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trabajamos en la misma planta. Es muy buen tío, y no quería contarme nada, no
creas… Pero yo se lo saqué, porque estaba claro que algo había tenido que pasar.
No sólo por lo de las sábanas. Por lo visto, colocasteis al revés la mitad de los
cacharros de la cocina. La única que tenía llaves del piso eras tú. Podrías haber
venido con cualquiera, claro, pero teniendo esta casa para ti sola, buena gana de
ir hasta San Fernando, ¿no?
Además, Gracia, la mujer de Manuel, le dijo a Pili que a la vuelta del pueblo le
había encontrado muy raro, de mala leche y sin ganas de nada, así que, total,
entre unas cosas y otras, la verdad es que no tardé mucho en adivinarlo… Lo
malo es que mi mujer es muy amiga de la suya. Van juntas al mercado, quedan
todas las tardes para oír la novela esa que echan por la radio, se acompañan
cuando tienen que comprarse ropa y cosas así, pero yo creo que, por muy
mosqueadas que estén, fijo fijo no saben nada.
—¡Ah! –Sara levantó la cabeza del fregadero para mirar a su hermano, y no logró
enfocarle bien, y por eso se dio cuenta de que se le estaban llenando los ojos de
lágrimas.
Entonces escucharon el eco de unos tacones en el pasillo y él, que era nueve
años mayor que ella, y ya debía de estar liado con la peluquera con la que se
marchó de su casa un par de años después para consternación general y
rencorosa satisfacción de Sara, que aquel día le juró un odio sin tregua a su
cuñada, reaccionó enseguida.
—Venga, venga, venga, venga…
–susurró muy deprisa mientras la estrechaba con su brazo derecho, y le dio un
beso en la sien, como si fuera una niña pequeña, antes de volverse para
interceptar a su mujer–. El café no está todavía.
Pregúntale a mi padre si va a querer, ahora lo llevo.
—¿Tú? –la voz de Pili, distorsionada por un asombro fingido, exagerado, era
chillona y aguda como el cloqueo de una gallina–.
¿Que vas a llevar el café tú?
—Sí, yo –y Sara, que fregaba sin parar, sin detenerse a eliminar el rastro de esas
lágrimas que no entendía, pero que se obstinaban en caérsele sin pausa de los
ojos, se dio cuenta de que su hermano se estaba poniendo chulo–. ¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? –su mujer se encrespó, para ponerse a su altura–. ¡Joder! Pues
sí que estamos bien. Primero la mosquita muerta, y ahora tú, llevando el café a la
mesa… ¡No vamos a dar abasto, en esta familia, con tanta novedad!
—¡Pues tú ándate con el bolo colgando! –Pablo siguió chillando cuando Pili se dio
la vuelta, sus tacones alejándose por el pasillo–.
¡No vaya a ser que te lleves otra sorpresa dentro de poco!
—¿Sí? –su mujer se detuvo a mitad de camino para increparle a su vez–. ¡Anda
con ojo, a ver si no te la vas a llevar tú!
Entonces, Sara escuchó a lo lejos la voz de su madre, que había salido del
comedor para pedir paz, como de costumbre.
—¡No jodas! ¿Y dónde hay que firmar? –Pablo seguía chillando a pesar de los
ruegos de su madre, también como de costumbre–. No me caerá esa breva, a mí
no, no me caerá esa breva, mira lo que te digo…
El taconeo de Pili se fue amortiguando hasta cesar por completo, y Sara no oyó
más ruido que el eco de las voces de los niños.
Entonces subió el café. Pablo, mucho más tranquilo de lo que se podría esperar
después de la discusión, cogió una bandeja, colocó encima las tazas y el