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hasta allí, y la cogió de la mano para empezar a darle explicaciones confusas.

Ella, entonces, le pidió que no mintiera y creyó que no iba a pedirle jamás una

cosa distinta.

—Eso es lo único que te pido, que no me mientas. Ya me han mentido bastante

en mi vida, ¿sabes?

No necesito más.

—Que no te mienta… –él se frotó los ojos con los dedos como si quisiera ganar

tiempo, y giró la cabeza, miró la calle a través de la ventana, volvió a mirarla–.

¿Qué quieres que te cuente entonces? Soy uno de tus jefes, estoy casado, tengo

dos hijos, la pequeña una niña casi recién nacida. Yo habría preferido que no

naciera, pero su madre ni siquiera pidió mi opinión. Se llama María Belén.

Hacemos muy buena pareja. Empezamos a salir juntos cuando estábamos en

COU. Cuando me fui de casa la dejé, cuando volví a casa, ella también volvió. Mi

madre la quiere mucho. A mí no me gusta. Tú sí me gustas. Me gustas mucho. Ya

está.

Es una historia clásica, ¿no?

—Sí –Sara sonrió–, lo es.

—Y es sórdida, y fea, y apestosa.

—Claro –Sara volvió a sonreír–, como todas las historias verdaderas.

—Casi todas –matizó él, levantando un dedo en el aire.

—Vale –ella aceptó el matiz con un gesto de la cabeza–. Casi todas.

Mientras hablaba, Vicente había estado jugando con un azucarillo. Le daba

vueltas entre los dedos, se lo pasaba de una mano a otra, lo dejaba sobre la

mesa, lo impulsaba dándole un golpe con el índice, lo recogía y volvía a empezar.

Ahora lo desenvolvió despacio y lo dejó caer en su taza. Estaba removiendo el

café, y Sara se preguntaba hasta qué punto su azoramiento era auténtico, sus nervios espontáneos o premeditados, cuando sus labios se curvaron en una sonrisa que no esperaba.

—¿Y si te digo que eres la primera mujer con la que me lío desde que me casé, tampoco te lo crees, verdad? –ella se echó a reír, negando con la cabeza, y él rió también, pero su última carcajada se deshizo en una expresión pacífica, como una sombra de melancolía–. Y, sin embargo, de algún modo es verdad. —Vamos a dejar a los modos en paz, Vicente…

Hablar era difícil. Lo demás, lo que había sucedido el viernes anterior, había resultado mucho más sencillo. A ella le sorprendió mucho que aquel aparejador del sindicato al que conocía sólo de vista la hubiera invitado a aquella cena, y aceptó sólo porque no encontró a tiempo un motivo para negarse. Cuando Vicente, que llevaba casi un mes acompañándola por los pasillos y haciéndole visitas a cualquier hora, apareció un rato después para decirle que se alegraba mucho de que ella también fuera a la despedida de soltero de Miguel Ángel, y se ofreció a recogerla para llevarla en coche al restaurante –está bastante lejos, ¿sabes?, más allá de Arturo Soria, se pierden hasta los taxistas–, Sara recordó que les había visto juntos algunas veces, fingiendo insultarse entre risas o dándose un codazo mutuo cuando veían pasar a alguna secretaria con la falda demasiado corta, y supuso que eran amigos lo suficientemente íntimos como para que su invitación a aquella cena fuera un favor. Aquella hipótesis le gustó, en lugar de molestarla, porque Vicente también le gustaba, y estaba empezando a experimentar en sí misma la desazón que leía en sus ojos, en sus labios, en el nerviosismo de sus músculos, esa tensión súbita, como un mecanismo de alerta, una reacción instantánea, que estiraba su cuello para hacer sobresalir su cabeza sobre todas las demás cuando ella entraba en una habitación. Pero la certeza de que aquel deseo estaba maduro no le impedía medir con exactitud su situación, como una manzana que al sentir el crujido de la última fibra que la mantiene sujeta, segura en su rama, pudiera calcular la distancia y el dolor de la caída.

Mientras se vestía, y procuraba tener en cuenta que aquella noche seguramente se desnudaría dos veces, y la primera delante de él, se daba cuenta de que después de tanto esfuerzo, tantos años, tantos férreos propósitos, tantos kilómetros de un camino sin salida, iba a acabar igual que la señorita Sevilla, en los brazos del jefe de su jefe, aunque Vicente González de Sandoval fuera más joven, más rico y más elegante que el dueño de aquella academia donde ella se había jurado a sí misma un millón de veces no representar jamás las escenas del guión que estaba repasando aquella tarde. Él era rojo, claro, y ella una mujer libre, independiente. Eso era verdad, pero también lo era que su madrina, o cualquiera de sus amigas, silenciosas y altivas sufridoras del eterno juego del gato y el ratón, se desternillarían de la risa si la escucharan plantear el conflicto en esos términos. La sensación de que sus cartas estaban echadas, de que su vida había sido escrita por la mano de otro desde antes de su nacimiento, fue pocas veces tan intensa como entonces, mientras los vestidos, las faldas y las blusas, los

sujetadores y las medias que iba desechando se amontonaban sobre la cama, y se preguntaba cuántas mujeres de ésas a las que veía todas las mañanas, secretarias, telefonistas, recepcionistas, se habrían arreglado para salir con él antes que ella. No es la primera vez que lo hace, se advertía a sí misma, no puede serlo, y sin embargo estaba contenta, y nerviosa, y deseando que pasara algo.

Hasta aquel día, los hombres habían ocupado un lugar secundario en el programa de sus ambiciones.

Había salido con algunos, compañeros de trabajo o conocidos de sus compañeras casi siempre, y en su último curso en la Academia Robles había vivido algo parecido a un noviazgo con un oficinista de un pueblo de Ávila que la perseguía desde el curso anterior sin desalentarse jamás por los resultados, hasta que su inquebrantable constancia, la tenacidad con la que la invitaba a salir un sábado tras otro, acabó por hacérselo simpático. Era muy poca cosa. Llevaba gafas, estaba un poco calvo, muy delgado, y alternaba dos chaquetas que le quedaban igual de grandes, sus hombreras igual de exageradas en un vano intento de disimular su menudencia. Sara lo intentó durante un par de meses, porque ya tenía veinte años y después de Juan Mari nunca había salido con nadie, y porque pensó que tanto afán merecía una recompensa, pero se aburría con él, y le desesperaba que nunca entendiera los desenlaces de las películas. Por eso le sorprendió tanto que la atacara de aquella manera una noche en la que por fin accedió a subir a su pensión, para que veas dónde vivo, le dijo, sólo para eso. Podría haber chillado, podría haber pedido socorro, despertar a los demás huéspedes y hasta pegarle, darle patadas, mordiscos, seguramente habría podido con él, era más fuerte, pero le daba pena, tenía la piel fría y erizada como la de un pollo, y un mechón suelto de pelo negro en un pecho muy frágil, los hombros muy estrechos, y quería casarse con ella, y estaba muy nervioso, y acabó enseguida, y todo fue un desastre.

Después, mientras se levantaba, y recogía su ropa, y empezaba a vestirse, le pidió perdón, y a Sara le entraron ganas de llorar, por él y por ella misma, por lo miserable que había sido todo aquello y por lo asombrosamente feo que podía llegar a ser el cuerpo de un hombre desnudo. El lunes, al terminar la clase, él empezó a hacer planes para un noviazgo más formal y hasta llegó a hablar de boda. Sara le dijo que no quería volver a verle y se negó a contestar a sus preguntas.

Sólo una vez había sido distinto. Ella tenía veintidós años. Él era un vecino de su hermano Pablo, un obrero de la ITT, de treinta y cuatro, que llevaba diez casado y estaba solo en Madrid, trabajando en agosto. Le conoció por casualidad, un día que fue hasta San Fernando a regar las plantas de su cuñada, que estaba en su pueblo, pasando quince días de vacaciones con su marido y los niños. Se llamaba Manuel, vivía en el piso de enfrente, y le gustó mucho, sin que de entrada pudiera precisar muy bien por qué, desde que le descubrió al otro lado del patio, desnudo de cintura para arriba, hombros panorámicos, los brazos como mazas y una botella de cerveza en la mano. Hace calor, ¿eh?, le dijo, y ella contestó, pues sí,

bastante, y siguió atareada con las macetas, pero de vez en cuando miraba de reojo la delgada hilera de vello negro que recorría su estómago y atravesaba un ombligo perfecto para adensarse ligeramente en los milímetros de piel fronterizos con la hebilla de un cinturón de cuero marrón, corriente. ¿Quieres una?, insistió él al rato, levantando la botella en el aire, y ella aceptó, y estuvieron hablando y bebiendo cerveza en el descansillo hasta que empezó a oscurecer. Entonces él, que era muy divertido y no había parado de contar chistes, se fue poniendo cada vez más nervioso, como si no supiera muy bien qué hacer, qué proponer, por dónde seguir. Sara se dio cuenta al mismo tiempo de que no sabía desenvolverse en aquella situación y de que su torpeza la enternecía, y cuando él se atrevió a aventurar por fin que ella querría irse ya, porque seguramente tendría algún plan para aquella noche de viernes, le contestó que no, que también estaba sola en Madrid, que sus padres se habían ido a Asturias a ver a una hermana suya que vivía allí, y que no había hecho planes. He cambiado de trabajo hace poco y sólo me corresponde una semana de vacaciones, le dijo, y es ésta, mañana no tengo que ir a trabajar. Yo tampoco, se animó él, la semana pasada le hice un turno a un compañero, así que, si quieres, podemos ir a tomar algo. Fueron a cenar a un restaurante chino. Bebieron mucho en dos bares distintos. Él la besó por la calle abrazándola fuerte, pegándola a su cuerpo, y a ella le gustó. Se acostaron en una cama que hacía juego con el armario, y con la cómoda, y con las mesillas, gemelas, adornadas con pañitos gemelos de ganchillo de hilo de colores. En la que estaba en el lado de Sara había una foto enmarcada de tres niños con una mujer gorda que parecía mayor que su marido. Aquélla era su segunda vez, pero él, que se comportó como un amante cariñoso, cuidadoso pero poco mundano, no pareció advertir su inexperiencia.

Tampoco dijo nada cuando Sara le propuso que se fueran a dormir a la casa de su hermano, porque aquí, añadió, con todo esto, y señaló vagamente la foto de la mesilla, pues, no sé… Estuvieron juntos todo el sábado y la mayor parte del domingo, y él la ayudó a recoger la casa antes de marcharse. Cuando se despidieron, en el mismo descansillo donde se habían conocido, se la quedó mirando con los ojos muy quietos, muy abiertos, y no encontró nada que decir. Ella le besó en la mejilla, y bajó deprisa por las escaleras, pero antes de llegar al portal, oyó su voz, espera un momento, Manuel llegó corriendo, la besó en la boca, el sábado que viene tengo que ir al pueblo a recoger a mi mujer, le dijo, pero a lo mejor… ¿Tienes teléfono? No, mintió ella, no tengo.

Cuando salió del metro en la Puerta del Sol, la noche no se había cerrado aún, y sin embargo, Sara sintió que desembarcaba en un mundo distinto, que era el mundo real, el único suyo, como si el tiempo que acababa de vivir, San Fernando de Henares, la casa de Pablo, el cuerpo de Manuel, su cara, sus manos, sus gestos, formaran parte de una realidad falsa, sólo aparente, una ficción que acababa de reventar en el aire igual que una burbuja de jabón, una transparencia ilusa que no podía sobrevivir, y así se había disuelto, en el umbral de las historias verdaderas. Entonces no entendió muy bien qué había sucedido, por qué se había

comportado como lo había hecho, quién había tomado por ella cada una de sus decisiones, y no se sintió avergonzada ni satisfecha, pero sí extraña, atada a un recuerdo auténtico que era sin embargo ajeno a las reglas de su memoria. Con el tiempo comprendería que aquel episodio, por más que nunca lograra desnudarlo de su decisivo envoltorio de extrañeza, había nacido de sí misma, de su propia confusión, sus propias dudas, como ninguna acción que hubiera emprendido conscientemente antes. El encargo de su cuñada, aquel engorro, un viaje tan pesado en tardes sofocantes para regar una docena escasa de macetas, le había regalado la oportunidad rarísima y preciosa de deslizarse en una de sus vidas posibles, la vida que le habría pertenecido si no hubiera sido desde siempre una niña aparte.

El vecino de Pablo, con el pelo negro, rizado, los ojos claros, y esa mandíbula cuadrada, tan familiar, que compensaba de sobra el discreto grosor de sus labios, era mucho más que un hombre guapo que la miraba por la ventana. Desde el otro lado del patio, aquel desconocido se parecía a Arcadio Gómez Gómez más que sus hijos, y no al hombre oscuro, al anciano cansado, prematuro, que abrazaba sin palabras a una niña desorientada y sola cada domingo por la mañana, sino al Arcadio joven y fuerte de las fotografías, al Arcadio armado y feroz, de cuerpo poderoso y brazos bronceados, a quien ella quería más, en quien mejor se reconocía.

Y la casa de su hermano, el suelo de terrazo, las puertas huecas, las ventanas de aluminio, el pasillo diminuto y todas esas espantosas figuritas de cerámica que imitaban toscamente los perfiles y las poses de los pastores de porcelana de Sajonia, podría haber sido su casa si ella hubiera podido escoger a un obrero de la ITT, si hubiera podido vivir desde el principio la vida que le correspondía, si hubiera podido aspirar a una sola clase de felicidad.

Eso fue lo que amó, a ese sueño se entregó entre los brazos morenos de un hombre que nunca fue solamente él, y que nunca logró hacerla suya del todo en las cuarenta y ocho horas más extrañas de su vida, sin llegar a sospechar jamás con cuánto amor llegaría a recordarlo después. A ninguno de los dos se les ocurrió desconectar el despertador de Pablo al meterse en su cama, pero cuando sonó, a las seis y veinticinco de la mañana del sábado, ella estaba despierta. Era la primera vez que dormía con otra persona y la proximidad del cuerpo de aquel hombre, el calor que desprendía, el eco de su respiración, le pesaban más que el sueño, y la asustaban más que la estridencia de ese timbre inesperado que rebotó de repente entre las paredes de la habitación. Él, entonces, se incorporó enseguida, obedeciendo a un reflejo automático, y se levantó casi de un salto. Sara, estremecida por el asombro al comprobar lo hermoso que podía llegar a ser el cuerpo de un hombre desnudo, le vio levantar la cabeza, moverla a un lado y a otro como si intentara comprender dónde estaba, y girarse por fin hacia ella, sonriendo.

—¡Anda! –exclamó con una voz pastosa, anclada en el sueño–. Si estás tú aquí… ¡Qué bien! Se me había olvidado. Volvió a la cama, se tapó con la sábana, se acercó a ella y la abrazó, y la besó

muchas veces en la cara, en el pelo, en el cuello, y Sara notó su calor, tan agradable tras el insomnio, en la frescura traidora de las madrugadas de agosto, y percibió después otra codicia, el deseo creciendo en las yemas de sus dedos, en el espacio que se agrandaba entre sus labios abiertos, en la dureza del sexo que se apretaba contra su vientre, y sintió envidia, y una extraña especie de gratitud, y la necesidad de devolverle cada caricia, de fundirse con él, de atraparlo, y rodeó el cuerpo de aquel hombre con sus brazos, posó las dos manos abiertas en su espalda para atraerlo sobre sí, y él la poseyó despacio, sin palabras pero con suavidad, con los ojos abiertos, y saliéndose a tiempo. Luego se besaron durante mucho rato sin dejar de mirarse, como si los dos pudieran adivinar al mismo tiempo lo raro y lo bueno que cada uno de ellos era para el otro. Tenemos que comprar condones, dijo él, y luego se dio la vuelta y añadió, vamos a dormir un poco más, ¿no? Entonces fue ella quien se le acercó, ella quien se pegó a su cuerpo. Manuel cogió su brazo derecho para cruzárselo sobre el pecho, como si estuviera acostumbrado a dormir así, abrazado por alguien, y Sara le besó en el hombro, una, dos y tres veces, y mientras se quedaba dormida al fin con un sueño pesado y hondo, se abandonó a la fantasía de que aquel hombre era su hombre, y aquella casa era su casa, y alcanzó a darse cuenta de que, por muy pobre que pudiera parecer, aquél era el momento más dulce de su vida. Y sin embargo, nunca, ni siquiera cuando empezó a ser capaz de recordar sin vergüenza primero, con cariño después, la figura de un hombre que pedía pan en los restaurantes chinos, que comía con el brazo izquierdo caído sobre el muslo, que sembraba letras de más al principio y al final de palabras como luego, como así, como radio, volvió a buscarlo. Ni siquiera quiso volver a la casa de su hermano para descolgar las sábanas que había lavado y tendido, para plancharlas y hacer la cama con ellas como había planeado, porque el lunes, cuando salió del trabajo, ya no era capaz de creer que aquello hubiera sucedido de verdad, porque le daba miedo la posibilidad de verle otra vez, porque no quería prolongar la ilusión amable y falsa de una vida que nunca sería la suya. Tampoco se le ocurrió que su cuñada pudiera ser tan suspicaz, pero cuando se la encontró sentada a la mesa en Concepción jerónima, un domingo de septiembre, todavía le duraba el enfado.

—Se me cayó un barreño lleno de agua encima de la cama –Sara improvisó la primera excusa que se le ocurrió sin atreverse a mirar a los ojos a Pili, y se estrelló a cambio contra la mirada de escándalo de su madre–, por eso os cambié las sábanas.

—¿Y por eso las lavaste? —Pues sí. Para que no olieran a humedad.

—Seguro –su cuñada se la quedó mirando con un desprecio tan intenso que ya no se sintió capaz de ignorarlo–. ¡Menuda lagarta estás tú hecha, guapa! Pablo, que se llevaba muy mal con su mujer, no se atrevió a intervenir directamente, pero se lanzó a regañar a los niños sin motivo para cortar aquella conversación, y Sara se dio cuenta de que él también la miraba de otra manera, con una complicidad nueva, casi con admiración, como si no la hubiera conocido

nunca, como si acabara de descubrirla y no pudiera creerse lo que sabía. Sara

pensó que aquélla debía de ser la primera vez que su hermano se fijaba en ella,

pero le agradeció el quite.

—Manuel me ha dado recuerdos para ti –le dijo luego, en la cocina, mientras ella