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—¿Quieres que le diga algo?
–le preguntó, casi al oído.
—No –Sara negó con la cabeza–. ¿Para qué?
Él se encogió de hombros, como una forma de darle la razón, pero cuando tenía
ya la bandeja entre las manos, ella se decidió a añadir algo más.
—Bueno –murmuró–, dile que yo también me acuerdo de él… Al fin y al cabo, ésa
es la verdad.
Y seguiría recordándolo durante mucho tiempo, tanto que jamás llegaría a olvidar
el tacto de sus dedos anchos y ásperos, la piel levantada alrededor de las uñas, la
cutícula rota en dos o tres sitios, ni el calor instantáneo, analgésico, que
desprendían al posarse sobre su cara, sobre su ropa, sobre su cuerpo, dedos más
fuertes, más poderosos que la confusión de una niña que nunca fue capaz de
presentirlos cuando miraba la realidad en blanco y negro, y no olvidó aquella
intimidad tibia e insólita de sábanas ajenas y ojos abiertos, ni el roce de una piel
gemela, escogida, común, pero tan felizmente consciente en cambio de
pertenecer al otro. Durante años, mientras su vida se confirmaba como un paisaje
árido y seco, despoblado, desértico, se reprochó a sí misma con una dureza
equitativamente disciplinada y estéril no haber vuelto a San Fernando, al cuerpo
de Manuel, aquel lunes que la convenció de que no había pasado nada, y el
martes que llegó después, y el miércoles que nació de aquel martes, y el que
habría sido el primero y el último de los jueves, y otro viernes al fin, cinco tardes,
cinco noches, cinco madrugadas para prolongar el sueño exacto de un amor frágil
y cierto, irremediablemente condenado a morir.
Nunca se arrepintió sin embargo de no haber vuelto después a buscarlo. Cuando
sentía la tentación de hacerlo, de responder con los ojos a las miradas de
inteligencia que recibía algún domingo al mes, desde el otro lado de la mesa,
intentaba mirar a través de Pablo, seguirle hasta su piso pequeño y barato de las
afueras, prolongar sus estallidos de cólera contenida, masticable, en las broncas
que se harían más genuinas, más estruendosas, más feroces, en la muda
presencia de esas macetas que su cuñada no compraba en ninguna tienda, cintas
y geranios, amores de hombre y plantas del dinero que se iban multiplicando de
brote en brote, de esqueje en esqueje, para cambiar de mano en la escalera, en
el mercado, en el vestuario de la fábrica de cerveza donde ella iba a limpiar por
las mañanas, regalos sin precio, gestos espontáneos de cortesía elemental en un mundo a duras penas decoroso, un paisaje de figuras cansadas, hombres muy jóvenes que ya dejaban de parecerlo, mujeres muy jóvenes pero muy avejentadas, y muchos niños, niños que chillaban, y corrían, y lloraban, y hacían ruido, y pedían cosas sin parar, niños que a lo mejor no eran tantos, pero que lo parecían al acostarse en unas literas que no dejaban espacio suficiente para abrir del todo la puerta de un dormitorio demasiado pequeño, al otro lado de los tabiques finísimos, bajo la lámpara que bailaba con sus pisotones en las amontonadas tardes de sábados de invierno, aburridos y lluviosos. Así vivía Pablo, y así viviría su vecino, eligiendo entre el cansancio y la desilusión, una resignada monotonía o la tentación de arañar un poco de placer, un destello de alegría en cualquier parte, a cualquier precio. Sara lo sabía, Socorro se lo había contado muchas veces, de momento le he puesto a régimen, decía, y a ella le daba pena su cuñado Marcelino, el encofrador, que iba a tener que sacarle a su madre diez mil pesetas de la pensión cada primero de mes si quería volver a follar con su mujer. Pero no seas bruta, Socorro, le decía, no puedes hacerle algo así, ¡anda!, contestaba ella, y ¿por qué no?, y ¿qué hago entonces?, ¿me lo quieres decir?, dímelo, si eso es lo que se ha hecho siempre, si es lo único que sirve para algo, lo único que tengo, lo único… ¿Y tú qué?, preguntaba entonces Sara, a mí me importa menos que a él, contestaba su hermana, y además, yo me aguanto, me aguanto, me aguanto y me aguanto…
Ése era el principio del fin, aguantar, aguantar hasta donde se difuminan los buenos propósitos, hasta donde la imaginación se despierta, hasta donde la ira comienza a alimentar más que la cena cuando un hombre muy joven y muy cansado llega a casa de noche para encontrarse dos huevos fritos fríos debajo de un plato y a una mujer, muy joven también, y muy cansada, que le cierra las piernas en la cama.
Peor para ti, dirían entonces, y Sara los podía entender, pero también las comprendía a ellas, que trabajaban igual que sus maridos y encima los tenían que oír chillar porque se habían bebido tres cervezas seguidas y la cuarta no les estaba esperando en la nevera, mujeres que se habían casado antes de cumplir veinte años porque estaban hartas de tener que hacerlo de pie en un cuarto de baño o tumbadas en la tierra del rincón más oscuro del parque de su barrio, y que habían tenido dos, o tres, o cuatro embarazos antes de los treinta, para ver cómo sus maridos ensanchaban, y se cuajaban, y sin dejar de ser jóvenes, se volvían más atractivos que antes mientras ellas pasaban directamente del esplendor al derrumbe, a la piel estriada, a la carne descolgada, a la gordura informe de esas roscas de pan que se iban comiendo ellas solas por la calle, antes de llegar a su casa, por pura ansiedad, mujeres que poseían solamente un arma y abusaban de ella hasta que la cuerda se rompía, porque a veces tenían la suerte de dar con un manso, como el pobre Marcelino, que acababa haciendo todo lo que Socorro le pedía, y así era pasablemente feliz, y la hacía pasablemente feliz a ella, pero a veces no, a veces salían bravos, como Pablo, que resumía toda su filosofía de la vida en una sola sentencia, voy a hacer lo que me salga de los cojones; si no te
gusta, ahí está la puerta. Y detrás de la puerta siempre había una mujer más joven, una chiquita, como ellos dirían, que estaba dispuesta a hacer todo lo que una esposa legítima no tiene por qué hacer, que nunca les decía a nada que no, que aprendía muy deprisa, y les acariciaba, y les halagaba, y les excitaba, y les chupaba, y se dejaba chupar lo que hiciera falta, durante todo el tiempo que hiciera falta, hasta que a ellos se les ocurriera pensar que aquello no sólo salía más barato que una puta, sino que si la chiquita, además, estaba tan entregada, era porque se había vuelto loca por ellos, porque les quería de verdad. Entonces todo empezaba otra vez, desde el principio, pero con una figura de más, un personaje impar, la mujer arruinada y sola, abandonada a su propio odio, que no leía libros ni periódicos, que no tenía televisor, ni idea de que en la otra mitad del mundo había mujeres como ella que reivindicaban los deberes que su marido le había exigido en vano durante años como un derecho propio, una mujer que jamás habría sospechado lo que las jóvenes universitarias del barrio de Salamanca entendían por liberarse, una mujer como su cuñada Pili, aquellas tardes en las que iba a casa de su suegra a llorar, y lloraba para vaciarse, para anularse, para atontarse, para que Sara sintiera que, por mucho que hubiera llegado a odiarla, por muchos libros y periódicos que ella sí hubiera leído y fuera a seguir leyendo, sus lágrimas eran capaces de partirle el corazón, pero no más que las palabras de su hermano cuando la miraba a los ojos para hablarle claro, tengo treinta y tres años, decía, y lo único que he hecho en toda mi puta vida es levantarme a las seis y media de la mañana para trabajar como un cabrón, así que… ¿qué quieres que haga ahora, eh?, ¿qué quieres que haga? Por eso sonrió cuando Vicente González de Sandoval, dedos finos, yemas suaves, uñas cuidadosamente recortadas, reconoció en voz alta que su historia era sórdida, y fea, y apestosa, y se quedó con las ganas de añadir una respuesta más concreta a sus sonrisas, tú no sabes lo que dices, habría querido advertirle, tú tienes la suerte de no haber sabido nunca, y de no ir a saber jamás, lo que es una historia sórdida, y fea, y apestosa de verdad, Vicente.
Todo lo demás había sido fácil, tanto como si perteneciera al destino de otra persona, y no al guión de su vida ardua y trabajosa.
Cuando fue a recogerla para llevarla al restaurante donde su amigo celebraba su despedida de soltero, Vicente fue puntual, y ella se fijó enseguida en que había escogido una ropa muy distinta del traje y la corbata con la que estaba acostumbrada a verle en la oficina, unos vaqueros, una camisa de cuadros y una chaqueta de ante, y apreció aquel gesto, y más aún el de sus ojos, que seguían cosidos a sus piernas cuando se enderezó por fin en el asiento, para que él, mirándola ya de frente, los refrendara con el acento de las exclamaciones irreprimibles, ¡qué guapa estás, Sara! Los novios, que le decían adiós a su estado civil en una cena conjunta, con amigos comunes y sin ritos específicos, como correspondía a su condición de pareja progre que a la mañana siguiente se iba a casar por la Iglesia en una ceremonia casi clandestina, sin más invitados que los padrinos, sin arroz, sin vestido blanco, sin velo, sin ramo de flores, sin chaqué ni traje azul, sólo para no romper definitivamente los lazos con sus respectivas y
buenas familias, los acogieron con mucha naturalidad porque, como Sara sabría algún tiempo después, apenas conocían de vista a la señora de González de Sandoval, y estaban acostumbrados a ver a Vicente solo, o con una chica distinta cada vez. La confortable mezcla de indiferencia y simpatía que Sara percibió en ellos y en la mayoría de los asistentes a aquella cena la ayudó a sentirse cómoda, a situarse por encima de las inevitables, aisladas sonrisitas de unos pocos murmuradores que no lograron destruir una sensación compacta y densa, razonada y razonable, pero esmaltada a cambio con los engañosos brillos de lo instintivo. Vicente, que no dejaba de mirarla ni para llevarse la comida a la boca, que la envolvió en una atención exclusiva, absorbente, que Sara hubiera esquivado en cualquier otra persona, que estuvo pendiente de ella, de su copa de vino, de su paquete de tabaco, de sus deseos y de sus necesidades, durante toda la cena, encarnó aquella noche la única versión posible, largamente presentida, del hombre que Sara había deseado encontrar desde que una fiesta de cumpleaños la partió por la mitad.
Aquella certeza suplió con ventaja cualquier laguna, todos los titubeos y las incertidumbres, siempre he querido tener un novio como él, pensó cuando Vicente la besó en la boca delante de todos, con un ansia que crispaba los delicados dedos de su mano derecha mientras sujetaban su cabeza como si ella se les pudiera escapar, como si temieran que quisiera de verdad escaparse, siempre he querido tener un novio como él, cuando la sacó del restaurante casi en volandas, sus piernas, sus brazos, sus labios enredados en una confusión que comprometía el equilibrio de sus pasos, siempre he querido tener un novio como él, cuando se abalanzó sobre ella en el coche y sus manos se dedicaron a explorarla por encima de la ropa sin esbozar siquiera el ademán de girar la llave olvidada en su sitio, al lado del volante, siempre he querido tener un novio como él, cuando sus movimientos cesaron de repente, y la miró a los ojos, y le dijo que se moría de ganas, pero que no podía llevarla a ningún sitio más acogedor, más discreto, más agradable que un hotel cualquiera. Siempre había querido tener un novio como él, siempre, desde siempre.
Era una verdad profunda, la más brutal y la más humillante, la más pura, la más incontrovertible de cuantas poseía. Por eso, por no decepcionarle, se comportó como una vulgar chiquita del extrarradio, y le dijo que sí a todo, aquella noche y muchas otras noches, para que fuera lo que él quería, como él quería, cuando él quería y donde él quería, y eso, repetirse en cada momento que él era el novio que siempre había querido tener, le bastó durante mucho tiempo. Y sin embargo no era así, porque Vicente González de Sandoval era un hombre débil, aunque Sara tardaría años en descubrirlo. Al principio le pareció todo lo contrario, un sabio, un príncipe, el amo del mundo, alguien con recursos para dominar la realidad, para someterla estrictamente a sus deseos, y con capacidad de sobra para utilizarlos. —¿Y por qué no me trajiste aquí el otro día?
Era un apartamento pequeño, pero con unas vistas magníficas, en el ático de un edificio antiguo de la calle Bailén, casi en la plaza de España.
—Porque ni siquiera sabía que estuviera vacío –le contestó, quitándose la chaqueta para dejarla caer encima del sofá–. Es de mi abuela. Todo el edificio es suyo, aunque ahora no vive aquí nadie de la familia. Fui a verla, le pregunté si le quedaba algún piso sin alquilar, y le pedí que me dejara éste para montar un despacho, porque en casa los niños no me dejan trabajar –se quitó también la corbata, se desabrochó los dos primeros botones de la camisa y sonrió–. Quedamos en que se lo devolvería cuando lo necesitara, aunque no creo que lo necesite nunca, porque está podrida de dinero…
No era verdad. Aunque su abuela estuviera efectivamente podrida de dinero, ni aquel apartamento, ni ningún otro piso del edificio, le pertenecían a ella ni a nadie de su familia. Aquélla era otra parte clásica de una historia clásica. Él había mirado los anuncios por palabras del periódico, había llamado a una agencia inmobiliaria, lo había visto, le había gustado, había dejado una señal, y durante años, sin que Sara lo supiera, seguiría pagando el alquiler mediante una transferencia automática desde una cuenta corriente en la que su mujer no tenía firma. Nunca había sentido la necesidad de hacer algo así por ninguna de las mujeres con las que se había liado desde que se casó con María Belén, y ése era el modo en el que su historia era verdad, pero había buscado sólo entre los apartamentos amueblados, para no gastar más dinero del imprescindible, por si las cosas se torcían, por si Sara, de repente, le dejaba de apetecer, como le habían dejado de apetecer las otras. —¿Y los muebles? —Ya estaban aquí. —Pues no son muy bonitos.
—No –avanzó hacia ella, la abrazó con fuerza, la besó en la boca, echó luego la cabeza hacia atrás para mirarla y Sara presintió que iba a enamorarse de aquel hombre sin remedio–. Ya le echaré una bronca a mi abuela. Las sábanas eran nuevas. Tenían el tacto crujiente, áspero aunque agradable, de los tejidos que no se han lavado todavía, y los dobleces del envoltorio marcados en la superficie. Sara se fijó en eso, como se fijaba siempre en casi todo, mientras él la desnudaba, y la estrujaba, y la palpaba, y la besaba, y la lamía con la incontrolada voracidad de un niño goloso en su propia fiesta de cumpleaños, sin resentirse aún de la pobreza de sus respuestas, su incapacidad para dar lo mismo que recibía, esa pasividad armada, como una necesidad de estar alerta, consciente y controlándose en todo momento, que a los otros les daba igual, que a Manuel le había dado igual, pero que a él en cambio llegaría a dolerle. —¿Las has comprado tú? –le preguntó, cogiendo el pico de la sábana entre los dedos, cuando Vicente se desplomó a su lado para convencerla de que todo había salido muy bien, porque él parecía tan contento, tan dispuesto a abrazarla, a abandonarse sobre su cuerpo como la primera vez, y ella había apreciado su peso, su olor, y había sentido la misma necesidad de apropiarse de él, de entregarse a él al mismo tiempo, que conoció durante una lejana madrugada de
agosto en una cama prestada, y que no era exactamente placer, pero sí lo más intenso que había sentido nunca por un hombre, con un hombre. —Sí –murmuró él. —¿Y has venido a hacer la cama?
—Claro –volvió a murmurar, y ella se echó a reír, y le abrazó, y le besó, y se pegó a él como no lo había hecho antes, mientras se movía dentro de su cuerpo. Tal vez fue eso, su interés por un detalle tan pequeño, la desmesurada reacción que había provocado su respuesta, lo que iluminó a Vicente en aquel momento. Tal vez, en un espacio tan breve, acertó a relacionar de alguna forma el extravagante júbilo de Sara con el impulso de llevarse aquellos botecitos de champú del cuarto de baño del hotel de la primera noche, y con todas esas extrañas preguntas a las que no había podido encontrar ningún sentido desde que empezó a contestarlas con monosílabos y una perplejidad que crecía en cada signo de interrogación, ¿dónde vivías con tus padres antes de casarte?, ésa había sido la primera, en la calle Montesquinza, contestó él, ¿y a qué colegio fuiste?, al Pilar, ¡ah!, ella suspiró con un alivio inexplicable y prosiguió por coordenadas cada vez más misteriosas, ¿y por qué zona te movías cuando ibas a la universidad?, yo qué sé…, por Moncloa, supongo, como todo el mundo, ¿y no conocerás por casualidad a un ingeniero de caminos que es de Vitoria y se llama Juan Mari García de Ibargüengoitia, verdad?, no, ¿y a una chica muy mona que se llama María Pilar Gutiérrez Ríos aunque todo el mundo la llama Maruchi?, tampoco, ¿tu mujer estudió en el Sagrado Corazón?, no, ¿te suena el apellido Villamarín?, no, ¿y Ochoa?, no, ¿y por qué tendría que sonarme?, ¿por qué me haces unas preguntas tan raras?, no, no, por nada, por nada…
—Nunca me has contado por qué eres mi igual y mi contrario, Sara –le dijo mirándola a los ojos, sus narices rozándose todavía, antes de que ella deshiciera su abrazo–, por qué eres mi reflejo en un espejo.