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tan huecos como el cansancio que aflojó sus propios huecos al verle, cuando ya
temía que nada pudiera cambiar, que la vida fuera siempre una butaca, y una
manta de cuadros, y aquella soberana inmovilidad.
—¿Qué haces tú aquí? –le preguntó sin levantarse.
Arcadio y Sebastiana, que se habían quedado de pie, al lado de la puerta, se
escabulleron deprisa, como si la sequedad de aquel saludo hubiera bastado para
ahuyentarles.
—He venido a verte –y todavía era él, con su viejo aplomo, su tranquila seguridad
de amo del mundo.
—¿Quién te ha llamado? –Sara señaló con la barbilla la dirección en la que
acababan de desaparecer sus padres–. ¿Él o ella?
—Ninguno de los dos –Vicente cogió un taburete bajo que Sebastiana solía usar
para descansar los pies, y lo situó enfrente de la butaca donde estaba Sara, y se
sentó en él, su cabeza a la altura de las rodillas de aquella mujer que nunca le
había hablado desde tan arriba–.
Yo fui quien llamó. Llamé enseguida. Quería hablar contigo pero tu padre me
cogió el teléfono y entonces me enteré de que no habías abortado, y pensé que
era mejor esperar algún tiempo, hasta que naciera el niño, o hasta que tú
quisieras volver a hablar conmigo.
Desde entonces, he llamado todas las semanas. Por eso me he enterado de esto.
—Ya –ella dejó escapar una risita y se asombró al escucharla, al ser capaz de
celebrar la grosera exactitud de aquel sarcasmo–. Mi padre es así. No sabe
resistirse a los que saben, a los que valen para mandar, a los que han estudiado.
Él no quiso responder a aquel ataque, y buscó las manos de Sara debajo de la
manta, pero no las encontró, y apoyó la cabeza en sus piernas para seguir
hablando sin mirarla.
—Lo he pasado muy mal sin ti, Sara, durante estos meses he descubierto que lo
paso muy mal sin ti –hizo una pausa que ella no quiso rellenar, y siguió hablando,
confiando en que su interlocutora, que había roto a sudar a su pesar, y a sus
espaldas, dedujera del tono de su voz, del orden de sus palabras, que le estaba
contando la verdad–.
He metido la pata muchas veces, ya lo sé, me he portado como un imbécil
contigo. No lo he hecho bien.
Nada bien, pero puedo mejorar.
Entonces cambió de postura, se echó hacia atrás, se la quedó mirando, y Sara le
miró, y vio que sonreía, y comprendió enseguida que él creía conservar intacto el
poder que nunca había necesitado ejercer del todo sobre ella, y que esperaba
hallar en su rostro una sonrisa idéntica, pero ella no podía obligarse a sonreír
contra la voluntad de sus labios, y al mirar los de aquel hombre, le estremeció el
recuerdo del amor que había sentido por él, ese amor arrojado e infinito que en
aquel momento todavía intentaba luchar por sí mismo, resistirse a sobrevivir tan
sólo en los tibios pliegues de su memoria, y por eso supo que le habría gustado
complacerle, sonreírle, resucitarlo entero, y mejor, y para siempre, pero no pudo.
—¡Qué barbaridad! –se escuchó decir a cambio, sin saber muy bien quién
hablaba, y desde dónde–.
¡Qué carácter! Si lo llego a saber, me quedo embarazada aposta y me quedo
embarazada antes, cuando todavía estaba a tiempo.
Se separó de ella como si hubiera recibido un calambre súbito, fulminante, y
volvió a mirarla con una cara distinta, un rostro insólito, más que asustado,