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—Yo sí voy, yo sí voy, sí voy, sí voy… –y movía la cabeza, los ojos todavía
pegados de sueño, para subrayar cada una de sus afirmaciones.
—No, lo siento –su hermano le miró, y movió su propia cabeza en el sentido
contrario–. No puedes ir, Alfonso. Tú no.
—¿Por qué? –preguntó entonces–. Si yo quiero ir… Y voy a ir, ¿a que sí? –y miró
uno por uno a los demás, como pidiendo ayuda–.
Que sí, que yo sí voy.
—¡Pero si ni siquiera sabes adónde! –Juan le sonrió, como si no hubiera sido él
quien hubiera sembrado meticulosamente su confusión–. ¿Adónde quieres ir, a
ver?
—Vamos al cine, Alfonso –Tamara intervino cuando su tío más joven parecía
perdido ya en su propio desconcierto–. Al cine, a Chipiona. Sara nos lleva.
—Y a mí también –dijo él entonces, muy satisfecho–. ¿A que sí, Sara? ¿A que me
llevas a mí también?
—Claro que sí –Andrés la miró, la vio sonreír, y comprendió que ella, aunque era
la más lista de todos, tampoco se había dado cuenta de nada–. Y te voy a
comprar una caja de palomitas así de grande… Si tu hermano te deja venir, por
supuesto.
—No, Sara, en serio –Juan volvió a mover la cabeza, pero esta vez con cierta
desgana, como si supiera que su negativa estaba condenada a fracasar–.
Bastante tienes ya con estos dos. No te vas a llevar a Alfonso, encima, con la
guerra que da.
—¿Pero qué dices? –replicó ella–. Si en el cine es donde mejor se porta, si le
encanta… ¿A que sí, Alfonso?
—Sí, sí, y yo voy, yo voy, yo voy al cine, y me porto muy bien, y me como las
palomitas sin hacer ruido.
—¿De verdad no te molesta? –su hermano quiso asegurarse por última vez.
—De verdad –Sara sonrió, antes de señalar a su interlocutor y a Maribel con un
gesto de la mano–. ¿Por qué no os venís vosotros también?
Entonces tendría que haberse dado cuenta de que pasaba algo raro, pensó
Andrés, al menos entonces, porque en aquel momento, mientras su madre y el tío
de Tamara volvían al mismo tiempo las cabezas hacia fuera, a la izquierda uno, a
la derecha otra, para mirar en direcciones mutuamente opuestas, él comprendió
que no se había equivocado, que al mirarse, antes, los dos se habían puesto de
acuerdo en algo, y que también estaban de acuerdo en no querer que nadie lo
supiera.
—Es que he quedado con unas amigas –Maribel reaccionó enseguida–. Me toca
invitar, como es mi cumpleaños, pues, ya sabe…
—Yo, si tú quieres, os acompaño –ofreció Juan, con cara de pena–, pero la
verdad es que ya me había hecho a la idea de irme a casa a dormir la siesta.
Sara se echó a reír y les advirtió que no les necesitaban. Eso era verdad, que
nunca habían necesitado a nadie más para pasárselo bien, que se divertían mucho
los cuatro, y sin embargo, Andrés estuvo a punto de echarse para atrás después
de despedirse de su madre con un beso, entre dos coches.
—Va usted a su casa, ¿no?
–le preguntaba ella a Juan, y él asentía–. ¿Le importa dejarme en la mía?
—Claro que no.
—Le voy a obligar a dar un rodeo…
—No importa –él sonrió–, no tengo prisa.