara quien se había quedado mirando con atención aquella cara plácida y placentera a un tiempo, y había vuelto a oír su voz, las palabras mudas que escapaban a gritos de aquel color, de aquellos ojos, de aquella boca, evidencias materiales de una inconcebible metamorfosis tras la cual no podía haber nada más que un hombre, un simple hombre distinto de todos los demás, nada más que eso, porque Maribel emitía señales transparentes como el agua, y ahora se ponía rulos de vez en cuando, y de vez en cuando venía a trabajar con medias, en lugar de esos calcetines espesos que usaba antes, y aparecía con la cara lavada para pintarse cuidadosamente antes de salir, y luego, todavía se repasaba las uñas a conciencia.

¿Qué es lo que me estás diciendo?, le había preguntado mientras buscaba una expresión más delicada que la que tenía en la cabeza, y no la encontraba, y sonreía para suavizarla, ¿que para echar un polvo vale cualquiera? ¡Usted lo ha dicho! Maribel estrellaba el puño de la mano derecha sobre la palma de la mano izquierda mientras asentía con la cabeza, y Sara sonrió para sí misma, pero eso no es verdad, Maribel, dijo entonces, y tú lo sabes, porque no hay más que verte, últimamente… Su asistenta se había puesto colorada y sin embargo aún tenía algo que decir, bueno, pero los malos polvos también son útiles, porque le quitan a una las ganas para una temporada…

—Sí, ya lo sé –le confirmó a su vecino cuando el camarero se marchó–. Ayer por la mañana estuvimos hablando de eso, y me temo que hasta se enfadó un poco conmigo. Y eso que ahora nada debería importarle mucho, porque con el novio ese que se ha echado… —¿Se ha echado un novio? –Juan Olmedo la miraba con los ojos muy abiertos, el cuello tenso, una expresión

de alerta que bastó para ahuyentar cualquier indicio de sueño–. ¿Maribel? —Bueno –continuó ella con más cautela–, eso es lo que supongo yo, por lo menos. A mí no me ha contado nada, pero tiene toda la pinta de haber encontrado a alguien, porque se arregla más, y se ha puesto a régimen, y está como muy contenta, ya sabes. De todas formas, no creo que esté pensando en dejar de trabajar, no te preocupes por eso.

Lo único es que… No sé. La verdad es que me emocionó que me tuviera tan en cuenta, que tuviera tanto interés en que celebrara su cumpleaños con ella. No me lo esperaba.

—Ya –él sonrió, mucho más relajado–. Pues lo de los niños es todavía peor. Están los dos muertos de celos. Maribel les ha contado que si te lías con el americano, lo más fácil es que te acabes casando con él, y que si te casas con él, antes o después te irás a vivir a América.

—¡Qué barbaridad! –Sara movió la cabeza mientras Juan se reía, pero al seguir hablando, se preguntó si no era precisamente eso lo que había querido oír, si no había llegado hasta allí para escuchar precisamente las palabras que su vecino acababa de decir como de pasada, con el acento risueño de las noticias que no tienen importancia.

Juan Olmedo no conocía su historia, el saldo de una infancia de cuentos sin madrastra, Hansel y Gretel cargados de oro, tan rubios, tan felices, tan odiosos, un horizonte de diademas de plástico y unos zapatos forrados de seda amarilla, la Nochebuena como un tormento anual y ninguna casa a la que volver. Sara no quiso contarle nada, pero en el camino de vuelta reconstruyó su propia historia con esas pocas claves, porque ella no era como Maribel, capaz de arder, de quemarse, de consumirse en una sola llama, nunca había sido así, no había podido. Sara Gómez Morales, dueña de muy poco, había nacido con las pasiones contadas, y ya no se acordaba de cuánto tiempo había pasado desde que alguien le había dicho por última vez que la quería, y que la quería porque sí, porque era ella, porque era fácil quererla. ¡Anda que no la íbamos a echar de menos!, le había dicho Maribel, con lo que la quiere Andrés, que la mira más que a nadie, y con el cariño que le he cogido yo, casi sin darme cuenta, que eso es lo bueno de usted, que no cuesta trabajo quererla… Juan Olmedo nunca entendería lo que esas palabras habían significado para ella, nunca adivinaría sus verdaderos intereses, nadie que hubiera sabido siempre el camino de su casa, nadie que hubiera poseído desde siempre el mismo lugar al que a la vez pertenecía, podría llegar a comprenderlo jamás.

Sara Gómez Morales andaba sobre la arena y ya no hablaba, no tenía nada que decir, pero cogió a su vecino del brazo para darle las gracias de todas formas, y miró hacia delante, y la playa le pareció infinita, tan blanca, tan larga, tan inagotable como si fuera el borde de un mundo que no se acababa nunca, un universo desconocido y feroz que cabía sin embargo en unos pocos gestos, el calor que desprendía Maribel mientras hablaba, la fuerza con la que Alfonso le apretaba la mano con la suya, la preocupación que pesaba sobre los párpados de Andrés aquella tarde en que la vio con Bill en el paseo marítimo, los nervios que

torturaban los dedos de Tamara mientras manoseaba las empuñaduras de goma de la bicicleta de al lado sin atreverse a mirarla siquiera, parecía tan poco, una empleada, un retrasado mental, una niña de once años, un niño de doce, no era mucho, y sin embargo, era más de lo que estaba acostumbrada a tener, y todo lo que había perseguido desde que se instaló allí, lejos de los riesgos y las recompensas que habían acotado su vida hasta entonces. Había escogido una casa discreta, en una urbanización cerrada, en las afueras de un pueblo muy lejano, ni grande ni pequeño, para emprender la vida elegante y anónima de una desconocida adinerada, y no había creído esperar nada más, pero lo había buscado, se había atrincherado en sus propias fuerzas y había descubierto que no eran bastantes, había trazado una raya en el suelo para mirar de frente a lo desconocido y no había querido reconocer una silueta familiar, un reflejo viejo en un espejo viejo, un sueño estéril y su rostro arrasado por la incertidumbre. Muchas veces, a lo largo de su vida, se había esforzado por encontrar un sitio, por encajar entre otras piezas, por borrar su memoria de niña dividida con la certeza de un futuro nuevo y único, pero nunca había funcionado. Su vida entera se resumía en una lista de intentos, de fracasos. Por eso se había volcado en lo que parecía la oportunidad definitiva, un proyecto, un plan, una recompensa que equilibrara para siempre la balanza de su memoria partida, de su infancia prestada, de la brutal severidad de su desconfianza. Y había triunfado al fin, lo había logrado, y sin embargo, mientras volvía a casa del brazo de Juan Olmedo, comprendió que no había hecho ahora nada distinto a lo que había hecho siempre, aunque no hubiera llegado a darse cuenta. Sus conversaciones con Andrés, con Tamara, la alegre, instintiva facilidad con la que se dejaba explotar por ambos, la naturalidad con la que había integrado los caprichos de Alfonso en el conjunto de esas obligaciones que nadie la había obligado a asumir, la terquedad con la que había convencido a Maribel de que tenía que comprarse un piso, e incluso el propósito de descubrir alguna vez la clave del pasado de su vecino, las razones de su misterioso traslado, quizás no hubieran tenido tanto que ver con el aburrimiento, esa insoportable pasividad de todos los relojes, como con el reflejo automático, tan antiguo, tan sólido, tan íntimo que ya no era capaz de disgregarlo de los restantes ingredientes de sí misma, de formar parte de algo, de cualquier cosa, de sentir que tenía una casa que no era solamente el edificio donde vivía.

El sábado, el cielo amaneció limpio y tranquilo, sin rastro de poniente ni presagio de levante, el aire en calma, el mar como –un espejo. Sara Gómez se levantó tarde y descansada para comprobar que el mundo, hasta donde alcanzaba su vista, parecía una imagen precisa de su ánimo. Tres días después de debutar en el calendario, la primavera parecía ya segura de sus fuerzas. Ella también lo estaba. Desayunó despacio, se arregló con más esmero del habitual, escogió ropa cómoda, ligera, y a la una de la tarde cruzó la calle. Andrés y Tamara la vieron venir. Juan, que estaba de espaldas, y Maribel, que peinaba a Alfonso al sol, escucharon antes su pregunta irónica, risueña. —¿Qué creíais, que os ibais a poner morados de galeras sin mí?

Cinco pares de ojos la miraron a la vez, cinco sonrisas le contestaron. Luego,

Tamara y Andrés levantaron la mano al mismo tiempo.

Era su forma de disputarse la plaza del copiloto del coche de Sara Gómez.

Sara Gómez Morales aprobó cuatro asignaturas de primero de Económicas en dos

convocatorias consecutivas, pero nunca llegó a matricularse en segundo. En aquel

momento, no le importó mucho renunciar a sus planes, y nunca llegó a

arrepentirse completamente de una decisión que se fue tomando por su cuenta,

contra su propio cansancio, tanto ir sola al cine, tanto estudiar mucho y beber

bastante.

A cambio, Vicente González de Sandoval le devolvió brillo e intensidad a su vida

cuando estaba al borde de los treinta años.

—No me mientas, Vicente.

Habían salido a tomar un café a media mañana y habían andado un buen rato

hasta encontrar una cafetería que ninguno de los dos hubiera frecuentado antes

con otros empleados de la empresa. Eran las once y media de la mañana y la

máquina de café hacía ruido, pero no había nadie en la barra. Él escogió una

mesa desde la que se veían las dos aceras de la calle por la que habían llegado