38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 75

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Entonces, Sara se separó de él, se recostó contra el cabecero de la cama, tomó aire, fijó la vista en el techo, y se lo contó todo.

Era la primera vez que le contaba su historia a alguien, y sería la última vez que lo haría. Creyó que no sabría por dónde empezar y empezó por el principio, por el miedo de una niña que se llamaba Sebastiana el primer día que fue a trabajar a una gran casa de la calle Velázquez con doce años recién cumplidos. Desde allí, las palabras parecieron encadenarse solas, acudir por su cuenta a unos labios entumecidos, anestesiados por el acento neutro, seco, ajeno, con el que intentaba defenderse de su propia memoria. Él la dejaba hablar, no la interrumpió nunca, no se acercó a ella, ni la tocó, aunque Sara le oía respirar en las pausas, mientras hubo pausas, mientras logró imponérselas, imponerse aquella dureza objetiva a veces, otras incluso levemente irónica, que en algún momento comenzó a doler, a atenazar su garganta, a desecar su boca, necesito una copa, pensó, y no se atrevió a ir a por ella, a detener un relato que codiciaba ansiosamente su final, pero necesitaba una copa, y no fue a por ella, y se vino abajo, y entonces pudo hablar también de sí misma, de la pieza suelta que jamás encajaba en ningún rompecabezas, de su confusión, de su rabia, de su rencor, y nunca había querido

darle pena a nadie, y menos habría querido darle pena a él, y por eso escogió caminos laterales, detalles aparentemente nimios, palabras ligeras, corrientes, desprovistas de la gravedad de los juramentos que perforan los recuerdos, la conciencia, y habló de unos muebles pequeños lacados en blanco, un vestido de seda, una cuerda de tender, una colección de diademas de colores, un manojo de fotos viejas, imágenes descoloridas, su vejez amarillenta, sus bordes dentados, sus picos doblados por el humillante descuido de los años, no fue más allá, no quiso ir más allá, pero su estrategia se volvió contra ella, y un llanto manso y tembloroso, que no la impedía hablar, seguir hablando, que la consolaba con su quietud y la mecía en su ritmo al mismo tiempo, acompañó su discurso hasta el final.

Luego se volvió a mirarle, y creyó distinguir en la penumbra un velo líquido, un rastro de compasión sobre sus ojos. Vicente se incorporó, carraspeó, y se volvió hacia fuera, para coger el teléfono que estaba en la mesilla. —Hola, soy yo, ¿está la señora? –su tono desenvuelto y eficaz, casi frívolo, impresionó a Sara antes de que tuviera tiempo para dejarse impresionar por lo que estaba escuchando–. No, no la moleste, dígale solamente que no puedo volver a casa esta noche porque estoy todavía en Segovia. La reunión se ha complicado y tengo que quedarme a dormir aquí… Sí, sí, ya se lo explicaré yo mañana… Gracias, adiós.

Volvió a colocar el teléfono en su sitio, se dejó caer hasta hundirse entre las sábanas, y abrazó a Sara con un gesto enérgico y desamparado a la vez, la fuerza de sus brazos desmintiéndose en el impulso infantil de colocar su mejilla sobre la de ella y apretar fuerte, hasta que los huesos se dejaron sentir a través de la piel y de la carne.

—Sara, Sara… –murmuró, y estaba emocionado, y se sentía misteriosamente culpable, y no intentaba disimularlo–, Dios mío, Sara… Sara… Ella, que ya pensaba que él podía salvarle la vida, llegó a estar segura de que lo haría mientras los dos disfrutaron en armonía del mismo juego. Desde aquella noche, y hasta que el cansancio de la repetición modificó sus reglas, Vicente González de Sandoval se gastó mucho dinero en complacer a Sara Gómez Morales, en comprarle regalos bonitos e inútiles, en escoger sistemáticamente los objetos, los lugares, los precios más caros, en llevarla de la mano a recorrer con él todas las estaciones del lujo, desde las más vulgares y ostentosas hasta las más delicadas y secretas, y supo envolver cada peseta que se gastaba en un velo limpio, transparente, una simple muestra de amor sin importancia, y jamás negoció con su esplendidez, nunca le pidió nada a cambio de nada. Le gustaba mirarla, observar su capacidad para disfrutar de las cosas que no estaban a su alcance, descubrir poco a poco sus inagotables habilidades, la sabiduría de sus dedos, de sus ojos, de su paladar, el aplomo con el que distinguía la seda natural de la sintética, el armañac auténtico del brandy nacional, y jugar a provocarla, a tentarla, a apoderarse de su voluntad, de su memoria, de sus emociones, cada vez que distinguía un destello de luz en sus ojos al pasar por delante de un

escaparate. —¿Te gusta?

Podía ser un objeto pequeño, insignificante incluso, un bolígrafo, un pañuelo, una agenda, o algo verdaderamente caro, una joya, un bolso de piel de cocodrilo, un vestido de noche, pero él preguntaba siempre con el mismo interés, la misma expresión perversa y adorable asomándose a la vez a una esquina de su boca, y ella también respondía siempre de la misma manera, negando con la cabeza mientras se reía con una risa tonta, infantil, despreocupada, y daba saltitos con los pies juntos, las manos cerradas y hundidas en los bolsillos del abrigo como si pretendiera perforar la tela con los nudillos. —¿Te gusta?

Vicente se pasaba la lengua por el filo de los dientes, se acercaba a Sara, la abrazaba desde atrás, la mantenía sujeta con un brazo, enviaba a su otra mano a convencerla por debajo de la ropa, estudiaba con atención el rostro reflejado en el cristal mientras sus dedos se escurrían dentro de su escote o más allá de la cinturilla de su falda para llegar lejos, cada vez más lejos, hasta que, antes o después, ella se dejaba caer sobre él, cerraba los ojos, ladeaba la cabeza, le ofrecía su cuello, y él lo besaba, o lo lamía despacio hasta llegar al borde de la oreja, y desde allí preguntaba por tercera vez, para contestarse inmediatamente después a sí mismo. —¿Te gusta? Te lo compro.

A veces, las personas que estaban dentro de la tienda llevaban ya un rato observándolos, vacilando entre la complicidad y el escándalo, y otras, en cambio, no se habían dado cuenta de nada. Entonces Sara se sentía aliviada, pero quizás un poco decepcionada también, y si estaban en un local lujoso, con gruesas alfombras y sofás estilo imperio donde se amontonaban los abrigos de visón, y percibía la más leve suspicacia en la mirada del cajero, temblaba ante la clase de comentarios que Vicente haría mientras rellenaba el talón. —Desde luego –solía murmurar chasqueando los labios, como si hablara para sí mismo, como si dejara escapar un comentario trivial y sin importancia–, hay que ver lo cachonda que te pone gastar dinero, hija mía…

Y sin embargo le encantaba oír la coletilla que, apenas un instante después, desarmaría sin condiciones a todos los actores secundarios de aquella escena. —Esto no me lo avisó tu padre, pero si lo llego a saber, no me caso contigo. Después salían a la calle muertos de risa, atragantándose con sus propias carcajadas, y Sara cedía sin esfuerzo a la felicidad que estremecía su cuerpo, ese hormigueo salado y puntiagudo que se infiltraba en su piel, una chispa súbita destellando como un farol desde sus ojos, y aquel rumor crujiente de celofán que parecía desenvolver una vida nueva y fácil, justa y mejor, sólo para ella. Aquella inagotable borrachera de deseos cumplidos y sensaciones agradables no se resentía de las excepciones, ni de los fogonazos de sensatez que la deslumbraban a veces con un resplandor directo, blancuzco y despiadado. Vicente vivía en El Viso, una zona residencial, apartada del bullicio que les cobijaba y les hacía invisibles, una pareja anónima entre miles de parejas

parecidas en los barrios céntricos por donde se movían, pero la soltaba del brazo para pasar deprisa por delante de algunos restaurantes, de algunas tiendas, de algunos portales concretos. No le explicaba nada, pero ella tampoco le daba importancia a sus prisas, aquellos súbitos cambios de acera sobre los que nunca hizo preguntas, ni comentarios, porque no estaba viviendo una historia completa, sino la primera fase de lo que acabaría siendo una historia completa. Vicente usaba siempre esa palabra las pocas veces que ella se había atrevido a hablar de lo que les estaba pasando, es sólo una fase, decía, esto es una fase, y ella le creía, porque en el fondo todavía le daba igual, porque tenía bastante con lo que él le daba, con lo que él le consentía poseer. Por eso superaba también sin dificultades la soledad de los fines de semana, un estado que tendría que haberle resultado conocido, familiar, y que sin embargo había cambiado de signo en aquella habitación de soltera repentinamente llena de cosas, objetos bonitos, a menudo caros, a veces carísimos, que eran suyos y sin embargo no dejaban de parecerle ajenos, impropios, hasta peligrosos. Pero cuando su joyero, y su armario, y los estantes del cuarto de baño se lanzaban a hablar, a preguntarle qué estaba haciendo, a qué estaba jugando en realidad mientras equivocaba el precio de las cosas, ella recordaba a Vicente y sonreía, y todo tenía sentido porque él le daba sentido.

—No es ningún derroche –le dijo una tarde de verano, mientras el sol acariciaba con pereza las azoteas de los rascacielos de la plaza de España, y se filtraba entre las persianas a medio bajar del apartamento para pintar a rayas su cuerpo, y ella se atrevía a dudar en voz alta–, sino una inversión rentable, calculada. Invierto en ti, en tu placer, en tu alegría.

Te quiero, Sara, y me conviene mucho que seas feliz conmigo porque necesito que tú también me quieras.

Tal vez, si nada hubiera cambiado, si la realidad externa, poderosa, no se hubiera movido de la Puerta del Sol para respetar los estrechos límites de la cápsula donde pasaba el tiempo que compartía con él, Sara habría logrado recuperar su potencia de cálculo, esa desconfianza esencial de la que había ido desprendiéndose casi sin darse cuenta al mismo ritmo con el que Vicente lograba por fin enseñarla a desnudarse con alegría.

Pero la muerte del dictador se anticipó a los primeros indicios de cansancio de los protagonistas de un amor que aún parecía luminoso y limpio, flamante y lleno de color, y de matices. En la primavera del 76, cuando Vicente pidió el ingreso en el PSOE, Sara sintió en la espalda el empujón de una realidad que por primera vez se había puesto de su parte, y mientras el clima del país entero entraba en un estado de ebullición general que prolongaba la intensidad de su pequeña pasión privada, llegó a creer que sólo existía un desarrollo posible, un final lógico, inevitable, que desembarcaría sin solución a aquel hombre en el centro exacto del resto de su vida.

Ella, que había dejado dormir el sueño de los fusiles, asistió con una fe, una esperanza diferente de la que declaraba en voz alta, a los progresivos episodios del fervor con el que Vicente inauguraba su carrera política, pero sus ilusiones se

contagiaron con facilidad de otras ilusiones, sus emociones se confundieron al entrar en contacto con otras emociones, y los vientos soplaban a su favor, y a favor de aquella gente tan joven, tan desconocida apenas unos meses atrás, tan repentinamente poderosa ahora, a favor de las palabras y de los gestos que removían las aguas quietas, que reventaban en el aire viciado, que hacían cambiar las cosas a tal velocidad que nadie, ni siquiera ellos, alcanzaba a comprender del todo la medida de sus éxitos. Parecía todo tan auténtico, tan conmovedor, tan necesario, que ni siquiera se detuvo a valorar las fórmulas, siempre elegantes, discretísimas, que Vicente escogía para presentarla en la imprescindible vorágine de su nueva vida social, y que, en lugar de esconderla, la hacían avanzar hasta el primer plano que más le favorecía a él, a sus progresivas ambiciones. Ella también se creyó favorecida entonces por su memoria, por el prestigio de una tragedia familiar como tantas otras, y hasta le gustaba escuchar a su amante mientras repetía en voz alta las fechas y los nombres, las anécdotas y los recuerdos que Arcadio Gómez Gómez había ido recuperando para él sobre el cristal de la mesa camilla de Concepción Jerónima, nombres y fechas, recuerdos y anécdotas que ella había escuchado ya un millón de veces cuando accedió por fin al deseo de Vicente y se lo presentó a sus padres, y que sin embargo se contagiaban de la gravedad definitiva y risueña de las promesas cuando los escuchaba de aquellos labios. Así se acostumbró a ser la compañera de aquel hombre casado que, en apariencia, no lo estaba para nadie en su partido, y llegó a pasar más tiempo con él que su propia mujer mientras lo seguía en aquellos viajes largos a veces, otras veces cortos, incluso brevísimos, en los que se iba encontrando con gente conocida que daba por sentado que estaban dejando los niños para después, para cuando Vicente fuera diputado.

El día en que Sara fue incapaz de controlar las náuseas ante una simple taza de café con leche, en el restaurante de un hotel de cinco estrellas de Atenas, Vicente era ya diputado. Ella ignoraba aún que hubiera cambiado algo más. —Creo que me voy a marear… —¿No estarás embarazada? —Desde luego que no, qué estupidez.

Era la primavera de 1982 y aquel aparejador que un día la sorprendió invitándola sin motivos a su despedida de soltero, llevaba ya más de siete años casado. Sara había cumplido treinta y cinco, y había vuelto a desconfiar hasta de su sombra. —Ya se lo he contado –le había dicho él un par de meses después de las elecciones del 77, la fecha simbólica que ella había escogido para reflexionar en voz alta sobre su situación. No se atrevió a atravesar la frontera que separa lo que se pide de lo que se exige, no lanzó ningún ultimátum, no proyectó represalias ni le presionó en ningún sentido porque calculaba que no hacía falta, y sin embargo, y a despecho de los resultados de todos sus cálculos, le vio palidecer, hacerse más frágil, más pequeño, encoger aparatosamente dentro del cuello de su camisa, adoptar el aire mustio, taciturno, en el que también escogió encerrarse en aquel momento, cuando le reveló que ya se lo había contado, y no quiso añadir nada más.

—¿Y? –preguntó ella por fin, después de un rato. —Bueno… pues que ya lo sabe.

—¿Y? –volvió a insistir Sara con una voz miedosa, delgada como un hilo. —Dice que no le importa.

Entonces, por primera vez en su vida, Sara pensó en aquella mujer, intentó ponerse en su lugar y, sólo después, empezó a comprender el punto de vista de su marido. Entonces, en las larguísimas pausas de aquella conversación, intuyó las magnitudes exactas de una asombrosa cadena de errores, y el verdadero precio de las cosas, todas esas cosas bonitas, a menudo caras, a veces carísimas, que no tenían ninguna importancia, y no sólo porque formaran parte de un juego limpio, transparente, a ti te gusta, y yo te lo compro, y tú estás contenta, y yo también lo estoy, y yo te quiero, y tú me quieres, y el dinero sólo vale para esto, para gastárselo, sino además, y sobre todo, porque a él no le habían comprometido nunca, en absoluto, porque jamás habían representado un desembolso significativo en los extractos de su cuenta corriente, porque en ningún momento le habían implicado en nada, como no le implicaban las medias palabras, los sobrentendidos, la ambigüedad de una relación que era pública pero también secreta, que era un noviazgo pero era un adulterio, un amor confuso que había ido creciendo y complicándose a la vez para medrar y hacerse fuerte en sus contradicciones, entre la placentera sofisticación de los hábitos de la burguesía más culta, más refinada, más exquisita, y esas plazas de toros donde Arcadio Gómez Gómez y Sebastiana Morales Pereira ocupaban asientos de honor y lloraban, cada uno a su manera, cuando la megafonía escupía al cielo la vigorosa obertura de «La Internacional» y eso tampoco tenía importancia, porque ni Vicente, ni su mujer, encontraban razones de peso para concedérsela. —Primero se ha puesto fuera de sí, me ha pegado, me ha chillado, y se ha dedicado a romper cosas –su voz sonaba extraña, irreconocible casi, a través de la barrera de las manos con las que se tapaba la cara–. Luego se ha tirado al suelo, me ha agarrado de las piernas y se ha echado a llorar. Me ha dicho que se va a matar, que se va a morir, en fin… Te lo puedes imaginar. Y que no le importa. Que está dispuesta a esperar todo el tiempo que haga falta hasta que se me pase, que no me va a poner pegas, que me va a dejar vivir, pero que no la deje, por lo que más quiera, que no la deje, porque soy el único hombre que ha querido en su vida, porque si la dejo se va a volver loca, porque se va a matar, porque se va a morir… –entonces se destapó la cara bruscamente, se levantó de un salto, y llegó a tiempo de sujetar a Sara por un brazo–. ¿Adónde vas? —No lo sé. Me voy. A mi casa, supongo… –de pie, en aquel salón que había hecho suyo a base de llenarlo de libros, y de plantas, y de objetos que le pertenecían, con la chaqueta abrochada, el bolso colgando del hombro, y el aspecto de una visita inoportuna que acaba de darse cuenta de que lo es, Sara movía la cabeza de un lado a otro para no mirarle, pero en algún momento se tropezó con sus ojos–. No quiero acabar llorando yo también. Hoy no. Hoy parece que ya te han llorado demasiado. —Escúchame, Sara –la cogió por las muñecas y la empujó con suavidad, hasta

dejarla apoyada en la pared, y no la soltó–. Yo estoy loco por ti, y tú lo sabes. Que no haya… podido… arreglar esto no cambia las cosas. Yo estoy loco por ti – repitió–, y tú lo sabes.

Y lo peor de todo es que era verdad, que ella lo sabía. Y sabía que Vicente González de Sandoval era mucho más que un hombre débil. También era un amante concienzudo, convincente, exhaustivamente generoso, y un compañero de viaje divertido, y un calor necesario, y un buen tipo, admirable en muchas cosas, adorable en muchas otras, y el novio que ella siempre había querido tener. Por eso, aunque lo intentó, no pudo dejarle. Por eso, y porque cuando lo veía aparecer con las manos temblonas, más pálido que nunca, más encogido aún dentro de su camisa que la última vez que ella le había advertido que ya no podía más, el corazón le decía que no iba a poder gobernarse, controlarse, arrancar de sí misma una necesidad imperiosa, frenética, de ir hacia él, que era amor, y era gloriosa, y era nefasta, y era gloriosa otra vez, y todo al mismo tiempo. Entonces, antes o después, aparecían dos billetes de avión, y todo volvía a empezar desde el principio. Primero fue Nueva York. Luego El Cairo, Berlín, Buenos Aires, Estambul, La Habana y, por fin, Atenas, donde Sara Gómez Morales no logró desayunar sin contratiempos ni una sola mañana. Estaba embarazada. No podía creérselo, pero eso decían los papeles, grisáceos ya a fuerza de desdoblarlos, y estirarlos, y estrujarlos, y volver a doblarlos, en los que constaban los resultados de sus dos análisis, el primero, que iba a dar negativo y dio positivo, y el segundo, que iba a dar negativo también, porque el primero a la fuerza había tenido que ser un error, y que se obstinó en volver a dar positivo. Durante el intervalo, Sara, incapaz de aceptar que el olvido de una simple pastillita amarilla pudiera precipitar semejante catástrofe, se encontró paralizada, bloqueada, y tan ajena a cualquier perspectiva inmediata como si todo aquello le estuviera sucediendo a otra persona. Por eso no quiso pensar, ni hablar con nadie, y cuando hizo, sola y entera, todas las gestiones necesarias para abortar, no fue consciente de estar tomando siquiera una decisión. Efectivamente, no había llegado a tomarla. Sin pensarlo, sin hablarlo, sin analizar su situación ni siquiera para sí misma, se estaba limitando a interpretar su papel, a respetar la conducta del arquetipo que le había sido impuesto por una fuerza hostil y superior, a dar un paso más en el guión vulgarísimo y archisobado de una vida tan previsible que a la fuerza tenía que parecerle propia, la más auténtica, la única real. En aquel punto convergían los collares de perlas de doña Sara, y el capote vuelto del revés de Arcadio Gómez, y el delantal con el que Sebastiana intentaba ahorrarse la fealdad del mundo en vano, y la fea resistencia de la señora de González de Sandoval, y la debilidad de carácter de su marido. Todos ellos sostenían ante sus ojos un decorado antiguo y mal pintado, el perfil de una mujer engañada, explotada, traicionada, abandonada a su humillación con el lastre insoportable de una criatura infeliz, inocente y sin porvenir. Mejor la señorita Sevilla. Sara casi podía escuchar todas sus voces, la agria consistencia de su piedad, la razonable sintaxis del buen consejo que susurraban a coro en sus oídos, mejor la señorita Sevilla, con su cintura de avispa y su eterno diminutivo a

cuestas, un apreciable patrimonio de diademas de plástico y seis pares de zapatos lustrados en el armario, y su destino mediano de mujer medianamente soltera, medianamente capaz, medianamente satisfecha, medianamente feliz. Después, nunca lograría reconstruir con precisión el momento exacto en el que despertó, pero sí estuvo segura de no habérselo debido a ningún beso de nadie. Simplemente, en algún momento que no lograría recordar después, levantó los ojos para mirarse en el espejo de una profesora de taquigrafía, y no se reconoció en su figura, en su aspecto, en las decorosas estrecheces de su horizonte. Miró entonces en otra dirección, hacia la silueta de la pobre desgraciada que habitaba en esas coplas que su madre solía canturrear mientras limpiaba la casa, y encontró aquel espejo igual de mudo, igual de opaco, tan inservible como el otro. Concluyó entonces, con una naturalidad instintiva, pasmosa, que ella no era, no podía ser esa mujer grisácea que llora por las noches mientras mece la humilde cuna de sus pecados, ni la soltera con buena pinta y un modesto guardarropa que masajea sin descanso, y sin quejarse, los pies del marido de otra algunos viernes al mes. Ella no era así, no podía serlo. Jamás se había enfrentado a una verdad tan sencilla, tan evidente, tan absoluta. Ella no era así. No podía ser así. Nunca iba a ser así. Por eso sintió una compañía desconocida en la palma de su mano derecha, el volumen de un rotulador rojo de punta gruesa, las asas de unas tijeras afiladísimas, el peso de una maza, el mango de un martillo, la culata de un fusil, y vio el guión de su vida arruinado y sucio, hecho trizas en el fondo de una triste papelera, y distinguió su futuro saltando por los aires, y sonrió hacia dentro, y sonrió hacia fuera, y se escuchó a sí misma, se acabó, Sarita, se acabó, y lo dijo en voz alta, y habría querido gritarlo, chillarlo, escribirlo en las paredes, se acabó, y no dejó de sonreír, y comprendió que, de verdad, se había acabado. Era muy injusto. Sabía que era muy injusto, pero nadie se había tomado jamás la molestia de ser justo con ella. Sabía que los niños no son del último que llega, que no lo aguantan todo, que no lo soportan todo, pero ella llevaba su casa encima, como una isla, una cabaña, el único botín de un caracol, de un náufrago, y su cuerpo sería esa casa a la que su hijo siempre podría volver con las manos vacías o cargadas de oro. Sabía que corría el riesgo de equivocarse, pero era su propio riesgo, un riesgo que no estaba escrito y que pulverizaría de un solo golpe el futuro mediano que la esperaba.

Sabía que nadie lo entendería, y por supuesto nadie lo entendió, ni sus padres, ni sus hermanos, ni su madrina, a la que Sebastiana acudió como último y extravagante recurso para darle la oportunidad de colgar el teléfono con un gesto violento, terminante. En la empresa tampoco entendieron por qué se despedía con tantas prisas. La última llamada que hizo desde su despacho fue para mentir a Vicente. He abortado, le dijo, y no debería haberlo hecho, ha sido un error, me siento muy mal, no quiero volver a verte. Él, tan abrumado de repente como cualquier hombre, incluso fuerte, ante la mera mención de la palabra embarazo, no encontró nada que decir y ella le dijo adiós, solamente adiós, antes de colgar. Aquella mañana ya lo tenía todo planeado, llevaba semanas haciendo números, emborronando folios con columnas y columnas de cifras que encajaban, que

cuadraban, que se alineaban con una docilidad cómplice y risueña bajo la estricta línea del resultado. Tenía mucho dinero ahorrado porque hacía años que no se gastaba una peseta en sí misma, y un piso nuevo, en la zona de la Vaguada, que había ido amueblando durante los dos últimos años por un vago instinto previsor, mientras esperaba a que sus padres se decidieran a mudarse. Ellos no querían irse a vivir tan lejos, pero no les iba a quedar más remedio que hacerlo porque su hija era ahora la cabeza de familia y dentro de unos pocos meses lo iba a ser mucho más.

Cuando se lo explicó, con una sonrisa que no pretendía encubrir la ferocidad con la que estaba dispuesta a imponer ahora sus propias, inapelables, decisiones, ellos ni siquiera se molestaron en protestar. Aquél era el detalle que menos les preocupaba del incomprensible desafío de su hija.

—Pero por lo menos díselo a él –Sebastiana se estrujaba la cara, se despeinaba y volvía a atusarse los pelos que se le escapaban del moño–. Él es el padre, y tiene dinero, que lo sepa, que te ayude…

Sara sonreía, negaba con la cabeza, y seguía adelante, colgando cuadros, colocando lámparas, desplegando alfombras, mientras vigilaba a Arcadio con el rabillo del ojo y le veía cabecear con más vigor, más insistencia, más exasperación que ella misma, ante aquel fenómeno que le desbordaba. Ella le trataba, y trataba a su madre, con más cariño que nunca, y les aseguraba cada día, a cada paso, que todo iba a ir bien, porque estaba segura de que sería así, de que todo iría bien. Aquello era muy fácil, parecía toda una hazaña y sin embargo era muy fácil, lo único que había que hacer era esperar, eso era lo que habían hecho las demás, su madre, sus hermanas, sus cuñadas, las mujeres de los hombres de su vida, sólo esperar, amueblar un cuarto, comprar una cuna, y arrullos, y toquillas, y un coche de paseo, y media docena de faldones de primera puesta, era tan fácil, le preocupaba más otro futuro, las vacunas, los cólicos, la varicela, la elasticidad real de sus ahorros y volver a encontrar un buen trabajo, o el primer suspenso en matemáticas, una zeta de sangre en la rodilla, una pregunta quizás aún más cruel, más dolorosa, siempre implacablemente repetida. Quizás, entonces, ella pudiera contestar, tal vez supiera entonces dónde estaba su padre, tal vez no, pero cualquier cosa sería siempre mejor que tener dos madres, ella lo sabía, y había vivido por encima de todo para llegar a saberlo. Cuando lo recordaba, aquello volvía a parecerle fácil porque era muy fácil, porque lo único que había que hacer era esperar, esperar y cuidar de sí misma, y seguir esperando, nada más.

Pero ella no era una mujer como las demás, nunca lo había sido. Por eso, una tarde cualquiera, después de comer, un dolor terrible la partió por la mitad cuando estaba llevando los platos a la cocina.

La loza se le escurrió de entre las manos, se cayó al suelo, se hizo pedazos mientras su cuerpo gritaba que algo se estaba deshaciendo también por dentro. Ella se sentó, trató de serenarse, se aferró a los brazos de la butaca con las dos manos, apretó los dedos hasta que se le pusieron blancos, ordenó que todo aquello cesara, porque estaba de cinco meses y aún no había esperado bastante,

y aquello tenía que pasar, tenía que parar, tenía que cesar, pero no cesó.

El embarazo era ectópico, le dijo aquel chico tan joven de la bata blanca en una

madrugada sucia de luces de hospital, el feto no estaba donde tenía que estar,

dentro del útero, sino adherido a un ovario, en esas circunstancias era inviable,

eso era lo que había provocado un parto tan prematuro. Sara le miraba sin verle,

le oía sin escucharle, estaba sin estar dentro de un cuerpo que le dolía con el

dolor de otro, sobre unas piernas que la sostenían sin ser las suyas, en la

ignorancia completa de su propia piel, de sus propios huesos, de su propia carne

canalla y enemiga, en el ombligo de una traición, un fracaso sonoro y desolado, y

sin embargo él seguía hablando, usted no ha dejado de ser fértil, le decía, el

ovario izquierdo se ha quedado inutilizado para siempre, pero el derecho no ha

sufrido ningún daño y con eso es suficiente, así que puede tener más hijos. No,

dijo Sara, y él la miró con extrañeza. No voy a tener más hijos, añadió, pero no

quiso decirle por qué. Los hijos no tienen precio, murmuró hacia dentro, para sí

misma, por eso Vicente no puede comprármelos.

Tampoco se lo dijo a él cuando le vio aparecer por su casa a media tarde, un par

de días después, al cabo de un tiempo sin hitos y sin pausas, que podía haber